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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (8 page)

—Clive, no sé de qué estás hablando, pero es evidente que has bebido demasiado —dice—. Quiero que les pidas perdón a mi mujer, a Claire y a Cissy, y después quiero que pagues tu cuenta y te largues.

Clive parece nervioso, pero replica:

—¿Y si no lo hago?

—En ese caso te sacaré yo y te daré una paliza.

Para entonces Anna ya está en nuestra mesa, y los comensales de alrededor nos miran.

—¿Qué pasa aquí? Señor Harry, ¿qué está usted haciendo?

Harry suelta a Clive.

—Nada, Anna. Uno de tus clientes se va.

—Vete a la mierda, ‘Arry —le espeta Clive, recuperando la compostura mientras sale del comedor. Y a Claire—: Y a ti que te den por el culo, zorra.

Ned está a punto de ir tras él, pero Harry le pone una mano en el hombro.

—Déjalo, no vale la pena. —Y añade—: Perdóname, Anna. Espero que esto no le haya quitado el apetito a nadie.

—No me gustan estas cosas, señor Harry —asegura—. A ése no lo quiero volver a ver por aquí. Usted puede volver cuando quiera. Ustedes casi son de la familia, señora Winslow, señor Walter.

—Gracias, Anna. —A continuación Harry se vuelve hacia Claire, apoya las manos en sus hombros y le pregunta—: ¿Estás bien?

Ella asiente, los ojos rojos.

—Lo siento —se disculpa con voz ahogada—. Lo siento…

—A algunos hombres no les hace gracia que los dejen.

Alguien bromea para aliviar la tensión. Creo que soy yo.

—Harry —interviene Maddy, que se levanta con toda su clase—, me llevo a Claire al lavabo. Ven, Claire. Cissy, vente tú también.

Cuando vuelve, Claire no dice nada. No mira a nadie. Maddy se inclina hacia su marido:

—Creo que deberíamos irnos.

—Claro. Iré a pagarle a Anna.

La vuelta a casa transcurre en un silencio incómodo. Ned y Cissy van en su coche, los demás en el viejo todoterreno. Harry intenta quitarle hierro a lo sucedido. Por una vez su encanto natural no surte efecto. No hay manera de saber qué piensa Maddy. Se lo guarda. ¿De qué hablarán los dos, más tarde, en la cama, en la intimidad de su dormitorio? ¿Estará enfadada Maddy? ¿O asustada? Y ¿qué hará o dirá Harry? ¿Dirán algo? No tengo ni idea. Ése es territorio ignoto. Llevan casados casi veinte años, y son tan inseparables que ella incluso lo acompañó en las presentaciones de los libros.

Es Maddy la que salva la situación. Se da la vuelta en su asiento, mira a Claire, que va detrás conmigo, y dice:

—Espero que sepas que lo que dijo Clive me importa una mierda.

Ella sorbe por la nariz, agradecida.

—Gracias, Maddy.

—No. No tienes que darme las gracias. Es sólo que me pone mala que alguien como él piense que puede ir por la vida envenenando a la gente sólo porque no es feliz. Es un estúpido, y estaba intentando hacernos daño, a ti y a nosotros. Lo hemos herido en el amor propio y ha arremetido contra nosotros.

Pocas veces he estado más orgulloso de ella. Siempre ha tenido la capacidad de apartar la paja y centrarse en lo esencial.

Harry conduce, atento a la carretera. Mira a Maddy un instante y sonríe, y ella sonríe a su vez. La enojosa situación queda olvidada. El orden y la confianza han sido restablecidos. Harry pregunta:

—¿Le visteis la cara cuando creyó que le iba a pegar?

Maddy se ríe.

—¡Ya! Pensé que iba a echarse a llorar. Ahora que lo dices, ¿por qué no le diste? Dios sabe que se lo merecía.

