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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (4 page)

Vuelvo con una botella de vino.

—Vamos fuera, lejos de este mogollón —le propongo a Claire—. Vente, Maddy.

Salimos los tres por la cocina y pisamos la hierba húmeda. Claire también se ha quitado los zapatos. Madeleine enciende un cigarrillo. Está intentando dejarlo. En el otro lado de la casa la fiesta está en plena ebullición. Esto está más oscuro. Delante, en la sombra, se entrevé un gran árbol con un columpio. La luna y millones de estrellas inundan el cielo nocturno. A lo lejos vemos las luces de una casa mucho mayor.

—¿La casa de tus padres? —se interesa Claire.

Madeleine asiente.

—Y a la izquierda la de Walter. Crecimos puerta con puerta, pero él conserva la suya.

Está demasiado oscuro para ver mi casa a través del entramado de árboles.

—Puede que el Derecho no tenga tanto glamour como escribir libros, pero da más dinero —observo.

—No te lo creas —tercia Madeleine—. Walter está podrido de dinero. Lo estaría aunque no fuera abogado.

Mi bisabuelo fue uno de los fundadores de Texaco. Sin embargo, a diferencia de muchas otras familias, nosotros nos las arreglamos para no perder el dinero.

—No cuentes todos mis secretos, Maddy. Quiero que Claire se enamore de mí, no de mi dinero.

—Por desgracia tu dinero es lo mejor de ti.

Claire no dice nada. Se está divirtiendo, lo veo. Es como estar junto al fuego: nuestra amistad le da calor, y agradece que la compartamos con ella. Tiene la sensación de que podría quedarse toda la noche oyéndonos bromear, no quiere renunciar a ello y volver al mundo que existe fuera de esta casa.

Pero ¿qué está pensando en realidad? Siempre es muy fácil saber qué piensa Maddy. En ella no hay nada engañoso. Pero ésta es más difícil. Es más reservada.

Medianoche. Ya hay menos gente. Un grupito se ha reunido en unos viejos sofás y sillones de mimbre en un rincón del porche. Harry ocupa el centro, junto con una pareja, Ned y Cissy Truscott. Ned era el compañero de cuarto de Harry en Yale. Un hombretón. Jugador de fútbol americano. Ahora es banquero. He representado a su empresa varias veces, sin reparar en gastos. A pesar de todo nos llevamos bien. Les tengo cariño a los dos. Claire está con ellos, escuchando como un acólito. Riendo a carcajadas, enseñando unos bonitos dientes. Tiene una risa preciosa, me recuerda a las campanillas de plata. Harry está hablando. Es un narrador excelente, como era de esperar.

Clive se acerca, se planta delante, quizá un tanto inestable, esperando una oportunidad. A esas alturas todo el mundo ha bebido bastante.

—¡Hola, Clive! —exclama Harry—. Ven a sentarte.

Harry también está borracho, pero lo lleva bien. Siempre lo ha llevado bien. Mañana estará en pie a las seis, silbando en la cocina.

—No, gracias —responde él—. Gracias por la fiesta. Claire, tenemos que irnos. Les prometí a éstos que iríamos a bailar, ¿te acuerdas?

—Ah. ¿No podemos quedarnos? Un poco más. Me lo estoy pasando muy bien.

—Venga, una copa —propone Harry—. ¿Para qué queréis ir a bailar? Podéis bailar aquí.

—Gracias —responde Clive con una sonrisa forzada—. Son mis invitados, y quieren ver todo lo que hay que ver… Peinar los Hamptons…

—Como quieras.

—Vamos, Claire.

Ella se levanta de mala gana.

—Muchas gracias, Harry. Por favor, dile a Maddy que ha sido un placer conocerla.

Harry también se levanta.

—Claro. Me alegro de que hayas venido. Cuidado con las corrientes.

Se marchan, y Harry empieza a contar otra anécdota divertida.

2

Pasan varias semanas. Es sábado por la mañana. Claire ha alquilado un coche. Va a casa de Clive. No lo ve desde aquel fin de semana. Ha estado fuera, en Extremo Oriente, le dijo. ¿O era Europa del Este? Para sorpresa suya, la ha vuelto a invitar a ir. Ella está a punto de rehusar, pero entonces él le dice que los han invitado a cenar en casa de los Winslow.

¿Que cómo lo sé yo? También estaba invitado. Lo interesante es que creo que fue idea mía.

«No hace falta que alquiles un coche», objetó Clive. Era mucho dinero para ella, pero insistió. No le dijo por qué. Más tarde me contó que no le gustaba depender de él, que quería poder ir a donde se le antojara y cuando se le antojara.

A medida que se acercaba a Southampton y la carretera 27 se iba congestionando cada vez más, Claire empezó a arrepentirse de haber ido en coche. El sol luce alto sobre los estériles pinos que bordean la carretera y se refleja en los techos de un denso torrente de coches caros que se dirigen al este y que impiden que Claire corra. Avanzan lentamente, dejando atrás estaciones de servicio y moteles, concesionarios de coches y puestos de granjeros. Desde esa carretera no resulta visible nada del glamour. Al otro lado de la mediana, en sentido contrario, los coches pasan a toda velocidad. Claire tiene calor y está irascible. Hasta la radio la molesta.

