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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (33 page)

—Antaño decoraba —dijo con una larga lamentación— la tumba de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Normandía. Fueron los calvinistas los que la redujeron a este estado. La habían enterrado con mala intención bajo el trono episcopal de monseñor. Miren, aquí está la puerta por donde monseñor entra a su habitación. Vamos a ver la vidriera de la Gárgola.

Pero León sacó rápidamente una moneda blanca de su bolsillo y cogió a Emma por el brazo. El guardián se quedó estupefacto, no comprendiendo en absoluto esta generosidad intempestiva cuando le quedaban todavía al forastero tantas cosas que ver. Por eso, llamándole de nuevo.

—¡Eh! ¡señor! ¡La flecha, la flecha!

—Gracias —dijo León.

León huía; porque le parecía que su amor, que desde hacía casi dos horas se había quedado inmóvil en la iglesia como las piedras, iba ahora a evaporarse, como un humo, por aquella especie de tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea calada que se eleva tan grotescamente sobre la catedral como la tentativa extravagante de algún calderero caprichoso.

—¿Adónde vamos? —decía ella.

Sin contestar, él seguía caminando con paso rápido, y ya Madame Bovary mojaba su dedo en el agua bendita cuando oyeron detrás de ellos una fuerte respiración jadeante, entrecortada regularmente por el rebote de un bastón. León volvió la vista atrás.

—¡Señor!

—¿Qué?

Y reconoció al guardián, que llevaba bajo el brazo y manteniendo contra su vientre unos veinte grandes volúmenes en rústica. Eran las obras que trataban de la catedral.

—¡Imbécil! —refunfuñó León lanzándose fuera de la iglesia.

En el atrio había un niño jugueteando.

—¡Vete a buscarme un coche!

El niño salió disparado por la calle de los Quatre Vents; entonces quedaron solos unos minutos, frente a frente y un poco confusos.

—¡Ah! ¡León!… Verdaderamente…, no sé… si debo…

Ella estaba melindrosa. Después, en un tono serio:

—No es nada conveniente, ¿sabe usted?

—¿Por qué? —replicó el pasante. ¡Esto se hace en París!

Y estas palabras, como un irresistible argumento, la hicieron decidirse.

Entretanto el coche no acababa de llegar. León temía que ella volviese a entrar en la iglesia. Por fin apareció el coche.

—¡Salgan al menos por el pórtico del norte! —les gritó el guardián, que se había quedado en el umbral, y verán la Resurrección, el Juicio Final, el Paraíso, el Rey David y los Réprobos en las llamas del infierno.

—¿Adónde va el señor? —preguntó el cochero.

—¡Adonde usted quiera! —dijo León metiendo a Emma dentro del coche.

Y la pesada máquina se puso en marcha.

Bajó por la calle Grand Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoleón, el Pont Neuf y se paró ante la estatua de Pierre Corneille.

—¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.

El coche partió de nuevo, y dejándose llevar por la bajada, desde el cruce de La Fayette, entró a galope tendido en la estación del ferrocarril.

—¡No, siga recto! —exclamó la misma voz.

El coche salió de las verjas, y pronto, llegando al Paseo, trotó suavemente entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, puso su sombrero de cuero entre las piernas y llevó el coche fuera de los paseos laterales, a orilla del agua, cerca del césped.

Siguió caminando a lo largo del río por el camino de sirga pavimentado de guijarros, y durante mucho tiempo, por el lado de Oyssel, más allá de las islas.

Pero de pronto echó a correr y atravesó sin parar Quatremares, Sotteville, la Grande Chaussée, la rue d'Elbeuf, a hizo su tercera parada ante el jardín des Plantes.

—¡Siga caminando! —exclamó la voz con más furia.

Y enseguida, reemprendiendo su carrera, pasó por San Severo, por el Quai des Curandiers, por el Quai Aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ de Mars y detrás de los jardines del hospital, donde unos ancianos con levita negra se paseaban al sol a lo largo de una terraza toda verde de hiedra. Volvió a subir el bulevar Cauchoise, después todo el Mont Riboudet hasta la cuesta de Deville.

Volvió atrás; y entonces, sin idea preconcebida ni dirección, al azar, se puso a vagabundear. Lo vieron en Saint Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en la Rouge Mare, y en la plaza del Gaillard bois; en la calle Maladrerie, en la calle Dinanderie, delante de Saint Romain, Saint Vivien, Saint Maclou, SaintNicaise, delante de la Aduana, en la Basse Vieille Tour, en los Trois Pipes y en el Cementerio Monumental. De vez en cuando, el cochero desde su pescante echaba unas miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces lo intentaba a inmediatamente oía detrás de él exclamaciones de cólera. Entonces fustigaba con más fuerza a sus dos rocines bañados en sudor, pero sin fijarse en los baches, tropezando acá y allá, sin preocuparse de nada, desmoralizado y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en los guardacantones, la gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinillas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío.

