Read El traje gris Online

Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (2 page)

—Está firmada por Filippo Palmisano,
dottore
.

—Pero ¡qué dice! ¡Si es anónima!

—Es como si estuviera firmada, créame.

—¿Y quién es ese Palmisano? —Una pregunta que sólo podía formular alguien como Febo Germosino, ascendido hacía apenas dos meses al cargo de director de sucursal y enviado desde Florencia a Montelusa.

—Es el capo de la mafia local,
dottore
. Dicen que tiene tres muertos en la conciencia.

Germosino palideció de golpe y empujó la carta con la punta del abrecartas.

—¡Llévela enseguida a los carabineros!

—¿Está de broma? Palmisano me mandaría pegar un tiro hoy mismo.

—Pero ¿qué quiere ese Palmisano?

—Una concesión de crédito prácticamente ilimitada. Hace quince días ganó el concurso de adjudicación para la construcción de un viaducto y anteayer ganó otro para...

—Bueno, si ésa es la situación...

—Son obras públicas. Ha ganado los concursos obligando a los demás competidores a retirarse.

—Pero si los ha ganado legalmente...

—Pienso que correríamos un riesgo enorme, dado el personaje...

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—¿Puedo actuar a mi manera?

Así había empezado su brillante carrera. Germosino les habló a sus jefes de su valor y su entrega al banco, y él se ganó fama de saber hacer las cosas, de conocer el arte de la mediación, de resolver las situaciones más delicadas.

La segunda carta se remontaba a dos años después de su nombramiento como inspector.

La sangre de Stefano Barreca

caerá sobre ti y sobre tu hijo.

Sin duda la enviaba el hermano del cajero de la sucursal de Albanova, que había cometido un desfalco de unos treinta millones, todos perdidos en juegos de azar en las timbas de su pueblo y de los pueblos vecinos. Para no acabar en la cárcel, se había pegado un tiro. Y adiós muy buenas. ¿Qué pretendía el hermano, subsecretario de Hacienda? ¿Que él, por compasión o generosidad, no cumpliera con su deber? Pero aquel acontecimiento también le sirvió: no sólo era un hombre que sabía resolver las situaciones difíciles sino que, además, era capaz de mirar a cualquiera a la cara.

La tercera carta, recibida a los tres años de su boda con Adele, rezaba:

¿Sabes que tienes más cuernos que un cordero castrado? Pregunta a tu señora qué hacía ayer por la tarde a las cinco en el motel Regina.

Y aquella misma noche él le había preguntado mientras cenaban:

—¿Qué has hecho hoy?

—Esta mañana me he quedado en casa. Después he salido y he estado toda la tarde con Gianna.

Gianna, su amiga del alma, la que conocía todos sus secretos, la cómplice perfecta. Ya no tuvo ganas de seguir preguntando; es más, se arrepintió de haber hecho una sola pregunta. Aparte, ¿de qué le serviría saber más?

Se levantó y fue a cerrar la caja de seguridad, dejando las cartas encima del escritorio. Antes de volver a sentarse, echó una mirada distraída por la ventana. Se sobresaltó.

El vehículo del banco estaba aparcado junto a la acera, con la puerta entornada y el chófer de pie a su lado, listo para abrirla del todo en cuanto lo viera aparecer.

¿Qué estaba haciendo? Se acercó cauteloso a la ventana, colocándose de tal manera que si el chófer levantara los ojos no pudiera verlo detrás de los cristales.

¿Quizá, en el transcurso de la ceremonia de la despedida, había concertado una cita con algún compañero suyo y ahora lo había olvidado? ¿Con Verdini, tal vez? Sí. Verdini, que ocuparía su lugar, le había murmurado que tenían que verse... Pero estaba seguro de que no habían dicho cuándo.

Sin embargo, había poco que pensar. Si le habían enviado el coche, estaba claro que...

¡Tenía que ponerse una corbata!

