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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (4 page)

Capítulo 6

Madrid, 11 de junio de 1914

Don Ramón abrió de par en par las contraventanas y percibió el calor del día acumulado resistiéndose a salir del modesto cuarto. Cerró los ojos, no había mucho que ver desde su ventana, los tejados como puerco espines de barro y el ruido de las chulapas voceando de tendedero a tendedero, pero no acudió a su mente el recuerdo de Pontevedra. Respiró hondo, el humo de las cocinas envolvía todo a olor a aceite requemado y gallinejas putrefactas. No pudo evitar dar un suspiro sonoro, que no pasó desapercibido en el interior de la estancia.

—Ramón, siempre estás con las mismas. Parece como si los gallegos no pudierais vivir en otro sitio que en la húmeda y salvaje Galicia.

—Josefa, no hablemos de miña térra. Quedamos el año pasado en residir allí y vivir de lo que nos dé la Madre Naturaleza, pero tú no puedes vivir lejos de este opus incertum.

—Latinajos a estas horas no, Ramón.

—Loqui qui nescit discat aliquando reticere.3

—¡Ramón! —dijo Josefina Blanco en un exabrupto.

Valle-Inclán arqueó las cejas detrás de sus quevedos y con su único brazo cerró la puerta de su estudio. Miró el escritorio con los libros apiñados. A su señora no le gustaba tener que apartar todos esos volúmenes del suelo cada vez que barría. En el centro justo estaban los libros de la señora Blavatsky, alguna obrita de Papus y otros libros teosóficos facilitados por Mario Roso de Luna. A Josefa no le gustaban esas majaderías ocultistas, pero en su última gira por América, él se había entretenido dando varias conferencias sobre esoterismo en Buenos Aires. Pero ahora toda su atención se centraba en los libros que había encontrado en la tienda de Zaratustra. Vasco de Gama era para él casi un total desconocido, la historia sólo le interesaba de una manera coyuntural, ya que el pasado Luso, lo desconocía casi por completo. El primer libro no dejaba de ser una reimpresión vulgar de otro del siglo XVI, el Da vida e feitos d'El Rei D. Manoel: livros dedicados ao Cardeal D. Henrique seu filho / por Jeronymo Osorio; vertidos em portugués pelo padre Francisco Manoel do Nascimento. Escrita por Jerónimo de Osorio, describía en tres largos volúmenes la vida del rey Manuel el Afortunado y la misión encargada a Vasco De Gama por este rey para descubrir los restos de un reino cristiano en Oriente, el reino del Preste Juan. Pero el libro que realmente le llamó la atención fue: Viaje o capitaô mor a tumba Santo Tomas, volumen 1.

En él se narraban la verdadera misión de Vasco de Gama y el descubrimiento de la tumba de Santo Tomás, pero justo el relato terminaba en este punto y tan sólo el índice completo del segundo tomo se incluía en este primero. La historia de Vasco había obsesionado en aquel caluroso verano la mente del escritor. Llevaba días sin escribir una sola línea, a medio terminar se encontraba la obra La cabeza del dragón, casi terminada la del El embrujado, pero cada vez rondaba más por su cabeza la escritura de La lámpara maravillosa.

Miró el reloj, colocó sus apuntes y terminó por abandonar el estudio y dirigirse a la cocina. Su mujer había colocado el sencillo mantel a cuadros, los vasos, los platos y el vino. Don Ramón se llenó el vaso y paladeó por unos segundos.

—Menos mal que trajimos unas botellas de ribeiro. En Madrid es casi imposible encontrar un buen vino a un módico precio.

—Pues no apures muy rápido los vasos, que apenas quedan tres botellas.

—Vale mujer, ¿dónde está María?

—Durmiendo, ¿dónde va a estar? Como tú no conoces horarios, crees que los niños no necesitan sus buenos hábitos.

—Se ve que esta noche quieres discutir. Me ausentaré un par de horas.

—Pero si está la cena en la mesa.

—No tengo apetito.

Don Ramón salió al pasillo, se colocó el sombrero y abrió la puerta. Su mujer le siguió por el pasillo, mientras se limpiaba las manos en el mandil.

—¿Cómo vas a irte sin probar bocado?

—Este calor me tiene desganado. Prefiero darme un paseo y despejarme un poco.

—No irás a esa maloliente librería.

El escritor se escabulló por el rellano con sus pasos cortos. Bajó la escalera con parsimonia y apuntó hacia la calle. Todavía se observaban muchos viandantes y la luz eléctrica de las farolas iluminaba toda la acera. Don Ramón no se acostumbraba a las noches luminosas, tampoco le gustaban los ruidosos automóviles que corrían a toda velocidad por Recoletos, arrancando a la noche su sosiego estival. La maldita tecnología sólo había acarreado desgracias. En 1911, en una exhibición en el Hipódromo, un avión cayó sobre los espectadores causando muchas víctimas.

