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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (5 page)

—Hola, ¿qué tal? —dice en voz baja mientras les tiende la mano, tal y como le han enseñado. Pero es un chico tímido: no los mira a los ojos.

—¿Qué tal, muchacho? —responde Clive.

—Hola, Johnny —dice Claire, agachándose para ponerse a su altura—. Soy Claire. ¿Cuántos años tienes?

La estoy estudiando: se le dan bien los niños, es evidente. Me figuro que trabajaría de canguro cuando iba a la facultad. Sería la mejor amiga de los niños.

—Ocho —contesta él, y apenas se le oye, pero al menos mira a Claire a los ojos—. Pero casi tengo nueve.

—¿Casi nueve? Entonces eres ya muy mayor. Yo tengo veintiséis. Y dime, ¿qué cosas te gusta hacer? A mí me gusta salir a navegar y leer libros.

—Mi papá escribe libros.

—Lo sé. He leído su libro. Me gustó mucho.

Johnny sonríe. Harry apoya la mano en el hombro de su hijo.

—Muy bien, chavalote. Es hora de cenar. ¿Qué es lo que se dice?

—Buenas noches. Encantado de conoceros.

Entra en casa, Claire lo sigue con la mirada, enamorada ya de él. Es mi ahijado.

Ned se aproxima. A pesar de su volumen, es muy rápido. Lo he visto jugar al tenis: aún es capaz de ganar a hombres más jóvenes y mucho más delgados.

—Hola. —Y dirigiéndose a Harry—: Ya tiene un buen brazo. Entrará en el equipo.

Harry sonríe distraído. Claire intuye que está pensando en otra cosa.

—Los jugadores de hockey hacen exactamente lo mismo que los de fútbol, sólo que nosotros lo hacemos sobre hielo y hacia atrás —puntualiza. Y acto seguido les dice a Claire y a Clive—: Tendríais que ver la mano de Johnny.

—Para mano la de las chicas. —Ned esboza una sonrisa sarcástica.

Hablan utilizando el lenguaje de cuando eran jóvenes. Los dos antiguos jugadores de hockey, miembros de la fraternidad Delta Kappa Epsilon. Harry estaba en el equipo de hockey, en el último año fue capitán.

Recuerdo noches largas y frías en el campo Ingalls Rink, arrebujado en una manta con Maddy, compartiendo mi petaca de bourbon, viendo jugar a Harry. Era bueno, muy bueno. Ella no podía dejar de mirarlo. Entonces Harry tenía el pelo más largo, más rubio. La miraba cada vez que marcaba un tanto, buscando su aprobación, aunque en el fondo sabía que ya contaba con ella. Ya eran inseparables.

Madeleine Wakefield era la chica más guapa del instituto. Era la chica más guapa allá adonde iba. Los hombres la rondaban, pero a esas alturas ella era inmune a esas atenciones. Directores de revistas y fotógrafos le habían pedido que hiciera de modelo, pero ella siempre decía que no. En su opinión la belleza no era algo que se ganaba, sino algo que venía dado, como ser zurdo, y no se paraba a pensar en ello. Mientras que las otras chicas se emperejilaban para las fiestas, pidiéndoles ropa a sus compañeras de habitación, poniéndose pendientes que sus madres habían rescatado del fondo de los cajones y les habían regalado para que los lucieran en una noche especial, Maddy nunca lo intentó. Solía llevar una camisa vieja de su padre, un jersey suelto y un vaquero. Así y todo, adondequiera que iba los hombres se olvidaban de la chica con la que habían salido y se la quedaban mirando, aunque pocos tenían el valor suficiente para abordarla, presintiendo que era diferente, incapaces de conocer a la persona que se ocultaba bajo esa belleza.

