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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (38 page)

Y como el pasante seguía firme en su propósito.

—Iré con usted. Le esperaré leyendo un periódico a hojeando el código.

León, aturdido por la cólera de Emma, la charlatanería del señor Homais y quizás por la pesadez de la digestión del almuerzo, permanecía indeciso y como fascinado por el farmacéutico que seguía insistiendo:

—¡Vamos a casa de Bridoux!, está a dos pasos, en la calle Malpalu.

Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalificable sentimiento que nos arrastra a las acciones menos deseadas, se dejó llevar a casa de Bridoux; y lo encontraron en su pequeño patio, vigilando a tres muchachos que jadeaban dando vueltas a la gran rueda de una máquina para hacer agua de Seltz. Homais les dio consejos; abrazó a Bridoux; tomaron el garus. Veinte veces intentó León marcharse; pero el otro le sujetaba por el brazo diciéndole:

—Enseguida, ya nos vamos. Iremos al Fanal de Rouen, a ver a aquellos señores. Le presentaré a Thomassin.

Sin embargo, León logró liberarse del boticario y dio un salto hasta el hotel. Emma ya no estaba allí.

Acababa de salir desesperada. Ahora lo detestaba. Aquella falta a la cita le parecía un ultraje y buscaba otras razones para despegarse de él; era incapaz de heroísmo, débil, trivial, más blando que una mujer, además de avaro y pusilánime.

Luego, calmándose, acabó por descubrir que tal vez lo había calumniado. Pero la denigración de las personas a quienes amamos siempre nos aleja de ellas un poco. No hay que tocar a los ídolos; su dorado se nos queda en las manos.

Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía continuamente, para su próximo viaje, una felicidad profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario. Esta decepción se borraba rápidamente bajo una esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada, más ávida. Se desvestía brutalmente arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer contra el pecho de su amante con un prolongado estremecimiento.

Sin embargo, había en su frente cubierta de gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y lúgubre, que a León le parecía deslizarse entre los dos sutilmente, como para separarlos.

León no se atrevía a hacerle preguntas, pero al verla tan experimentada, pensaba que ella había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Además, él se sublevaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no quererla; después, al oír el crujido de sus botines, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista de los licores fuertes.

Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría, le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de las compañías que frecuentaba. Le decía:

—No los veas, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡ámame!

Ella habría querido poder vigilar su vida, y se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no rehusaría… Pero su orgullo se rebeló.

—¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que me interesa?

Un día que se habían separado temprano y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos!

¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de los libros!

Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a caballo por el bosque, el vizconde que valseaba, y Lagardy cantando, todo volvía a pasar delante de sus ojos… Y de pronto León le pareció tan lejano como los demás.

—Sin embargo, le quiero —se decía.

¡No importa!, no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?… Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella?

¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.

Un estertor metálico se arrastró por los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre en un pequeño espacio.

Emma vivía totalmente absorbida por las suyas y no se preocupaba del dinero más que una archiduquesa.

Pero una vez un hombre de aspecto enclenque, rubicundo y calvo entró en su casa diciéndose mandado por el señor Vinçart, de Rouen. Retiró los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los clavó sobre su manga y alargó cortésmente un papel.

Era un pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vinçart. Emma mandó a la muchacha a casa de Lheureux. Éste dijo que no podía ir.

Entonces el desconocido, que había permanecido de pie, dirigiendo a derecha y a izquierda miradas curiosas disimuladas por sus espesas cejas rubias, preguntó con aire ingenuo:

—¿Qué respuesta da al señor Vinçart?

—Bueno —respondió Emma—, dígale… que no tengo… Será la semana que viene… Que espere…, sí, la semana que viene.

Y el buen hombre se fue sin decir palabra.

Pero al día siguiente, a mediodía, Emma recibió un protesto; y a la vista del papel timbrado, donde aparecía varias veces y en grandes caracteres: LICENCIADO HARENG, UJIER EN BUCHY, se asustó tanto, que fue corriendo a toda prisa a casa del tendero.