Don Ramón caminó por la calle de Alcalá hasta la altura del teatro Apolo y se perdió por una de las callejuelas. La oscuridad le impidió ver bien durante unos segundos. Forzó las pupilas tras los quevedos y, por la intuición que dio Palas Atenea a Ulises, llegó hasta las puertas de La Cueva de Zaratustra. Desde la cristalera renegrida brillaba la exigua luz de un par de velas. Abrió la puerta y, observó a Zaratustra jugando a los naipes con uno de los pocos parroquianos que aguanta su humor de perros, un don llamado el Tuerto.

—De o grafías

—A Dios sean dadas —contestaron los dos hombres a coro.

—Padre y maestro mágico, veo que esta noche Morfeo está reñido con vos.

—Hay vigilias que iluminan la noche —contestó Ramón del Valle-Inclán.

—Seguramente ésta sea una de ellas.

—Hay nuevas de lo mío.

—Ayer iba a deshacerme de algunos de mis hijos, ya sabe que estos libros son como unos hijos para mí —dijo Zaratustra levantando los brazos ceremoniosamente—. Cuando aparecieron los dichosos libros del portugués. Mírelos allí, los muy pillastres.

Don Ramón notó el corazón acelerado y tuvo que respirar hondo antes de cruzar los pocos metros que le separaban de su deseado tesoro. No quería parecer impaciente. El librero seguramente quería inflar el precio de los volúmenes y la indiferencia era su única arma. Cogió el primero y observó la misma encuadernación rojiza y marrón y la inesperada ligereza del papel.

—Bueno, Zaratustra. No te robo más tiempo. Apunta lo que se debe, que ya pasaré mañana a reembolsarlo.

—Maestro mágico, me hallo sin liquido y preferiría que arregláramos ahora.

—¿Cuánto?

—Bueno, sabe que son tomos muy antiguos, una verdadera joya portuguesa...

—¡Maldito! ¡Estos libros estaban destinados a la fábrica de papel...!

—Por Dios, me cree capaz de tal fechoría. Creo que olvida, don Ramón, que en esta cueva se guardan los tesoros del saber.

El tuerto abrió su único ojo y comenzó a emitir un ruidito molesto que precedía a una carcajada contenida. Don Ramón, todo colorado, con los dos libros bajo su único brazo. Se acercó a la puerta. El librero salió de detrás del mostrador. Hasta ese momento la sola existencia de extremidades inferiores era tan sólo una hipótesis. Sus movimientos fueron lentos y torpes. Una columna de libros se volcó y desparramó los volúmenes por el escueto espacio. La nube de polvo hizo toser al tuerto y veló los ojos de Zaratustra. Cuando llegó a la puerta, don Ramón ya estaba a unos metros de distancia. No le siguió, era como si una correa invisible le atara a su cuchitril.

—No se preocupe, mañana arreglaremos cuentas —vociferó don Ramón al llegar a la altura de la avenida principal.

En la otra acera un viandante observaba la escena con mucha atención. La oscuridad no dejaba ver su porte elegante, el traje muy bien cortado, pero de talle alto y solapas minúsculas. En la cabeza un bombín y en la mano derecha un bastón labrado, terminado en un águila de marfil. El hombre comenzó a andar a cierta distancia de don Ramón y valoró la oportunidad de hacerse con los libros. Las calles comenzaban a despejarse y apenas circulaba algún coche. Después, se lo pensó mejor, se acercó a un taxi y antes de montarse dedicó una larga mirada al escritor que con los dos libros debajo del brazo, parecía totalmente ido en sus divagaciones.

Capítulo 7

Madrid, 11 de junio de 1914

La inquietante escena de la noche anterior logró desvelarle por completo. La suave llamada de Hércules a su puerta no le alteró en lo más mínimo. Se vistió con ligereza, tomó junto a su amigo un breve desayuno y, a propuesta de Hércules, recorrieron a pie la distancia que les separaba del hospital que iban a visitar. La gente se movía por las calles desordenadamente. Los coches pitaban a los peatones que cruzaban por cualquier parte cargados con todo tipo de cosas. A diferencia de Nueva York, donde la ciudad se dividía en espacios acotados, divididos por clases sociales y oficios, la algarabía de Madrid era claramente mestiza. El caballero y el albañil compartían la misma acera y, en ocasiones, un pequeño codazo podía dar ventaja al segundo en la carrera frenética hacia algún lugar. Lincoln notó la mirada de muchos transeúntes y los comentarios que suscitaba su rostro caoba en mitad de la calle de Alcalá. Los españoles, a diferencia de lo que había pensado en un primer momento, eran tan pálidos como los holandeses de Manhattan. Los que había conocido en Cuba tenían una tez cetrina, quemada por el sol de la isla. Incluso Hércules parecía profundamente cambiado. Seguía manteniéndose en forma. Un cuerpo musculoso, cargando las carnes de un hombre que bordeaba los cincuenta años. Tenía mejor aspecto. Había ganado algo de peso, su pelo estaba casi completamente blanco, pero seguía manteniéndolo largo, recogido en una coleta o suelto sobre los hombros. Sus ojos verdes, mantenían la fuerza y determinación, de las que se sabía capaz y su cara estaba completamente limpia de arrugas y manchas.

—¿Qué piensa, querido amigo? —preguntó Hércules de sopetón y Lincoln se paró en seco, como si le hubieran despertado de un sueño. Le miró y sonriendo comenzó a andar de nuevo.