Una vez, en mitad del día, en pleno campo, en el momento que el sol pegaba más fuerte contra las viejas farolas plateadas, una mano desenguantada se deslizó bajo las cortinillas de tela amarilla y arrojó pedacitos de papel que se dispersaron al viento y fueron a caer más lejos, como mariposas blancas, en un campo de trébol rojo todo florido.

Después, hacia las seis, el coche se paró en una callejuela del barrio Beauvoisine y se apeó de él una mujer con el velo bajado que echó a andar sin volver la cabeza.

Capítulo II

Al llegar a la posada, Madame Bovary se extrañó de no ver la diligencia. Hivert, que la había esperado cincuenta y tres minutos, había terminado por marcharse.

Sin embargo, nada la obligaba a marchar; pero había dado su palabra de regresar la misma noche. Además, Carlos la esperaba; y ella sentía en su corazón esa cobarde docilidad que es, para muchas mujeres, como el castigo y al mismo tiempo el tributo del adulterio.

Rápidamente hizo el equipaje, pagó la factura, tomó en el patio un cabriolé, y dando prisa al cochero, animándolo, preguntando a cada instante la hora y los kilómetros recorridos, llegó a alcanzar a «La Golondrina» hacia las primeras casas de Quincampoix.

Apenas sentada en su rincón, cerró los ojos y los volvió a abrir al pie de la cuesta, donde reconoció de lejos a Felicidad que estaba en primer plano delante de la casa del herrador. Hivert frenó los caballos, y la cocinera, alzándose hasta la ventanilla, dijo misteriosamente:

—Señora, tiene que ir inmediatamente a casa del señor Homais. Es algo urgente.

El pueblo estaba en silencio como de costumbre. En las esquinas de las calles había montoncitos de color rosa que humeaban al aire, pues era el tiempo de hacer las mermeladas, y todo el mundo en Yonville preparaba su provisión el mismo día. Pero delante de la botica se veía un montón mucho mayor, y que sobrepasaba a los demás con la superioridad que un laboratorio de farmacia debe tener sobre los hornillos familiares, una necesidad general sobre unos caprichos individuales.

Entró. El gran sillón estaba caído, a incluso El Fanal de Rouen yacía en el suelo, extendido entre las dos manos del mortero. Empujó la puerta del pasillo, y en medio de la cocina, entre las tinajas oscuras llenas de grosellas desgranadas, de azúcar en terrones, balanzas sobre la mesa, barreños al fuego, vio a todos los Homais, grandes y pequeños, con delantales que les llegaban a la barbilla y con sendos tenedores en la mano. Justino, de pie, bajaba la cabeza, mientras el farmacéutico gritaba:

—¿Quién te dijo que fueras a buscarlo a la leonera?

—¿Qué es? ¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? —respondió el boticario—. Estamos haciendo mermeladas: están cociendo; pero iban a salirse a causa del caldo demasiado fuerte y le pido otro barreño. Entonces él, por pereza, fue a coger la llave de la leonera, que estaba colgada en mi laboratorio.

El boticario llamaba así a una especie de gabinete, en el desván, lleno de utensilios y mercancías de su profesión. Con frecuencia pasaba allí largas horas, solo, poniendo etiquetas, empaquetando, y lo consideraba no como simple almacén, sino como un verdadero santuario, de donde salían después, elaboradas por sus manos, toda clase de píldoras, bolos, tisanas, lociones y pociones, que iban a extender su celebridad por los alrededores. Nadie en el mundo ponía allí los pies; y él lo respetaba tanto, que lo barría él mismo. En fin, si la farmacia abierta al primero que llegaba, era el lugar donde mostraba su orgullo, la leonera era el refugio en donde, concentrándose egoístamente, Homais se recreaba en el ejercicio de sus predilecciones; por eso el atolondramiento de Justino le parecía una monstruosa irreverencia, y más rubicundo que las grosellas, repetía:

—Sí, de la leonera. ¡La llave que encierra los ácidos y los álcalis cáusticos! ¡Haber ido a coger un barreño de reserva!, ¡un barreño con tapa! y que quizá no usaré ya nunca más. Todo tiene su importancia en las delicadas operaciones de nuestro arte. Pero ¡demonios!, ¡hay que hacer distinciones y no emplear para usos casi domésticos lo que está destinado para los farmacéuticos! Es como si se trinchase un capón con un escalpelo, como si un magistrado…

—¡Pero cálmate! —decía la señora Homais.

Y Atalía, tirándole de la levita:

—¡Papá!, ¡papá! —repetía.

—¡No, dejadme! —repetía el boticario—, ¡dejadme!, ¡caramba! Es como si esto fuera abrir una tienda de comestibles, ¡palabra de honor! ¡Anda!, ¡no respetes nada!, ¡rompe, haz añicos!, ¡suelta las sanguijuelas!, ¡quema el malvavisco!, ¡escabecha pepinillos en los tarros!, ¡rompe vendas!

—Pero usted tenía… —dijo Emma.

—Perdone un momento. ¿Sabes a qué te exponías? ¿No has visto nada, en el rincón, a la izquierda, en el tercer estante? ¡habla, contesta, di algo!

