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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (2 page)

—Acabamos de inaugurar el dormitorio —informa.

Insatisfecha, Claire se mira las piernas desnudas y el vello púbico, negro, y se siente algo estúpida.

Clive sale.

—Bueno, vamos a ver el resto, ¿te parece?

—Un momento.

Entra en el baño, en la mano la ropa interior y los pantalones cortos. No tenía mucho sentido ponérselos antes. El baño es grande, de mármol. Las toallas, de una suavidad decadente. Hay dos lavabos, un bidé y una ducha de acero reluciente con distintos chorros que probablemente valga lo que ella gana en un mes. Hay otro televisor, oculto tras el espejo. Se echa agua en la cara y le da rabia que no se le haya ocurrido traerse el neceser. No tiene cepillo para el pelo ni pintalabios.

—Venga, vamos —la apremia Clive—. Me muero de hambre.

Ella sale.

—Estás preciosa —dice, contoneándose—. ¿Quieres otro repasito? —Le guiña un ojo y le da un beso en la mejilla—. Toma, pensé que te gustaría. —Le ofrece una copa de champán a modo de recompensa. Él también tiene una—. No vayamos a quedarnos atrás. Los demás ya han empezado.

En la piscina hay otras dos parejas, las mujeres recostadas en tumbonas y los hombres sentados a una mesa con una champanera. Hace mucho calor. Claire cierra los ojos debido a la luz. Le presentan a Derek y a una rubia que no hace ademán de levantarse. Puede que se llame Irina, pero Claire no se entera muy bien. Busca un anillo de boda, pero no lo ve. Irina habla con un acento que Claire no es capaz de identificar, y parece bastante alta. Está en forma. Derek es rechoncho y también inglés, lleva una camiseta roja del Manchester United, y en la muñeca, un reloj enorme cuajado de diamantes. Estaba contando una anécdota divertida, y a todas luces no le ha hecho gracia que lo interrumpan.

La otra pareja está casada.

—Me llamo Larry —dice un hombre corpulento, algo calvo y con gafas—, y ésta es mi mujer, Jodie.

Jodie sonríe a Claire, volviendo la cabeza lo bastante para pasarle revista. También ella luce un reloj caro. Y varios anillos relucientes. Todos llevan un reloj caro. Claire no tiene reloj.

Jodie ronda los cuarenta y tiene un vientre firme, plano, enfundado en un biquini de color naranja, los pechos demasiado perfectos para ser naturales.

—Bueno, y vosotros dos, ¿dónde os conocisteis? —pregunta, y bebe un sorbo de champán.

Claire ve que Jodie tiene las uñas de las manos y los pies pintadas de oro mate, las venas de los pies y los antebrazos abultadas.

—En una fiesta en Nueva York, hace unas semanas —contesta Claire—. Fue…

—Amor a primera vista, ¿no, cariño? —apunta Clive entre risas, pasándole el brazo por la cintura.

—Habla por ti —bromea Claire—. Ingleses atractivos gestores de fondos de riesgo los hay a patadas últimamente.

Jodie sonríe. Ya ha estado ahí antes. Ha conocido a las otras mujeres de Clive, que está ufano.

—Bueno, chicos —proclama Clive—. En esta casa no hay nada de comer, y aunque lo hubiera, la cocina no es lo mío, así que he reservado mesa. Nos bebemos esto y nos vamos.

La comida se alarga bastante. Hay caviar y langosta a la parrilla, y vino. Invita Clive. «Ésta corre de mi cuenta —dijo cuando se sentaron—. Pedid lo más caro.»

Aunque hace calor, comen fuera, bajo unos parasoles verdes, con vistas a un puerto repleto de veleros. Clive señala el estrecho de Long Island y, a lo lejos, Connecticut. En su día era un puerto de balleneros, cuenta, uno de los mayores de la costa Este.

