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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (41 page)

Cuando divisó su casa, se apoderó de ella una especie de embotamiento. No podía seguir caminando; sin embargo, era preciso; por otra parte, ¿adónde huir?

Felicidad la esperaba a la puerta.

—¿Y qué?

—¡No! —dijo Emma.

Y durante un cuarto de hora las dos estuvieron pasando revista a las diferentes personas de Yonville que acaso estarían dispuestas a acudir en su ayuda. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien. Emma replicaba:

—¡Es posible! ¡No querrán!

—¡Y el señor que va a regresar!

—Ya lo sé… Déjame sola.

Lo había probado todo. Ya no había nada que hacer ahora; y cuando llegara Carlos ella le diría:

—Retírate. Esa alfombra sobre la que caminas ya no es nuestra. De tu casa ya no te queda ni un mueble ni un alfiler ni una paja, y soy yo quien lo ha arruinado, ¡infeliz!

Entonces habría un gran sollozo, después él lloraría abundantemente y, por fin, pasada la sorpresa, la perdonaría.

—Sí —murmuraba rechinando los dientes, me perdonará, él, que con un millón que me ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el haberme conocido… ¡jamás!, ¡jamás!

Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente, luego, mañana, él no dejaría de enterarse de la catástrofe; así que había que esperar esta horrible escena y soportar el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre, era demasiado tarde; y tal vez se arrepentía ahora de no haber cedido al otro, cuando oyó el trote de un caballo por la alameda. Era él, abría la barrera, estaba más pálido que el yeso de la pared. Bajando a saltos la escalera, Emma se escapó rápidamente por la plaza; y la mujer del alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con Lestiboudis, la vio entrar en casa del recaudador.

Corrió a decírselo a la señora Caron. Las dos señoras subieron al desván; y, escondidas tras la ropa extendida en unas varas, se situaron cómodamente para ver toda la casa de Binet.

Estaba solo en su buhardilla, reproduciendo en madera una de esas tallas de marfil indescriptibles, compuestas de medias lunas, de esferas huecas metidas unas en otras, todo el conjunto erguido como un obelisco y que no servía para nada; ya estaba empezando la última pieza, tocaba al fin.

En la penumbra del taller se veía salir de su herramienta un polvillo rubio como un torrente de chispas bajo las herraduras de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, zumbaban. Binet sonreía, la barbilla baja, las aletas de la nariz abiertas y parecía finalmente perdido en una de esas felicidades completas que no pertenecen, sin duda, más que a las ocupaciones mediocres, que divierten la inteligencia por dificultades fáciles y la sacian en una realización más allá de la cual no queda sino soñar.

—¡Ah!, ¡allí está! —dijo la señora Tuvache.

Pero el ruido del torno no dejaba oír lo que Emma decía.

Por fin, aquellas señoras creyeron percibir la palabra «francos» y la tía Tuvache sopló muy despacio:

—Le pide que le aplace las contribuciones.

—¡Eso parece! —replicó la otra.

La vieron caminar de un lado para otro mirando en las paredes, los servilleteros, los candelabros, los pomos del pasamanos, mientras que Binet se acariciaba la barba con satisfacción.

—¿Iría a encargarle algo? —dijo la señora Tuvache.

—Pero si él no vende nada —objetó su vecina.

El recaudador parecía escuchar con los ojos desorbitados, como si no comprendiera; Emma seguía en actitud tierna, suplicante. Se acercó; su pecho jadeaba; ya no hablaban.

—¿Es que ella le hace insinuaciones? —dijo la señora Tuvache.

Binet estaba rojo hasta las orejas. Emma le cogió las manos.

—¡Ah!, ¡eso ya es demasiado!

Y sin duda le proponía una abominación; pero el recaudador era, a pesar de todo, un valiente que había combatido en Bautzen y en Lutzen
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, hecho la campaña de Francia a incluso le habían «propuesto para la cruz»; de pronto, como a la vista de una serpiente, se apartó muy lejos hacia atrás exclamando:

—Señora, qué ocurrencias!

—Habría que azotar a esas mujeres —dijo la señora Tuvache.

—¿Dónde está? —replicó la señora Caron.

Pues durante aquella conversación Emma había desaparecido; después, viéndola enfilar la Calle Mayor y girar a la derecha como para ir al cementerio, se perdieron en conjeturas.

—Tía Rolet —dijo al llegar a casa de la nodriza—, me ahogo…, aflójeme el corsé.

Se echó sobre la cama; sollozaba. La tía Rolet la tapó con un refajo y se quedó de pie delante de ella. Después, como no contestaba, la buena mujer se alejó, cogió su rueca y se puso a hilar lino.

—¡Oh!, ¡pare de una vez! —murmuró ella, creyendo escuchar el torno de Binet.

—¿Quién la incomoda? —se preguntaba la nodriza—. ¿Por qué viene aquí?