Cuando Clive llamó, ella casi había dejado de pensar en él y estaba lista para pasar página. Su compañera de piso, Dana, dijo que era tonta si dejaba en verano a un inglés rico y guapo con casa en los Hamptons. Que por lo menos aguantara hasta otoño.

Claire se pregunta, y no es la primera vez, por qué lo hace. Sabe que se acostará con Clive. Es un amante divertido, aunque egoísta, pero a ella ya no le interesa. No significará nada. Un pequeño precio que pagará. Se abrirá de piernas y después, cuando Clive haya terminado, las cerrará y se dormirá, y los dos habrán conseguido lo que querían. Me la imagino. Hará los ruidos oportunos, le clavará las uñas en la espalda, jadeará debidamente, gemirá agradecida. Claire no es lo que parece.

¿Quién es exactamente? Es medio francesa, me dijo después. Y está orgullosa de serlo. Eso hace que sea más exótica. Su padre era un oficial norteamericano con apellido irlandés, licenciado en una universidad de renombre, apuesto con su uniforme y generoso con su exigua paga. Sus padres se conocieron cuando él, destinado en una base alemana, estaba de permiso en París. Su madre era más joven, prácticamente recién salida del colegio de monjas, hija única de unos padres mayores. Su padre era profesor de la École Normale Supérieure. Vivían en una vieja casa en Asnières-sur-Seine, un municipio que tal vez sea más conocido por ser el hogar de la familia Louis Vuitton. He estado allí. Es increíblemente burgués.

Su madre se casó con él poco antes de que dejara el Ejército. Fue una ceremonia sencilla, que se celebró en la iglesia católica del lugar. Otro militar ofició de padrino. Fue algo apresurado, el pequeño bulto que sería Claire empezaba a ser perceptible bajo el vestido. Después se fueron a vivir a la ciudad natal de él, en Massachusetts, cerca de Worcester. El siguiente hijo, el hermano menor de Claire, no tardó en llegar, pero la madre nunca pudo acostumbrarse a los duros inviernos ni a los reservados habitantes de Nueva Inglaterra. El idioma se le atravesó, su acento era demasiado fuerte, demasiado extranjero. Claire recuerda a su madre retirándose a su habitación y pasando allí horas, días, cuando los largos meses oscuros envolvían la ciudad. Sólo volvía a sonreír cuando llegaba la primavera. Entretanto el padre de Claire se deslomaba. Trabajó de viajante, después de corredor de bolsa. Compraron una casa nueva, grande, de estilo victoriano, en un barrio deprimente. Él prosperó, pero nunca se hizo rico. Hubo años buenos y malos. Un Jaguar verde que en su día lució en la entrada fue sustituido por un Buick. Claire tenía una habitación para ella sola, igual que su hermano. Fue al colegio, sacó buenas notas, aprendió a patinar sobre hielo y a besar a los chicos. Su madre les enseñó francés, y los domingos los llevaba a misa.

Todos los años la madre iba a París con Claire y su hermano a ver a sus padres. Claire odiaba esos viajes. Sus abuelos le parecían viejos y distantes, reliquias de otro siglo, de otra vida. Lo que más le gustaba era pasear por las calles y los parques de París. Era un mundo inimaginable para sus compañeros de clase, que apenas habían ido más allá de las viejas fábricas que rodeaban su ciudad y para los que Boston estaba tan lejos como la luna. Veía a chicos franceses de su edad y fingía que quedaba con ellos, que la estaban esperando. Que le dejaban fumar sus cigarrillos y montarse en su escúter, bien agarrada a sus vientres planos y duros. En realidad ella, su madre y su hermano iban al Louvre, cómo no, y comían en cafés donde siempre pedían el plato del día. En una ocasión, como algo muy especial, su padre fue con ellos, y bajaron hasta Niza a pasar una semana en la playa. Para entonces el abuelo de Claire ya había muerto, y su abuela se le antojaba más distante incluso, sentada en una silla vieja junto a la ventana en aquella habitación familiar, opresiva, entre pastas de té rancias y olor a decadencia. Ése fue el último viaje. Poco después sus padres se divorciaron.

Su padre volvió a casarse. Se mudó a Belmont, y su mujer no tardó en tener una hija. Empezaba de nuevo. Claire tenía dieciséis años, vivía con su madre en la vieja casa y hablaba con su padre en vacaciones y en los cumpleaños. Cuando fue a la universidad, dos años después, ya sabía que el amor no se encuentra tan fácilmente. Que si lo quería, había que ir a por él. El caparazón protector que había ido desarrollando poco a poco finalmente se endureció. Claire no estaba enfadada con su padre, pero sabía que ellos dos no tenían mucho que decirse. Unas semanas después de que ella se trasladara a Nueva York, él le envió un cheque con una pequeña cantidad. En una nota breve decía: «Espero que te ayude a arrancar», pero ella no lo tocó durante muchos meses, a pesar de lo poco que ganaba, y al final lo rompió. Él nunca se lo mencionó.