—Fundado por un inglés, naturalmente —añade—. Una especie de mercenario llamado Lion Gardiner. Su familia aún es la propietaria de toda una isla en el estrecho, obsequio de Carlos I. Quizá por eso me atrajo tanto este sitio. Creo que el bueno de Lion y yo habríamos sido grandes amigos.

Sobre sus cabezas revolotean gaviotas. De vez en cuando, una especialmente osada se posa y un camarero la espanta. Claire está sentada entre Clive y Larry, pero los hombres hablan entre sí, y no parece que tenga mucho sentido intentar meter baza, ya que la mayor parte de la conversación gira en torno a los mercados de derivados o al fútbol inglés, del que tanto Clive como Derek son grandes aficionados.

Claire bebe más vino de la cuenta y empieza a preguntarse cuándo podría coger el primer tren de vuelta a Nueva York. ¿La llevaría Clive a la estación o tendría que llamar a un taxi? A Clive no le haría gracia. Aunque no dice nada, Claire se siente aliviada cuando él propone ir a la playa. Las otras dos mujeres dicen entre dientes algo como que no les gusta la arena y si no podrían volver todos a la piscina, pero Clive y los demás hombres las abuchean.

Tras parar un momento en la casa para cambiarse, Clive acomoda a todo el mundo en el Range Rover.

—Soy el único que tiene el adhesivo para ir a la playa, y no hay nada que les guste más a los putos polis que poner multas de aparcamiento los fines de semana de junio.

Claire se sienta atrás, entre Jodie y Larry. Derek ocupa el asiento delantero, con Irina, la larguirucha, que está instalada cómicamente en su amplio regazo. Cuando llegan a la abarrotada playa, Clive, que carga con una nevera, echa a andar y se detiene cerca del agua, en un espacio libre minúsculo que queda entre otros dos grupos.

—Aquí por lo menos hay cobertura —explica, y abre una complicada silla plegable de nailon.

Claire lleva las toallas, parece una niñera de excursión a la playa con sus señores. Los otros se han quedado rezagados. Jodie se queja:

—Se me va a volar el sombrero, joder. Por favor, ¿se puede saber qué hacemos aquí?

Claire contempla el azul centelleante del agua y las pequeñas olas de crestas espumosas que rompen con suavidad en la arena. Los niños juegan, se ríen y se zambullen bajo las olas mientras padres y canguros los vigilan desde la orilla. La temporada no ha hecho más que empezar, y el agua está demasiado fría para la mayoría. El cielo sin nubes se extiende interminablemente, más allá de la curvatura del mundo. A Claire le gustaría estar allí sola.

—¿Más vino? —pregunta Clive, que está llenando copas.

Ella menea la cabeza.

—No, gracias. Es bonito, ¿no?

—Si estas casas cuestan tanto es por algo, preciosa. ¿Ves esa de ahí? Se vendió el verano pasado por cuarenta millones. Y hay una por allí que costó veinte millones el otro año. El nuevo propietario la echó abajo y construyó una todavía más grande.

—Pues yo no querría una ni regalada —asegura Larry—. ¿Tú sabes lo que cuesta mantener un mastodonte de esos? ¿Los estragos de la sal, la erosión de la arena de las dunas, los huracanes, los impuestos? Sólo un capullo con más pasta que cerebro se compraría una.

—Por eso yo la compré en el interior, colega. Soy un capullo con pasta y cerebro —añade Clive, guiñándole un ojo.

Jodie se acerca.

—¿Tenemos que quedarnos sí o sí? El pelo se me está poniendo fatal.

Clive se ha quitado la camisa. Tiene el torso tan bronceado como la cara, puro músculo. Es un forofo del ejercicio, practica yoga a diario, va al gimnasio con regularidad, toma vitaminas. Claire ve que las otras mujeres lo admiran. La envidian. Ella conoce ese cuerpo, lo ha tocado, lo ha probado. Pero hasta ahora no lo había visto fuera del dormitorio. A la luz del sol. Desvía la mirada, consciente del deseo que le suscita. Ella tiene los brazos blancos. Nunca se ha puesto tan morena como Clive. A ella le salen pecas.