Yo la conocía, claro está. Siempre habíamos hablado de ir a Yale juntos, pero después de que ella fuera al instituto femenino de Maryland y yo al privado de Massachusetts, la realidad casi fue mejor que el sueño. Por aquel entonces ella tenía coche, un MG rojo antiguo, descapotable, que le regaló su abuela, matrícula MWSMG. El primer año de facultad fue una amalgama de fines de semana en Manhattan, clubes nocturnos y adormiladas carreras en el último minuto por la interestatal I-95, resacosos y animados, para llegar a tiempo a clase los lunes por la mañana.

Luego, en segundo, ella se enamoró de Harry. Estábamos en colegios mayores distintos: él en el Davenport, Maddy y yo en el Jonathan Edwards. Nos habíamos fijado en él, desde luego; en Mory’s, donde solía estar rodeado de sus amigos, bebiendo cerveza o celebrando su última victoria. Gozaba de popularidad y, sinceramente, es imposible imaginarlo de otro modo. A Maddy le cayó mal en el acto, algo que yo debería haber interpretado como una señal. «Se lo tiene muy creído», espetó, en esas noches en que estábamos sólo ella y yo, que eran la mayoría. Quería reírse de él y despreciarlo por lo que veía en él de sí misma. Sin embargo, volviendo la vista atrás, era como observar a dos leones rondándose: habría sido una lucha a muerte o toda una vida juntos.

Maddy y yo seguimos siendo amigos, ¿cómo podía ser de otra manera? Había sido mi compañera de correrías nocturnas desde la primera vez que se escapó por la ventana de la segunda planta para ir a coger luciérnagas juntos. De pequeños solíamos bajar por el camino de gravilla con la bici al lado para vernos e ir a medianoche a la playa, donde encendíamos fuego con la madera que llegaba a la orilla y escuchábamos el sonido de las olas lamiendo la arena mientras compartíamos nuestros pensamientos y sueños más íntimos.

No obstante, debíamos tener cuidado. Mis padres viajaban con frecuencia, y yo me quedaba solo al cuidado de Geneviève y Robert, una pareja suiza sin hijos. Geneviève, bajita y fornida, cocinaba. Robert conducía y se ocupaba del jardín. Los dos se metían en la cama a las diez y suponían que yo hacía lo mismo. Era hijo único, un ratón de biblioteca rechoncho, así que difícilmente se habrían imaginado que yo tenía esa vida secreta, nocturna. El padre de Madeleine sí suponía un problema: la habría molido a palos si la hubieran pillado escabulléndose. De todas formas, eso no la hubiera detenido.

Una vez que estábamos jugando a tenis le vi unos verdugones en los muslos cuando se inclinó a coger una bola. Su padre la había emprendido a correazos con ella. Quise hacer algo, pero ella juró que no era nada, que jugásemos otro set. Valiente era, desde luego. Lo sigue siendo.

La cena es estupenda: pez espada fresco, tomates y maíz, pan caliente y helado, todo ello acompañado de un vino blanco seco. Maddy hace el pescado a la parrilla de una manera especial, con ramas de pino, lo cual hace que sepa de maravilla. Nos sentamos bajo faroles de papel redondos, fuera, en un pequeño porche protegido con mosquiteras al que da la cocina. Hay más hombres que mujeres, de manera que me siento entre Clive y Cissy. Cissy es muy divertida. Menuda, rubia, capaz de hablar durante horas. Es de cerca de Filadelfia, de la zona residencial de Main Line. Ella y Ned llevan años intentando tener un hijo, en vano. Admiro el aguante de Cissy, el hecho de que no se compadezca.

Clive no para de intentar tirarme de la lengua sobre mis clientes, pero le doy largas. Cuando me canso de su insistencia, dejo de hacerle caso y escucho una de las anécdotas que está contando Harry, que, si mal no recuerdo, fue de cuando tenía diecisiete años y se estrelló contra un árbol a propósito para sacarle dinero al seguro. Incluso pidió prestadas unas protecciones de portero de hockey. El coche era una tartana, y esperaba hacerse con unos quinientos dólares. Creyó que cincuenta kilómetros por hora sería una buena velocidad, ni mucha ni poca, pero el impacto fue tal que lo dejó fuera de combate.