Y justo en ese momento vio que el chófer sacaba un móvil del bolsillo y se lo llevaba al oído. Luego cerró la puerta trasera, se sentó al volante, arrancó y se fue. Evidentemente habían olvidado decirle que ya no tendría que ir a buscarlo. Se sentó y contempló de nuevo las cartas. Pero ahora ya había tomado la decisión. Acercó el enorme cenicero de cristal que estaba allí como adorno —hacía diez años que había dejado de fumar—, abrió el último cajón del escritorio, encontró una caja de cerillas al lado de un paquete de cigarrillos sin abrir, encendió un fósforo y prendió fuego a la primera carta.

Cinco minutos después, en la estancia se aspiraba un desagradable olor a humo y en el cenicero había un montoncito de ceniza negra.

Fue a abrir la ventana para renovar el aire y vació el cenicero. Poco después cerró la ventana y volvió a sentarse.

De manera autónoma, sin que el cerebro le hubiera dado ninguna orden, su mano izquierda se desplazó hacia un lado del escritorio, pero, al no encontrar lo que cada mañana encontraba, se quedó en suspenso en el aire.

Mientras contemplaba perplejo su propia mano, se dio cuenta de que había hecho el gesto de coger los periódicos. Los que el ujier le dejaba siempre en el mismo sitio. Y que en aquel momento, muy probablemente, estaría leyendo Verdini.

Los periódicos eran, aparte los dos diarios sicilianos,
Il Sole-24 Ore, Il Corriere della Sera, La Stampa y La Repubblica
. Siempre empezaba por
Il Corriere
. Estaba seguro, en cambio, de que Verdini empezaría por
Il Sole
.

Más que leerlos, los hojeaba distraídamente, deteniéndose tan sólo en las páginas de economía y en las crónicas de sucesos; aparte de las necrológicas, que leía con suma atención.

Empezó a agitarse inquieto en el sillón, como si la ausencia de aquellos periódicos representara una sustracción indebida.

En determinado momento no aguantó más. Tener aquellos periódicos encima del escritorio se convirtió para él en una necesidad absoluta e improrrogable. Pulsó la tecla del interfono y Giovanni contestó de inmediato.

—Vaya a comprarme los periódicos. —¿Los mismos de cada domingo? —Sí. Ah, Giovanni, a partir de ahora cómprelos todas las mañanas y déjemelos junto con el café. Sonó el teléfono.

Agarró el auricular como un sediento agarra un vaso de agua. A aquella hora, en el despacho ya habría atendido unas quince llamadas.

—Hola, papá, ¿eres tú?

Era Luigi, desde Londres. Se alarmó, pues las llamadas de su hijo solían ser para comunicar noticias desagradables. Una vez sus valores bursátiles habían sufrido un desplome, otra vez se había fracturado un brazo, una tercera se había dado de tortas con un desconocido... Y siempre utilizaba una voz quejumbrosa y necesitada de consuelo. Un consuelo que él no había podido darle, incapaz de sustituir a la madre desaparecida.

—Sí. Hola, ¿cómo estás?

—Estamos bien. Mejor dicho, superbién. Te he llamado al banco, pero me han dicho que...

—A partir de hoy soy un jubilado más.

—Disfruta, papá. Te lo mereces. Quería decirte que dentro de cuatro meses, aparte de jubilado, serás también abuelo.

Se quedó literalmente sin resuello.

No a causa de la emoción. ¿Qué emoción podía experimentar ante la idea de ser abuelo de una criatura a la que probablemente jamás vería y con la cual no tendría el menor trato? Un verdadero abuelo es el que acompaña al nieto a la escuela, lo lleva a los parques, lo ve crecer día a día... Era el estupor lo que lo había dejado sin resuello, pues había olvidado que su hijo se había casado el año anterior. Ni siquiera recordaba el nombre de su esposa inglesa.

—Qué... qué buena... Tu mujer...

—Jackie está estupendamente bien. Si te apetece y quieres venir a conocer a tu nieto, tenemos una pequeña habitación para invitados, con una cama individual, donde puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Y ahora tengo que dejarte. Adiós, papá.

—Adiós, y dale recuerdos a...