—Bah, no te preocupes por el pelo, bonita —dice Clive—. El look playero se lleva mucho aquí.

—Qué gracioso, Clive. Acabo de ir a la peluquería, y no ha sido precisamente barato. —Se levanta un vientecillo que le vuela el sombrero—. ¡Mierda! ¡Larry! —Fulmina con la mirada a su marido, que sale corriendo detrás del sombrero—. ¿Qué te dije? —le espeta cuando vuelve. Todo es culpa suya: él es el hombre. Tendría que haberla protegido.

Larry hace una mueca y contesta:

—Clive, ¿te importaría llevarnos a casa? Es que Jodie no quiere quedarse.

Jodie está a escasos metros detrás, victoriosa, con los brazos cruzados.

Irina, que estaba tumbada en una toalla, dice:

—Yo también me quiero ir. Tengo arena por todas partes.

—Está bien —concede Clive, levantando las manos en señal de derrota—. Lo siento, cariño. Adiós al día de playa.

Claire titubea.

—¿Te importa si me quedo?

—¿Perdona?

—Me gustaría quedarme. Esto es precioso, y llevo mucho tiempo sin ver el mar. ¿Te importa? Puedo volver en taxi, si te causa mucho trastorno, pero es que me apetece dar un paseo y bañarme.

—El agua está helada —replica Clive, que consulta el reloj y luego mira el aparcamiento, hacia donde se dirigen ya sus otros invitados—. Mira, no pensaba pasarme el día haciendo de chófer, pero puedo venir a buscarte dentro de una media hora o así, cuando los haya dejado. ¿Te parece?

—Sí, gracias.

Ella ve que está sorprendido. Probablemente hace mucho que una mujer no se pliega a sus planes. En su mundo se supone que esas cosas no pasan. Un punto negativo para ella, que se da cuenta de que él ya está pensando a quién invitar el próximo fin de semana. Los otros ya casi han llegado al aparcamiento. Clive da media vuelta y los sigue, cargando con la nevera y las sillas. Ahora Claire se siente más ligera.

Lanzando un suspiro, mira la playa, se quita la blusa y los pantalones cortos y se queda en biquini. Le gusta sentir el sol y el viento en la piel desnuda. Donde se encuentra ella está lleno de gente, pero ve que hay espacio más allá. Allí es donde quiere estar, de manera que se pone en camino. Le agrada notar la arena entre los dedos. El sol de la tarde le calienta el rostro. Una ola más grande que las demás rompe a su izquierda, la espuma le cubre los pies. Suelta un gritito sin querer y da un salto. Se le había olvidado lo fría que puede estar el agua, pero no tarda en acostumbrarse a ella.

Cuando era pequeña su familia iba a la playa todos los veranos, y allí el agua siempre estaba fría. Tal vez incluso más. Alquilaban una casa vieja de paredes finas como el papel en Cape Cod, cerca de Wellfleet, una semana. Comían langosta y salían a navegar, y había arena en las sábanas, su padre jugaba al tenis con su vieja raqueta de madera, un olor a moho, que ella siempre asociaba al verano, impregnaba la casa. De eso hacía mucho tiempo, antes de que sus padres se divorciaran.

Deja atrás a varios surfistas que se balancean como focas en las pequeñas olas y se para a contemplarlos un rato. Uno de ellos empieza a remar con las manos y se levanta con inseguridad cuando la ola empieza a rizarse. Consigue mantenerse unos segundos antes de caer. Una chica guapa, de pelo largo aclarado por el sol, aplaude y silba. Claire piensa que sería estupendo saber hacer surf. Ojalá tuviera tiempo. Cree que no se le daría mal. Esquía bien, y solía bailar en el instituto, así que sabe que tiene buen equilibrio y las piernas fuertes.