Lo encontró en su tienda atando un paquete.

—¡Servidor! —dijo—, estoy con usted.

Lheureux no dejó su tarea, ayudado por una joven de unos trece años, un poco jorobada y que le servía a la vez de dependienta y de cocinera.

Después, arrastrando sus zuecos sobre el entarimado de la tienda, subió delante de Madame al primer piso y la hizo pasar a un estrecho despacho donde en una gran mesa de pino había algunos libros registro protegidos transversalmente por una barra de hierro cerrada con candado. Contra la pared, debajo de unos cortes de «indiana»
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, se entreveía una caja fuerte, pero de tal dimensión que debía contener algo más que pagarés y dinero. El señor Lheureux, en efecto, tenía casa de empeños, y era allí donde había guardado la cadena de oro de Madame Bovary, junto con los pendientes del pobre tío Tellier, quien, forzado al fin a vender, había comprado en Quincampoix una mísera tienda de alimentación, donde se moría de su catarro crónico, en medio de sus velas, menos amarillentas que su cara.

Lheureux se sentó en su amplio sillón de paja diciendo:

—¿Qué hay de nuevo?

—Tenga.

Y le enseñó el papel.

—Bueno, ¿qué puedo hacer?

Entonces Emma se enfureció, recordando la palabra que él le había dado de no endosar aquellos pagarés; él lo reconoció.

—Pero yo mismo me he visto obligado, estaba con el agua al cuello.

—¿Y qué va a pasar ahora? —replicó ella.

—¡Oh!, es muy sencillo, un juicio del tribunal, y después el embargo…; ¡no hay nada que hacer!

Emma se contenía para no pegarle. Le preguntó suavemente si no había manera de calmar al señor Vinçart.

—¡Pues sí! Estamos listos, calmar a Vinçart; se ve que usted no lo conoce; es más feroz que un árabe.

Sin embargo, el señor Lheureux tenía que intervenir.

—¡Escuche!, me parece que hasta ahora he sido bastante bueno con usted. Y abriendo uno de sus registros:

—¡Mire!

Después, recorriendo la página con su dedo:

—Vamos a ver…, vamos a ver… El 3 de agosto, doscientos francos… El 17 de junio siguiente, ciento cincuenta… 23 de marzo, cuarenta y seis… En abril…

Se detuvo como temiendo hacer alguna tontería.

—Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos. En cuanto a sus pequeños anticipos, a los intereses, es para no acabar, uno se pierde, ¡ya no quiero saber nada!

Emma lloraba, incluso le llamó «su buen señor Lheureux». Pero él se escudaba siempre en aquel bribón de Vinçart. Por otra parte, él no tenía un céntimo, nadie le pagaba ahora, lo explotaban, un pobre tendero como él no podía hacer anticipos.

Emma se callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las barbas de una pluma, se sintió, sin duda, preocupado por aquel silencio, pues dijo:

—Si al menos uno de estos días tuviera algunos ingresos… yo podría…

—Además —dijo ella—, en cuanto cobre lo de Barueville… —¿Cómo?…

Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció muy sorprendido. Después, con una voz melosa:

—Y usted y yo podemos convenir, ¿dice usted?

—¡Oh, lo que usted quiera!

—Entonces él cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras, y declarando que se perjudicaría mucho, que el asunto era escabroso, y que se «sacrificaba», dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno, espaciados los unos de los otros en un mes de vencimiento.

—¡Ojalá Vinçart se digne escucharme! De todos modos, esto está decidido, yo no pierdo el tiempo, soy claro como el agua.

Después le enseñó con indiferencia varias mercancías nuevas, ninguna de las cuales, según su parecer, era digna de Madame.

—¡Cuando pienso que tengo aquí un vestido a siete sueldos el metro, y buen tinte garantizado! ¡Sin embargo, hay quien se traga el anzuelo!, a la gente no se le cuenta la verdad, puede usted creerme —queriendo por esta confesión de pillería para con los otros convencerla por completo de su probidad.