Luigi ya había colgado. Todavía estaba un poco sorprendido. Pero de inmediato pensó en la diplomática frase de su hijo acerca de la pequeña habitación de invitados con una cama individual, que traducida significaba: «No te atrevas a presentarte con tu mujer.»

Su hijo jamás le había perdonado la boda con Adele. Hijo único, siempre había estado demasiado encariñado con su madre. Y al morir Michela, el muchacho se desesperó tanto y se encerró tanto en su dolor que él, para distraerlo, lo envió un tiempo a Londres, a casa de un primo suyo que trabajaba en la City. Luigi volvió cambiado, más distante, y a menudo se lo veía como ausente, quizá cavilando alguna idea. Tras obtener la licenciatura, regresó a Londres y adiós muy buenas.

Antes de la boda con Adele, no pasaba ninguna Navidad sin que Luigi se presentara en Montelusa, pero desde entonces no había regresado. Pocas cartas, llamadas trimestrales. Bien mirado, había cambiado un hijo por una esposa. ¿Había ganado o había perdido? Tal vez, ahora que en la fluctuante balanza Luigi iba a colocar el peso de un nieto... Ligera llamada a la puerta.

—Los periódicos, señor.

Cogió el
Corriere
, pero, en lugar de abrirlo por las páginas de economía, se puso a leer las esquelas. Ahora podía permitirse dar prioridad a las noticias necrológicas, recorriendo uno a uno y a conciencia los nombres que componían las interminables listas de quienes participaban en el duelo.

Se abrió la puerta del estudio e, inesperadamente, apareció Adele. Debía de haberse despertado hacía un momento, pues iba en bata y zapatillas, aún envuelta en el aroma de la cama. Elegantísima y evanescente, parecía irreal, la copia exacta de una diva americana del cine en blanco y negro.

¿Desde cuándo no había ido a verlo a su apartamento? Desde hacía años, seguro. Pero ¿cuántos? ¿Cuatro? ¿Cinco? Ahora que acababa de cumplir los cuarenta, estaba todavía más guapa que el día de la boda, diez años atrás.

Él experimentó un súbito y punzante deseo de su cuerpo, pero no se movió, no abrió la boca; esperó a que hablara ella.

—¿Qué tal tu primer día de jubilado?

—Bien. Siéntate.

—No puedo; tengo que irme volando. Estoy...

Quería retenerla y le dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

—Acaba de llamar Luigi.

—¿Qué quería?

—Anunciarme que van a tener un hijo.

—Ah, qué bien. Bueno, quería decirte que hoy como con Gianna. Nos vemos esta noche a la hora de la cena. ¿Vale?

—Vale. ¿Y Daniele?

—Daniele almuerza en el comedor universitario. —Se detuvo en la puerta y se volvió para mirarlo—. Oye, no te has puesto corbata.

Cuando Adele salió, él permaneció inmóvil, inspirando hondo para captar el leve aroma de su piel que había quedado en el aire.

2

P
ero él lo sabía mucho antes de recibir el anónimo. Había sido por casualidad, justo a mediados de su tercer año de matrimonio. Acudía a una cita con uno de los clientes más importantes del banco, el
commendatore
Ardizzone, que se había roto una pierna y no podía moverse de casa. Administrador delegado de una destacada empresa de importación y exportación de la isla, Ardizzone había amenazado con cambiar de entidad bancaria por los reiterados desaires, a su juicio deliberados, que sufría por parte del banco. Un simple pretexto, pues el banco habría lamentado mucho perder un cliente como Ardizzone y jamás se habría permitido la más mínima grosería con él. La verdad es que al señor administrador delegado ya no le bastaba lo que el banco llevaba años pasándole bajo mano. Y por eso esta vez las negociaciones estaban siendo largas y difíciles.

Ardizzone vivía en un chalet fuera de Palermo, y para llegar allí había que tomar un cruce de la carretera estatal de Catania. Él iba solo con su coche particular; si ni siquiera se enteraba el chófer del banco, mejor.