Cuando Claire estaba en la universidad, su madre se trasladó a París para cuidar a su madre. A la muerte de la anciana, su madre heredó una pequeña cantidad de dinero y el apartamento, que vendió. No volvió a casarse. Claire fue a verla en una ocasión. No vivía en París, sino en Senlis, en su día residencia de reyes, en un pisito cerca de la catedral. Estaba mayor, pero más serena. Llevaba un pequeño crucifijo al cuello. Parecían más dos amigas charlando que madre e hija. Cuando Claire se marchó, su madre la abrazó, pero no dijo nada.

De todo eso hacía años. Ahora Claire había pasado a engrosar esa tribu de mujeres independientes que trabajaban sin ninguna seguridad ni una guía clara en la ciudad, confiando en encontrar el amor y, ya que no el amor, el éxito o algo que se le pareciera. Claire no era promiscua, pero estaba libre, lo que explica la presencia de Clive y de los hombres que lo habían precedido y de los que sin duda vendrían.

El tráfico había sido peor de lo que Claire esperaba. Cuando llega a casa de Clive, ya van mal de tiempo para ir a cenar.

—Te lo has tomado con calma, ¿eh? —comenta él, y la besa mecánicamente. Ya está vestido, en la mano una copa de champán. No le ofrece una.

—Lo siento, el tráfico —se disculpa Claire, y va corriendo al dormitorio para darse una ducha rápida y cambiarse de ropa.

Cinco minutos después baja a la carrera la escalera de fuera con los zapatos en la mano. Clive la espera con el coche en marcha.

—¿Todo bien? —pregunta, casi sin darle tiempo a cerrar la puerta, enfilando ya el camino de la entrada a toda velocidad, la gravilla salpicando el césped. Ella se pinta los labios y se peina en el coche—. Te dije que era una tontería venir en coche —insiste—. No me habría importado ir a buscarte. —Ella pasa por alto su brusquedad. No es a él a quien ha ido a ver.

Cuando llegan a casa de los Winslow aún hay luz. Por el oeste, el cielo empieza a teñirse de una llamativa mezcla de naranja y morado. Harry los recibe en la puerta. No le importa la hora que es.

—Pasad —los invita, el cabello mojado, acaba de darse una ducha. La camisa azul celeste se le pega al cuerpo. Tiene la nariz quemada por el sol—. Mira qué caso —comenta, ofreciéndoselo como si fuese un obsequio.

Claire le pone la mejilla y nota que sus labios le rozan la piel.

—Muchas gracias por la invitación —dice—. Cuando Clive me lo comentó me hizo mucha ilusión.

—De nada —contesta Harry—. Le causaste muy buena impresión a Maddy. Os traeré algo de beber.

A Claire la casa se le antoja más mágica que la vez anterior. No hay un montón de invitados hablando, riendo, flirteando. Esa noche ha vuelto a su ser, tranquilo, íntimo, una casa donde vive una familia, donde se comparten y guardan secretos. En la pared ve un pequeño cuadro en el que no se fijó la vez anterior. Una marina. En un marco muy elaborado, descolorido, una minúscula placa de latón con el nombre del artista: WINSLOW HOMER. Le sorprende y le impresiona. A Claire le gustaría poder mirarlo todo, estudiar las fotografías, aprender el idioma.

Harry está en el mueble bar. Tenemos una broma: siempre que uno de nosotros o, como sucedió en una ocasión, todos nosotros, nos encontramos en Venecia, vamos al famoso Harry’s Bar, al lado de la plaza de San Marcos, y birlamos un cenicero o un posavasos para traerlo aquí. En la pared hay una foto de Harry plantado delante de la puerta de doble hoja de cristales translúcidos del Harry’s Bar, con una sonrisa tonta, como si fuera el dueño. La sacó Maddy en su luna de miel.

—Ha sido un día redondo —comenta—. Ned ha alquilado un barco en Montauk y hemos pescado un tiburón cada uno. Madre mía, ha sido increíble. —Descorcha una botella de vino y hace una mueca de dolor—. Aunque me he hecho un corte en la mano. —Enseña la palma.

Claire y Clive ven que la tiene roja y con ampollas. Despacio, con delicadeza, Claire se la coge y la sostiene, pasándole los dedos por la piel herida.

—Te dolerá mucho —se compadece.

—Bah, parece más de lo que es. —Su mano se aferra a la copa—. Casi todo lo rojo es yodo.

—¿Qué has hecho con el tiburón? —pregunta Clive.

—Lo he llevado para que lo disequen. Lo voy a colgar en esa pared. Será un buen tema de conversación. Ya sabes cómo es la gente aquí: les va a chiflar —añade entre risas.

Salen al porche. En el césped, Ned le lanza discos de playa con cuidado a un niño rubio. Claire se da cuenta de que es el pequeño que manejaba la linterna la noche de la fiesta. Dejan de jugar cuando los ven, y el niño saluda con la mano.

—Ése es Johnny —la informa Harry—. Johnny, ven a decir hola a nuestros invitados.

El niño se acerca corriendo, las morenas piernas largas y delgadas como las de un potro. Claire ve que tiene los ojos azules de su madre y la nariz pecosa.

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