—Lo siguiente que veo es a un poli dándome en la ventanilla con la porra y preguntándome qué coño pasa y por qué llevo protecciones de hockey en pleno julio.

Nos partimos de risa. Claire, a la derecha de Harry, no puede estar más encantada. Ha estado ayudando a Maddy en la cocina y es la primera en ponerse de pie para quitar la mesa.

Está luciéndose un poco, quiere que sepamos que es algo más que la última conquista de Clive. Todos nosotros tenemos unos cuarenta años, y no podemos evitar sentirnos un tanto cautivados con su explosiva mezcla de juventud, belleza, pasión y cerebro. Resulta que hace el crucigrama del
New York Times
, que también es una de las distracciones preferidas de Harry. Se quejan con complicidad de la creciente influencia de la cultura pop en las pistas. Discuten sobre la reseña de un libro que los dos han leído no hace mucho, y coinciden en su pasión por Mark Twain. ¿Es la mejor noche de la vida de Claire? Eso creo.

Clive está al margen. No le gusta no ser la estrella. A esta gente no le impresionan su Aston Martin ni su superreloj ni la última vez que estuvo en San Bartolomé. Éste no es su sitio. Igual que el sitio de Claire no está a su lado. A mí me gustaría que Clive se fuera.

Después de cenar jugamos a las adivinanzas, otra cosa en la que Harry destaca. A medianoche todo el mundo está ya borracho, y Harry se levanta y dice:

—Es la hora.

Yo sé a qué se refiere. Y Ned y Cissy también. Maddy pone los ojos en blanco.

—La hora ¿de qué? —pregunta Claire, pero los otros ya se han puesto en marcha.

—La hora de ir a la playa —informa Cissy, volviendo la cabeza—. Lo hacemos después de todas las cenas.

—Id vosotros —decide Maddy, en la silla—. Alguien se tiene que quedar con Johnny.

Podría haberme ofrecido yo. Acostumbro a hacerlo. Pero esta noche no.

—Vamos —responde Claire mientras tira de un desconcertado Clive para que se levante y sale disparada hacia el viejo todoterreno rojo de los Winslow.

Delante, junto a Harry, Ned lleva una botella de vino. Se le traba un poco la lengua. Cissy va sentada encima. Claire y Clive se acomodan a mi lado, en el asiento trasero. La casa está cerca de la playa, a menos de cinco minutos en coche. A esta hora no hay nadie. La luna ilumina una senda en el agua. Notamos la arena fría en los pies.

Harry echa a correr hacia la orilla, quitándose la camisa primero y luego los pantalones, hasta quedarse desnudo, y lanzarse a las oscuras aguas dando alaridos. Ned y Cissy lo siguen de cerca; Cissy chilla al zambullirse. Yo soy más lento, pero de pronto veo a Claire a mi lado, también sin ropa. No puedo evitar fijarme en su cuerpo a la luz de la luna, sus pechos jóvenes, la redondez de sus caderas. Vislumbro un triángulo de vello púbico oscuro. Cosa de un instante, naturalmente. Está a mi lado y, un segundo después, en el agua. Me asalta el deseo al verla correr. Sólo quedamos Clive y yo. Me bajo los pantalones. «Qué coño», farfulla, y también se quita la ropa. Nos metemos juntos.

De noche el mar siempre parece mucho más en calma. Es como un lago grande, las olas apenas son ondas. El agua nos llega por la cintura. La mayoría de las mujeres se agazaparía en el agua, escondiéndose. Claire no. Empiezo a tener más claro que no es como la mayoría de las mujeres. Harry y Ned se están echando agua como dos niños pequeños. Ella se les une, riendo, salpicando con ganas. Resulta imposible no mirarla. Clive permanece a un lado, como si fuera un intruso en lugar del amante de Claire. Después Cissy se sube a hombros de Ned y se tira de cabeza elegantemente.