—Las cosas ya no son como antes, cariño. No me extrañaría nada que hubiese ido a cenar acompañado de un ejército de abogados con la esperanza de que yo hiciera precisamente eso. Ya no se puede pegar a nadie sin que te demanden. Le pasó a un amigo mío hace unos años. Lo dejaron limpio. Los abogados le quitan la gracia a todo. Lo siento, Walter, no va por ti.

—Lo sé —contesto.

Maddy vuelve la cabeza hacia Claire.

—¿Clive habría hecho eso? ¿Sí? Dios mío, qué horror.

Claire, obligada a responder, contesta:

—La verdad es que no lo sé. Al principio era muy majo. Sólo le vi esa otra faceta cuando vinimos aquí. En Nueva York era encantador y atractivo, un triunfador…

—Todo un partido —comenta Maddy.

—Sí. No. Supongo. Pero aquí parecía tan distinto, tan, no sé, es que no era…

—No era ¿qué? —se interesa Harry.

—No era… —empieza a decir Claire, pero se contiene, y en su lugar añade—: No era auténtico. Sí, eso. Parecía un impostor, ¿sabéis lo que quiero decir? De repente aquí, en este sitio tan bonito, a vuestro lado, no sé, me parecía falso. Como un diamante de pega cuando se pone junto a uno de verdad.

Entramos en el camino. Hay algunas luces encendidas. La canguro está despierta. Es evidente que Ned y Cissy han ido directos a mi casa. Doy las buenas noches y sigo su ejemplo, avanzando como un monje ciego por un laberinto conocido.

6

Primer lunes de septiembre. Festivo. El glorioso final del verano. Ya anochece antes. El otoño está a la vuelta de la esquina. La gente lleva jersey cuando sale por la tarde.

Claire viene conmigo. Ha pasado con nosotros todos los fines de semana. Ahora es de la pandilla, forma parte de un núcleo que no cambia ni siquiera cuando aparecen en escena personajes secundarios en restaurantes, cócteles, tardes relajadas en casa de los Winslow o en la playa, noches de adivinanzas, paseos en mi pequeño velero, el noveno cumpleaños de Johnny, baños en el mar desnudos o sentadas bajo las estrellas escuchando a Verdi. Todos estamos morenos.

Insistí en que nos viéramos el jueves por la noche, le dije que llamara al trabajo y les contara que se había puesto enferma. De todas formas no habrá nadie, razoné. Todo el mundo se va. Saldremos a última hora de la tarde. Cenaremos y charlaremos. Es mi oportunidad para conocerla mejor. Este fin de semana se quedará en mi casa. Al igual que Ned y Cissy, que llegarán mañana. Este fin de semana los Winslow tienen otros invitados.

Pido martinis para los dos. Ahora ella también los bebe. Nunca más de dos, le dije en una ocasión. Repito una broma manida que dice que los martinis son como los pechos de las mujeres: uno no basta y tres son demasiados. Sabias palabras.

Estamos en un restaurante italiano de la ciudad. Lleva allí desde 1947. Los asientos de los reservados son de escay rojo y en la carta hay un dibujo de la torre inclinada de Pisa. Es el único establecimiento de Newtown Lane que queda de mi infancia. Hasta la ferretería ha desaparecido. Hay dos cosas que me gustan de él. Una, que es muy democrático. He visto a estrellas de cine comiendo junto a pescadores curtidos con sus familias. La otra es que hacen una pizza de masa fina exquisita.

Someto a Claire al tercer grado: dónde nació, dónde vivió, dónde fue a la universidad, qué estudió, por qué hace lo que hace, quién es. Mi mano derecha se muere de ganas de coger un bloc de notas para apuntarlo todo, pero más o menos me acordaré.

Claire es una testigo con buena voluntad, la ginebra le ha soltado la lengua. Y yo me porto lo mejor que sé, no me muestro agresivo, sino solícito, empático. Me habla de su padre; de su madre, francesa; de su hermano, menor, que vive en California, donde trabaja para una empresa de programas informáticos. Pero también sé que los testigos tienen sus propias motivaciones. Mentirán o tergiversarán datos si es preciso. Pueden estar resentidos o cerrarse, facilitando únicamente la información mínima. Otros quieren caerme bien, creyendo que eso influirá en mi interpretación de la ley.