—Yo no… sé —balbució el chico.

—¡Ah!, ¡no sabes! ¡Pues bien, yo sí que lo sé! Has visto una botella de cristal azul, lacrada, con cera amarilla, que contiene un polvo blanco, sobre el cual yo había escrito ¡PELIGROSO! ¿y sabes lo que había dentro?, ¡arsénico!, ¡y tú vas a tocar esto!, ¡a tomar un barreño que estaba al lado!

—¡Al lado! —exclamó la señora Homais juntando las manos—. ¡Arsénico! ¡Podías envenenarnos a todos!

Y los niños comenzaron a gritar, como si hubiesen ya sentido en sus entrañas atroces dolores.

—¡O bien envenenar a un enfermo! —continuó el boticario. ¿Querías que yo fuese al banquillo de los criminales a la Audiencia? ¿Verme conducido al patíbulo? Ignoras el cuidado que pongo en las manipulaciones, a pesar de que tengo una habilidad extraordinaria. Frecuentemente me asusto a mí mismo cuando pienso en mi responsabilidad, pues el gobierno nos persigue, y la absurda legislación que nos rige es como una verdadera espada de Damocles que cuelga sobre nuestra cabeza.

Emma no pensaba ya en preguntar para qué la llamaban, y el farmacéutico proseguía en frases entrecortadas:

—¡Mira cómo agradeces las bondades que se tienen contigo!

¡Mira cómo me pagas los cuidados totalmente paternales que te prodigo! Porque sin mí, ¿dónde estarías?, ¿qué harías? ¿Quién te da de comer, educación, vestido y todos los medios para que un día puedas figurar con honor en las filas de la sociedad? Pero para esto hay que remar duro, y hacer lo que se dice callos en las manos. Fabricando fit faber, age guod agis
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.

Hacía citas en latín de exasperado que estaba. Lo mismo habría citado chino o groenlandés si hubiese conocido estas dos lenguas, pues se encontraba en una de esas crisis en que el alma entera muestra indistintamente lo que encierra, como el océano que en las tempestades se entreabre desde las algas de su orilla hasta la arena de sus abismos.

Y añadió:

—¡Comienzo a arrepentirme terriblemente de haberme hecho cargo de tu persona! ¡Sin duda habría hecho mejor dejándote pudrir en tu miseria y en la mugre en que naciste! ¡Nunca servirás más que para guardar vacas! ¡No tienes ninguna disposición para el estudio, apenas sabes pegar una etiqueta! Y vives aquí, en mi casa, como un canónigo, a cuerpo de rey, gozando a tus anchas.

Pero Emma, volviéndose a la señora Homais:

—Me habían llamado…

—¡Ah! ¡Dios mío! —interrumpió con aire triste la buena señora—, ¿cómo se lo diría?… ¡Es una desgracia!

Y no terminó. El boticario tronaba:

—¡Vacíala!, ¡límpiala!, ¡vuelve a ponerla en su sitio!, ¡pero date prisa!

Y sacudiendo a Justino por el cuello de su blusa, le hizo caer un libro de su bolsillo.

El chico se bajó. Homais fue más rápido, y habiendo recogido el volumen, lo contempló con los ojos desorbitados y la boca abierta.

—El amor conyugal
[58]
—dijo separando lentamente estas dos palabras—. ¡Ah!, ¡muy bien!, ¡muy bien!, ¡muy bonito!, ¡y grabados!… ¡Ah!, ¡esto es demasiado fuerte!

La señora Homais se acercó.

—¡No!, ¡no toques!

Los niños quisieron ver las imágenes.

Dijo imperiosamente:

—¡Fuera de aquí!

Y salieron.

Él se puso a caminar primeramente de un lado para otro a grandes pasos, teniendo el volumen abierto entre sus dedos, haciendo girar sus ojos, sofocado, tumefacto, apoplético. Después se fue derecho a su discípulo, y plantándose delante de él con los brazos cruzados:

—¡Pero es que tú tienes todos los vicios, pequeño desgraciado. Ten cuidado, estás en una pendiente…! ¡No has pensado que este libro infame podía caer en manos de mis hijos, encender la chispa en su cerebro, empañar la pureza de Atalía, corromper a Napoleón! Ya está hecho un hombre. ¿Estás seguro, al menos, de que no lo han leído? ¿Puedes certificármelo?…

—Pero bueno, señor —dijo Emma—, ¿qué tenía usted que decirme?

—Es verdad, señora… Ha muerto su suegro.

En efecto, el señor Bovary padre había fallecido la antevíspera, de repente, de un ataque de apoplejía, al levantarse de la mesa y, por exceso de precaución para la sensibilidad de Emma, Carlos había rogado al señor Homais que le diera con cuidado esta horrible noticia.

Él había meditado la frase, la había redondeado, pulido, puesto ritmo, era una obra maestra de prudencia y de transiciones, de giros finos y de delicadezas; pero la cólera había vencido a la retórica.

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