—Yo también quiero —dice Claire. Pero en lugar de subirse encima de Ned, o Clive, se sitúa detrás de Harry y le coge las manos. Él se agacha obedientemente bajo el agua mientras ella le pone los pies en los hombros. La levanta con facilidad, y ella se mantiene en equilibrio un instante, le suelta las manos, extiende los brazos y echa atrás la cabeza antes de lanzarse con soltura. Cuando reaparece, se aparta el pelo mojado de la cara y grita—: ¡Quiero hacerlo otra vez!

Harry se agacha de nuevo, de espaldas, y ella se encarama sobre él con seguridad. Nuevamente le suelta las manos y se sostiene, pero esta vez vacila y cae estruendosamente al agua. Harry la ayuda a salir.

—Cuidado —le dice entre risas.

—Mi socorrista preferido —comenta ella riendo, y le da un beso mojado en la mejilla y un abrazo fugaz, sus pezones rozándole el pecho—. Me has vuelto a salvar otra vez.

Se le planta delante como diciendo: «Mírame, esto podría ser tuyo.» No recuerdo si alguien más se percató de ese momento. Intenté captar la mirada de Ned o Cissy, pero estaban en plena zambullida.

Harry no dice nada, mira hacia otro lado cuando Clive se acerca.

—Te voy a enseñar cómo se hace, tío —fanfarronea.

Claire se aleja, pero él se hunde y dice:

—Venga.

Ella se sube sin mirarlo y se tira sin más, directa y limpiamente. Cuando sale, dice:

—¿Nos vamos? Tengo algo de frío.

El momento ha pasado. Claire sale del agua, la espalda encorvada, tapándose los pechos con un brazo, los genitales con una mano. No mira a nadie. Nadie mira a nadie mientras nos vestimos a toda prisa, aún mojados. Nos sentimos como después del pecado original.

Volvemos a la casa en silencio. Hasta Cissy está callada. Cuando bajamos del coche, Claire y Clive se quedan rezagados. Es evidente que se van a pelear. Los demás nos dirigimos adentro.

Eso no es del todo verdad. Yo me quedo donde no me ven y oigo parte de lo que dicen.

«No me toques» y «Menuda gilipollas» y «Ya puestos, ¿por qué no te lo tiras?».

Claire, llorando, pasa por delante de mí y entra en la cocina. A ver a Maddy.

—¿Va todo bien? —pregunta Harry.

Yo no digo nada. Clive está en el pasillo, con cara de pocos amigos. Quiere ir detrás de ella, pero sabe que no puede; un infiel en el templo.

Madeleine sale.

—Clive, Claire está muy alterada. Sé que es tarde, y hemos bebido todos mucho, pero me ha preguntado si podía quedarse aquí esta noche y le he dicho que sí.

Clive la mira fijamente, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. No le salen las palabras que quiere pronunciar. Su voluntad no es tan férrea como la de Maddy.

Ella intuye su frustración y le pone una mano en el brazo.

—Te llamará por la mañana.

Cuando Clive salga de la casa, dará con las palabras, se pondrá furioso, pensará mal, los llamará de todo. Pero no ahora. Delante tiene a Madeleine, con cara virginal. Tras ella Harry, Ned, yo. No tiene nada que hacer. Ahora todo lo que dice es:

—Dile a esa gilipollas que no quiero volver a verla.

Y se marcha, el coche levantando gravilla.

Dentro, Maddy rodea con un brazo a Claire, que se disculpa una y otra vez, la cara un mar de lágrimas. Maddy la consuela. Todos la consolamos. O lo intentamos.

—¿Lo ves? Te dije que no me caía bien —apunto, pero Madeleine me lo agradece lanzándome una mirada asesina.

—No te preocupes —le dice Harry a Claire—. Puedes quedarte aquí lo que quieras. Si quieres que vayamos por tus cosas a casa de Clive, me paso mañana. Para esta noche podemos dejarte lo que necesites.

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