Después la llamó otra vez para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado recientemente.

—¡Es bonito! —decía Lheureux—; se lleva mucho ahora para cabeceras de sillones, es la moda.

Y más pronto que un escamoteador envolvió la tela de guipur en un papel azul y la puso en manos de Emma.

—Al menos, que yo sepa…

—¡Ah!, después —replicó él, dándole la espalda.

Aquella misma noche Emma instó a Bovary para que escribiera a su madre a fin de que le enviase enseguida todo lo que le quedaba de su herencia. La suegra contestó que ya no tenía nada; la liquidación se había cerrado, y les quedaba, además de Barneville, seiscientas libras de renta, que ella les mandaría puntualmente.

Entonces Madame extendió facturas a dos o tres clientes, y pronto utilizó ampliamente este procedimiento, que le daba buen resultado. Tenía siempre cuidado de añadir una postdata:

«No diga nada a mi marido, ya sabe que es orgulloso… Dispénseme… Su servidora…» Hubo algunas reclamaciones; pero ella las interceptó.

Para sacar dinero, empezó a vender sus guantes y sus sombreros viejos, la vieja chatarra; y regateaba con sagacidad, pues su sangre campesina la empujaba a la ganancia. Después, en sus viajes a la ciudad, compraría de ocasión baratijas, que el señor Lheureux, a falta de otras, le tomaría sin duda. Compró plumas de avestruz, porcelana china y arcones; pedía prestado a Felicidad, a la señora Lefrançois, a la hotelera de la «Croix Rouge», a todo el mundo, en cualquier lugar. Con el dinero que por fin recibió de Barneville saldó dos pagarés; los otros mil quinientos francos se fueron. Se volvió a empeñar de nuevo, y ¡siempre igual!

Es cierto que a veces trataba de hacer cálculos; pero le salían unas cosas tan exorbitantes que no podía creerlo. Entonces volvía a empezar, se embarullaba enseguida, dejaba todo y ya no pensaba más en ello.

La casa estaba muy triste ahora. Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furiosas. Había pañuelos tirados sobre los hornillos; y la pequeña Berta, con gran escándalo de la señora Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos, tímidamente, se atrevía a hacer una observación, ella le respondía bruscamente que no tenía la culpa.

¿Por qué estos arrebatos? El se lo explicaba todo por su antigua enfermedad nerviosa; y reprochándose haber tomado por defectos sus achaques, se acusaba de egoísmo, tenía ganas de correr a besarla.

«¡Oh!, no —se decía—, la molestaría».

Y se paraba.

Después de la cena se paseaba solo por el jardín; sentaba a la pequeña Berta sobre las rodillas, y, abriendo su revista de medicina, trataba de enseñarle a leer. La niña, que no estudiaba nunca, no tardaba en abrir unos grandes ojos tristes y se echaba a llorar. Entonces él la consolaba; iba a buscarle agua en la regadera para hacer ríos en la arena, o rompía las ramas de las alheñas para plantar árboles en los arriates, lo cual estropeaba poco el jardín, todo lleno de malezas; ¡se debían tantos jornales a Lestiboudis! Después la niña tenía frío y llamaba a su madre.

—Llama a la muchacha —decía Carlos—. Ya sabes, hijita, que mamá no quiere que la molesten.

Comenzaba el otoño y ya caían las hojas como hacía dos años cuando estaba enferma. ¡Cuándo acabará esto! Y Carlos continuaba caminando con las manos detrás de la espalda.

La señora estaba en su habitación. No subían a ella. Permanecía todo el día abotargada, a medio vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del serrallo que había comprado en Rouen en la tienda de un argelino. Para no tener de noche a su lado a aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas, por relegarlo al segundo piso; y se quedaba hasta la madrugada leyendo libros extravagantes donde había escenas de orgías con situaciones sangrientas. A menudo le asaltaba el terror y lanzaba un grito. Carlos acudía.

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