Y es evidente que Claire quiere caerme bien. Muy a mi pesar no por razones románticas. No, para eso está demasiado relajada conmigo. Más bien me trata como a un jefe en potencia. Quiere ganar puntos, granjearse mi aprobación. Y es difícil resistirse a ella. Se ríe con mis bromas, me hace preguntas, me tira de la lengua para que cuente anécdotas. No hay nada que le guste más a un hombre que el sonido de su propia voz y un público agradecido, a ser posible femenino.

La conversación se dirige hacia Harry y Madeleine.

—Cuéntame cosas de ellos —pide—. Sé que conoces a Maddy desde siempre. Nunca he conocido a nadie como ellos. ¿De verdad son tan felices como parecen?

Para entonces prácticamente nos hemos terminado el vino. En el plato sólo quedan trozos de masa y unas tristes rodajitas de aceituna.

Me encojo de hombros.

—¿Quién sabe? Me refiero a que la felicidad es una quimera. La verdadera cuestión es si la felicidad pesa más que lo malo, porque en toda relación hay ambas cosas. Supongo que se trata de tener más de la una que de lo otro, y en el caso de Maddy y Harry yo diría que sí, que hay más felicidad. Los conozco bastante bien, y he de admitir que nunca he conocido a una pareja tan compenetrada. Funcionan bien y se divierten juntos.

No la culpo por ser curiosa. Algunas parejas causan ese efecto. Las envuelve un halo dorado, algo casi palpable que hace que brillen más que el resto de nosotros. Es como si fueran por la vida con un foco apuntándolos. Cuando entran en un sitio, es imposible no fijarse en ellos.

Me sonsaca. En cierto modo supone un alivio compartir secretillos. He visto y sé muchas cosas de ellos. Así debe de ser como se siente un criado, susurrando en la mesa de la cocina, con confianza, pero manteniendo cierta distancia.

—¿La ama de verdad?

Es una pregunta que yo nunca he formulado, que nunca se me ha ocurrido formular. La respuesta, para mí, es más que obvia: ¿quién no querría a Madeleine?

—Desde luego —contesto—. La suya es una de las mayores historias de amor de nuestro tiempo.

Suena irónico, pero lo digo en serio. Su historia no tiene nada de trágica ni fatal, como cuando el amor se ve frustrado o fracasa, como en una novela romántica. No son Tristán e Isolda, o Abelardo y Eloísa. No se me ocurren héroes de la literatura que sigan su paradigma. A su historia le faltan los obstáculos de la pasión. Se conocieron y se enamoraron. Una de las cosas más fáciles y al mismo tiempo más difíciles. Lo más novelesco en su vida es que saben mantener vivo su amor. Y no son egoístas con él; lo comparten con muchas personas. Eso es lo que nos atrae a los demás hacia ellos. No que él sea un escritor respetado o ella un bellezón, ni siquiera que vivan en una bonita casa cerca de la playa, ni ninguna de sus muchas otras cualidades. Es la fuerza de los lazos que los unen lo que nos atrae e inspira. Los miramos y queremos ser ellos. Todo eso, ni más ni menos, le digo a Claire. Probablemente esté un poco borracho y un tanto avergonzado con mi locuacidad.

Después, de vuelta a mi casa, le tiro los tejos.

—Walter, por favor, no —suplica ella—. No compliquemos las cosas.

Me disculpo. La idea de imponerse a una mujer es repugnante. Puede que si no pensara así me hubiesen besado más.

Al cabo de un rato, añade:

—Espero que no te importe.

—Claro que no —contesto, haciendo de tripas corazón—. Me pareció que era de buena educación, intentarlo al menos. No quería que te sintieras insegura.

Claire se ríe, me pone la mano un instante en la rodilla.