Había acudido allí empujada por una especie de espanto que la echaba de su casa.

Acostada sobre la espalda, inmóvil y con los ojos fijos, distinguía vagamente los objetos, aunque aplicara su atención a ellos con una persistencia idiota. Contemplaba los desconchados de la pared, dos tizones humeando por las dos puntas y una larga araña que andaba por encima de su cabeza en la rendija de la viga. Por fin, fijó sus ideas. Se acordaba… un día, con León… ¡Oh, qué lejos…! El sol brillaba en el río y las clemátides perfumaban el aire. Entonces, transportada en sus recuerdos como en un torrente que hierve, llegó pronto a recordar la jornada de la víspera.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Salió la tía Rolet, levantó los dedos de su mano derecha hacia el lado donde el cielo estaba más claro, y volvió despacio diciendo:

—Pronto serán las tres.

—¡Ah!, ¡gracias!, ¡gracias!

Porque él iba a llegar. Era seguro. Habría encontrado dinero. Pero iría quizás allí, sin sospechar que ella estaba aquí; y pidió a la nodriza que fuese corriendo a su casa para traerlo.

—¡Dese prisa!

—Pero, mi querida señora, ya voy, ¡ya voy!

Se extrañaba ahora de no haber pensado en él primeramente; ayer le había dado su palabra, no faltaría a ella; y se veía ya en casa de Lheureux presentando sobre su mesa los tres billetes de banco. Después habría que inventar una historia que explicase las cosas a Bovary. ¿Cuál?

Entretanto la nodriza tardaba mucho en volver. Pero como no había reloj, Emma temía exagerar, tal vez, la duración del tiempo. Se puso a dar paseos por la huerta, paso a paso; siguió el sendero a lo largo del seto y volvió rápidamente pensando que la buena señora habría regresado por otro camino. Por fin, cansada de esperar, asaltada por sospechas que rechazaba, sin saber si estaba allí desde hacía un siglo o un minuto, se sentó en un rincón, cerró los ojos y se tapó los oídos. La barrera chirrió: ella dio un salto; antes de que hubiese hablado, la tía Rolet le dijo:

—No hay nadie en su casa.

—¿Cómo?

—¡Nadie! Y el señor está llorando. La llama. La están buscando.

Emma no respondió nada. Jadeaba dirigiendo miradas a su alrededor mientras que la campesina, asustada de verla así, retrocedía instintivamente creyendo que estaba loca. De pronto se dio una palmada en la frente, lanzó un grito, porque el recuerdo de Rodolfo, como un gran relámpago en una noche oscura, le había llegado al alma. ¡Era tan bueno, tan delicado, tan generoso! Y además, si vacilaba en servirla, ella sabría bien obligarle recordando con un solo guiño de ojo su amor perdido. Salió, pues, hacia la Huchette, sin darse cuenta que corría a ofrecerse a lo que hacía un instante la había exasperado tanto, sin sospechar, ni por asomo, en aquella prostitución.

Capítulo VIII

Por el camino se iba preguntando: «¿Qué le voy a decir? ¿Por dónde empezaré?». Y a medida que se acercaba, reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo allá lejos. Se reencontraba a sí misma en las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se ensanchaba tiernamente en él. Un aire tibio le daba en la cara; la nieve, al fundirse, caía gota a gota de las yemas sobre la hierba.

Entró, como antaño, por la pequeña puerta del parque, después llegó al patio de honor, que estaba bordeado por una doble fila de tilos frondosos. Balanceaban silbando sus largas ramas. Los perros en la perrera ladraron todos a la vez, y el estrépito de sus voces resonaba sin que apareciese nadie.

Subió la amplia escalera recta, con balaustrada de madera, que conducía al corredor pavimentado de losas polvorientas al que daban varias habitaciones en hilera, como en los monasterios o las posadas. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando llegó a poner los dedos en la cerradura sus fuerzas le abandonaron súbitamente. Temía que no estuviese allí, casi lo deseaba, y ésta era, sin embargo, su única esperanza, la última oportunidad de salvación. Se recogió un minuto, y, armándose de valor ante la necesidad presente, entró.

Rodolfo estaba junto al fuego, los dos pies sobre la chambrana, fumando una pipa.

—¡Anda!, ¿es usted? —dijo él levantándose bruscamente.

—¡Sí, soy yo!… Quisiera, Rodolfo, pedirle un consejo.

Y a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible abrir la boca.

—¡No ha cambiado, sigue tan encantadora!

—¡Oh! —replicó ella amargamente, son tristes encantos, amigo mío, pues usted los ha desdeñado.

Entonces él inició una explicación de su conducta disculpándose vagamente a falta de poder inventar algo mejor.

Emma se dejó impresionar por sus palabras y más aún por su voz y por la contemplación de su persona; de modo que fingió creer, o quizás creyó, en el pretexto de su ruptura; era un secreto del que dependían el honor a incluso la vida de una tercera persona.