«La cosa que menos se sabe es la que sale mejor», según un antiguo proverbio que él había adoptado como norma de conducta bancaria.

Puesto que no conocía el camino —era la primera vez que iba al chalet de Ardizzone— conducía despacio. Nada más enfilar el cruce, a la derecha, había un sórdido motel con el letrero «Motel Regina» colgando ladeado y apagado.

Entonces vio a Adele, quien, tras bajar de su coche en la explanada de acceso, se dirigió a paso rápido a la entrada del establecimiento, en cuyo interior desapareció. Por un instante estuvo seguro de haberse equivocado, pero le bastó con mirar la matrícula del vehículo para confirmar que había visto bien. Inmediatamente después, un sujeto desaliñado salió del motel, subió al coche de Adele, lo llevó hasta delante de un garaje y, tras abrir la persiana metálica con un mando a distancia, lo dejó aparcado al lado de un BMW.

Sin darse cuenta, él había aminorado la marcha hasta casi detenerse. Para sujetar bien el volante antes de acelerar, tuvo que pasarse las manos por las solapas de la chaqueta, pues de golpe se le habían empapado de sudor.

Durante su reunión con Ardizzone se mostró hábil, sagaz, brillante y amablemente expeditivo como nunca antes. A Ardizzone, viendo cómo caían uno a uno todos los argumentos que aducía para justificar su voluntad de cambiar de entidad bancaria, no le quedó más remedio que aceptar la razonable propuesta que él le hacía.

Una hora y media después de haber pasado por delante del motel, se encontró de nuevo en el mismo sitio.

A la derecha, la carretera estaba flanqueada por un seto bastante alto y tupido de ciruelo silvestre. Dio marcha atrás, pasó por encima de un arcén poco profundo y estacionó el coche unos metros más allá, en un hueco del seto, a resguardo de miradas curiosas y con una buena vista de la entrada del motel.

No había ningún coche en la explanada, pero estaba seguro de que su mujer se encontraba todavía dentro. Había transcurrido poco tiempo; seguramente Adele y su amante aún estaban retozando en la cama.

Porque Adele necesitaba una hora y media sólo para empezar.

—¡Procura pensar un poco, papá! ¡Entre tú y esa chica hay un cuarto de siglo de diferencia! —le había dicho Luigi casi a gritos—. ¡Reflexiona, por Dios! ¡Tiene la misma edad que yo!

—Ella también es viuda, como yo.

—¡No digas chorradas, papá! ¡Tú eres un viudo de cincuenta y cinco años, y ella, una viudita de treinta!

Cuando el presidente en persona se lo presentó, Angelo Picco era un joven treintañero y todavía soltero.

—Quisiera que lo tomara como ayudante personal para que pueda aprender de alguien con su experiencia. Se lo agradeceré mucho.

Él buscó información y se enteró de que el joven era el sobrino predilecto de un alto funcionario del Banco de Italia. Lo tuvo a su lado durante tres meses y al cabo se convenció de que no merecía la pena. No porque Angelo Picco fuera duro de mollera —al contrario, era rápido e inteligente—, sino porque las actividades bancarias le importaban un bledo. Lo único que lo apasionaba eran las motocicletas y todo lo que giraba a su alrededor. Tenía una potente moto con la que iba al banco y que aparcaba estratégicamente para poder verla desde su despacho. De vez en cuando se acercaba a los ventanales y le lanzaba una mirada de enamorado. Había guardado en un cajón la cajita con cien tarjetas de visita que el banco le entregó, «
Dott
. Angelo Picco Asistente del Vicedirector General», y se había olvidado de ella.

Other books

Love M.D. by Rebecca Rohman
Melt by Natalie Anderson
Last of the Amazons by Steven Pressfield
Past Lives by Chartier, Shana
A Bespoke Murder by Edward Marston
The Adam Enigma by Meyer, Ronald C.; Reeder, Mark;
Dead Letter Day by Eileen Rendahl
Just My Type by Erin Nicholas
No Pain Like This Body by Harold Sonny Ladoo