—Gracias, Walter. Me has hecho sentir mucho mejor.

Volvemos a ser amigos.

Llegamos, y en mi casa reina el silencio. Me doy cuenta de que ella nunca ha estado aquí. El centro de la actividad siempre ha sido la casa de Maddy y Harry.

—¿Quieres que te la enseñe? Te prometo que no me echaré encima de ti.

—Me encantaría.

La casa la construyó mi bisabuelo. La llamó «Dunemere». Por aquel entonces todas tenían nombre, pero hace mucho que nadie la llama así. Antaño la gente rara vez construía en la playa: prefería estar más cerca de la ciudad y las tierras de cultivo, y lejos de las tormentas que asolaban periódicamente la costa. A finales del siglo XIX los neoyorquinos acaudalados empezaron a erigir residencias en primera línea de playa, donde levantaron mansiones de verano, que todos los años abandonaban poco después de que empezara septiembre.

En los sesenta mi padre acondicionó el lugar para que pudiéramos pasar el invierno, principalmente las navidades. Aisló los muros, que no tenían dentro más que periódicos viejos y botellines de cerveza que dejaron allí los primeros albañiles, y también instaló una caldera en el sótano y radiadores en los dormitorios, pero sólo cuando murieron mis padres y heredé la casa empezó a usarse todo el año, aunque la cierro en enero y febrero y vacío las tuberías para que no se congelen.

A diferencia de muchas de las viviendas modernas de la zona, el interior es oscuro, las dimensiones modestas para una casa de ese tamaño. No hay sala de estar ni cocina familiar. Los agentes inmobiliarios la destinarían al derribo, ya que a la nueva hornada de compradores le resultaría demasiado anticuada. Es de estilo italiano: enlucido color crema en el exterior, algo que no parecería fuera de lugar en el lago Como o en Antibes. En fotografías antiguas en blanco y negro se ven toldos de listas en las ventanas. Se entra por un pasillo central de techos altos revestido del estuco oscuro que tan de moda estuvo en su día. El estuco la mantiene fresca. En las paredes hay retratos familiares y un gran tapiz gobelino desvaído que trajo mi abuelo cuando regresó de la primera guerra mundial. En línea recta, y saliendo por una gran puerta, hay un amplio patio de ladrillo, donde mis padres celebraron su banquete de boda. Da la vuelta a la casa entera y se abre a un jardín que baja hasta la gran laguna salobre que comunica con el océano. Flanqueando la puerta hay sendos retratos de tamaño natural de mis bisabuelos. Mi abuelo, de niño y vestido de marinero, está junto a su padre, con gafas y el gesto adusto. Al otro lado mi tía abuela, con miriñaque, el cabello largo, descansa en el regazo de su madre.

Una mesa larga ocupa la mayor parte del lado izquierdo del pasillo, encima hay un viejo libro de visitas encuadernado en piel. El libro prácticamente está lleno. La primera entrada tiene casi los mismos años que yo. Los libros más antiguos se encuentran en la biblioteca, repletos de caligrafía estilizada y nombres de personas que murieron hace tiempo.

—Escribe tu nombre si quieres —le digo.

Ella lo hace. Hasta ese momento no le he visto la letra, y no me sorprende que sea clara y elegante. La mía, como la de la mayoría de los abogados, es atroz. Claire escribe su nombre y la fecha, y a continuación: «Tienes una casa preciosa.»

A la derecha de la mesa está la puerta que da a un amplio comedor formal, escenario de numerosas e interminables cenas que me vi obligado a soportar de pequeño, a base de sopa y platos pesados preparados por Geneviève y servidos por Robert. Las paredes están recubiertas de papel pintado de la casa francesa Zuber, con escenas de El Dorado. Me encanta ese papel. Gracias a él uno entra en otra dimensión, y en las raras ocasiones que doy una cena formal aún soy capaz de perderme en sus mágicas junglas, bajar el Amazonas en canoa o rechazar a los indios con mi fiel revólver.

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