—¡No importa! —dijo ella mirándolo tristemente—, ¡he sufrido mucho!

Él respondió en un aire filosófico:

—¡La vida es así!

—¿Ha sido, por lo menos —replicó Emma—, buena para usted después de nuestra separación?

—¡Oh!, ni buena… ni mala.

—Quizás habría sido mejor no habernos dejado nunca.

—¡Sí…, quizás!

—¿Tú crees? —dijo ella acercándose.

Y suspiró.

—¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!… ¡te he querido mucho!

Entonces ella le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos entrelazados, como el primer día en los comicios. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero desplomándose sobre su pecho, ella le dijo:

—¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad! ¡Estaba desesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú… has huido de mí!…

Pues, desde hacía tres años, él había evitado cuidadosamente encontrarse con ella por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte; y Emma continuaba con graciosos gestos de cabeza, más mimosa que una gata en celo:

—Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo, vamos!, las disculpo; las habrás seducido, como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hombre!, tienes todo lo que hace falta para hacerte querer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?, ¡nos amaremos! ¡Fíjate, me río, soy feliz! ¡Pero habla!

Y tenía un aspecto encantador, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una tormenta en un cáliz azul.

Rodolfo la sentó sobre sus rodillas y acarició con el revés de su mano sus bandós lisos, en los que a la claridad del crepúsculo se reflejaba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; él terminó besándola en los párpados, muy suavemente, con la punta de los labios.

—¡Pero tú has llorado! —le dijo. ¿Por qué?

Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como ella se callaba, él interpretó este silencio como un último pudor y entonces exclamó:

—¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres la única que me gusta. ¡He sido un imbécil y un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre! ¿Qué tienes? ¡dímelo! Y se arrodilló.

—¡Pues estoy arruinada, Rodolfo! ¡Vas a prestarme mil francos!

—Pero… pero… —dijo levantándose poco a poco, mientras que su cara tomaba una expresión grave.

—Tú sabes —continuó ella inmediatamente— que mi marido había colocado toda su fortuna en casa de un notario, y el notario se ha escapado. Hemos pedido prestado; los clientes no pagaban. Por lo demás, la liquidación no ha terminado; tendremos dinero más adelante. Pero hoy, por falta de tres mil francos, nos van a embargar. Es hoy, ahora mismo y, contando con tu amistad, he venido.

«¡Ah! —pensó Rodolfo, que se puso muy pálido de pronto, ¡por eso has venido!».

Por fin, dijo en tono tranquilo:

—No los tengo, querida señora mía.

No mentía. Si los hubiera tenido seguramente se los habría dado, aunque generalmente sea desagradable hacer tan bellas acciones, pues de todas las borrascas que caen sobre el amor, ninguna lo enfría y lo desarraiga tanto como las peticiones de dinero.

Al principio Emma se quedó mirándole unos minutos.

—¡No los tienes!

Repitió varias veces:

—No los tienes… Debería haberme ahorrado esta última vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡Eres como los otros!

Emma se traicionaba, se perdía.

Rodolfo la interrumpió, afirmando que él mismo se encontraba apurado de dinero.

—¡Ah!, ¡te compadezco! —dijo Emma. ¡Sí, muchísimo!…

Y fijándose en una carabina damasquinada que brillaba en la panoplia:

—¡Pero cuando se está tan pobre no se pone plata en la culata de su escopeta! ¡No se compra un reloj con incrustaciones de concha! —continuaba ella señalando el reloj de Boulle; ni empuñaduras de plata dorada para sus látigos— y los tocaba, ni dijes para su reloj. ¡Oh!, ¡nada le falta!, hasta un portalicores en su habitación; porque tú no te privas de nada, vives bien, tienes un castillo, granjas, bosques, vas de montería, viajas a París… ¡Eh!, aunque no fuera más que esto —exclamó ella cogiendo sobre la chimenea sus gemelos de camisa, que de la menor de estas boberías ¡se puede sacar dinero!… ¡Oh!, ¡no los quiero, guárdalos!

Y le tiró muy lejos los dos gemelos, cuya cadena de oro se rompió al pegar contra la pared.

—Pero yo te lo habría dado todo, habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por una mirada, por oírte decir: «¡Gracias!». ¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tu sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante? ¡Sin ti, entérate bien, habría podido vivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo, me querías, lo decías… Y todavía, hace un momento… ¡Ah!, ¡hubieras hecho mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está sobre la alfombra el sitio donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer: ¡durante dos años me has arrastrado en el sueño más magnífico y más dulce!… Y mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta, me desgarró el corazón!… ¡Y después, cuando vuelvo a él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar una ayuda que prestaría el primero que llegara, suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me rechaza, porque le costaría tres mil francos!

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