Tras pasar un espigón de piedra tapizado de algas que se adentra en el mar, llega a un tramo de playa prácticamente desierto. Más allá, a lo lejos, hay otro espigón, y tras él lo que parece una laguna. Hay letreros en la valla de tela metálica que indican que está prohibido molestar a unas aves llamadas «frailecillos silbadores». A su espalda, en las dunas, se alzan imponentes mansiones, pero por el momento tiene la sensación de que la playa es toda suya.

El sol pega fuerte, y Claire decide nadar un rato para refrescarse. El agua está demasiado fría para meterse en ella sin más. Espera un instante en la orilla, contando las olas, reuniendo valor. Cuando llega el momento, echa a correr, levantando las piernas torpemente entre el agua espumosa, y se lanza de cabeza a una ola grande. El frío le causa impresión, pero mueve las piernas con brío y sale al otro lado del oleaje. Cuando para, lamiéndose la sal de los labios, se siente fuerte y limpia. Comienza a nadar braza, pero la corriente es más impetuosa y la frena. Claire se da cuenta de que no avanza mucho. Durante un instante se pone nerviosa, le preocupa no poder salir. A sabiendas de que si luchara contra la corriente se arriesgaría a agotarse, nada en paralelo a la costa hasta escapar de ella. Cuando deja de notarla, se deja llevar por las olas hacia la orilla y emerge del agua cansada.

—Deberías tener cuidado ahí.

Se vuelve y ve a un hombre de unos cuarenta años a su lado. Es guapo y fornido, el cabello rubio rojizo tirando a canoso. Algo en él le resulta familiar. Ha visto esa cara antes.

—Hay mucha resaca —le dice—. Cuando te metiste me quedé mirando, por si acaso, pero me dio la impresión de que te las arreglabas bien sola.

—Gracias. Hubo un momento en que lo dudé. —Respira hondo y se da cuenta de que ya no tiene miedo. Le sonríe. Es un hombre atractivo—. No sabía que en esta playa hubiera tantos servicios. Vosotros, los socorristas, ¿tenéis un sueldo o vais a comisión?

Él se echa a reír.

—Vivimos exclusivamente de las propinas.

—Vaya, no sabes cuánto lo siento. Como ves, no llevo dinero encima.

—No te imaginas la cantidad de veces que nos dicen eso. Quizá debiera buscarme un trabajo más lucrativo.

—Bueno, podrías diseñar una colección de biquinis con bolsillos.

—Es una gran idea. La propondré en la próxima convención de socorristas.

—Deberías. Me da rabia que haya tantos socorristas pasando hambre y salvando a la gente gratis. No lo veo justo, la verdad.

—Es que no lo hacemos por el dinero, sino por los laureles…, y por la gratitud, claro.

—En ese caso, gracias de nuevo por casi salvarme.

Él hace una pequeña reverencia.

—Fue casi un placer. Bueno, hasta luego. Y no te acerques a las corrientes.

Echa a andar playa abajo, hacia la laguna. Ella lo sigue con la mirada, cada vez más pequeño, y ve que se acerca a un grupo que está junto a unas canoas. Le entra frío. Tirita, se arrepiente de no haberse quedado con una toalla. De todas formas tiene que irse. Se hace tarde. Clive la estará esperando.

Esa noche están en la cocina, listos para salir.

—¿Adónde vamos? —pregunta Claire, que lleva un sencillo vestido blanco, el pronunciado escote cubriéndole los pequeños pechos.

Jodie parece calmada. Ha perdonado a Clive.

—Hay una fiesta. De un escritor al que conozco. Su mujer es un bombón.

—Yo quiero ir a discoteca —tercia Irina, que frunce los labios y se los pinta mirándose en el espejito de la polvera—. Mi amigo decir que son muy buenas aquí. ¿Me llevas, cariño? —le pregunta a Derek, que es mucho más bajo que ella, mientras le pasa la mano por el cabello, que le empieza a ralear.

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