—Su aspecto, pensaba en que su aspecto ha cambiado, pero le sigo viendo en forma.

Hércules esbozó una sonrisa y ajustó la solapa de su sombrero blanco. Era formidablemente esbelto entre la multitud. El traje, cortado por los mejores sastres de París, resaltaba su espalda, pero disimulando algo su corpulencia.

—Me mantengo en forma, monto a caballo y doy largos paseos por esta hermosa ciudad.

—Le puedo asegurar, que yo ya empiezo a sentir los primeros achaques —dijo Lincoln poniendo una mano sobre sus doloridos riñones—. Por las noches me cuesta mucho dormir y sufro unos terribles dolores de cabeza.

—Usted no cambiará nunca.

Hércules hizo un gesto quitando importancia a los comentarios de su amigo y señaló hacia el final de la calle.

—Ese es el Hospital Santa Cristina. Allí nos dirigimos.

—El hospital donde han internado a los tres profesores —comentó Lincoln recuperando el interés por la verdadera causa de aquel paseo vespertino.

—Los tres están ingresados en una planta especial, aislados del resto de los enfermos. En varias ocasiones sus embajadas los han reclamado, pero como comprenderá, no podemos satisfacer sus demandas sin descubrir qué misterio se esconde detrás de estas extrañas automutilaciones. Y por qué los profesores continúan en estado catatónico.

—¿No han hablado ni una sola vez?

—Querido Lincoln, esos desdichados caballeros, no sólo no han proferido palabra, además se han negado a comer, moverse o reaccionar ante cualquier estímulo.

Lincoln se agarró la barbilla y recorrió los últimos metros en silencio. En Nueva York había visto algunos casos parecidos, pero solía darse en personas de poca capacidad intelectual, en algunos desde el nacimiento o por un suceso trágico muy agudo.

Entraron en un edificio de ladrillo rojo de aspecto austero, aunque no muy viejo. Recorrieron varios pasillos azulejados de blanco y se cruzaron con unas monjas de aparatosos sombreros. Subieron por unas escaleras amplias, pero poco iluminadas. No había ni rastro de enfermos, aunque el hospital estaba a pleno rendimiento. Al llegar a la última planta, se encontraron con una puerta blanca con ojo de buey y un hombre sentado frente a una minúscula mesa. El individuo vestía de paisano, pero tenía el inconfundible aspecto de los agentes de policía. Arrogancia desgarbada y tendencia a la holgazanería, producida por los largos periodos de inactividad. Hércules hizo un ligero gesto y los dos hombres cruzaron la puerta. Atravesaron el pasillo y, en la última puerta, se detuvieron.

—¿Se puede? —preguntó Hércules llamando con los nudillos—. Buenos días, doctor Miguel Sebastián Cambrisés.

—Pasen, por favor, está abierto.

—Buenos días —dijo Hércules extendiendo la mano—. Me acompaña el inspector George Lincoln. Un reputado criminalista de los Estados Unidos.

—Encantado —contestó el doctor incorporándose e invitando con un gesto a los dos hombres para que tomaran asiento—. Me imagino que viene por el caso de los desdichados profesores. Señor Guzmán, no puedo añadir mucho sobre lo que ya le dije. El profesor von Humboldt sigue en estado catatónico. No hemos conseguido que pronunciara palabra, no ha comido ni bebido en estas semanas. Únicamente el suero le mantiene con vida, pero se encuentra extremadamente débil.

—¿Ha logrado acceder al historial médico del profesor? —preguntó Hércules.

—Nos han remitido desde el hospital de Colonia el informe médico del paciente y puedo asegurarles que el profesor von Humboldt no padecía ninguna enfermedad psíquica ni física. Pero espere que les lea algunos datos que necesitarán para su informe.

El doctor se levantó sacó unas hojas de un archivo metálico a su espalda y por unos instantes pudieron observarle de cuerpo entero. Su piel morena, sus ojos marrones y el color grisáceo de su mentón le daban un aire sureño. Su bata estaba impoluta y en el bolsillo sobresalían dos plumas estilográficas. El hombre adelantó el informe y lo puso al alcance de Hércules, este negó con la mano y dijo:

—Doctor, por favor, proceda. Muchas veces la jerga médica es un galimatías para los profanos, usted podrá ayudarnos a entender mejor el informe.

—Como no. Les daré una copia del informe, por lo que no me detendré en pormenores. —El doctor se puso los anteojos y comenzó a leer con voz aséptica—. Von Humboldt, varón, 55 años, 1,80 de estatura, 71 kilos de peso, complexión delgada; enfermedades: la polio, que le dejó una leve cojera en la pierna derecha, sarampión y varicela. Ninguna enfermedad en la edad adulta, un varón perfectamente sano.

—¿Cuáles son los daños producidos en sus ojos? —preguntó Hércules adelantando el cuerpo y apoyando un brazo sobre la mesa. Lincoln continuó tomando nota. Conocía la memoria de su viejo amigo, pero por unos instantes pensó que había algo de arrogancia en su aptitud.

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