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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (44 page)

Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía el pecho descubierto, comenzó a tiritar; entró a sentarse en la cocina.

A las seis se oyó un ruido de chatarra en la plaza: era «La Golondrina» que llegaba; y Carlos permaneció con la frente pegada a los cristales viendo bajar a los viajeros unos detrás de otros. Felicidad le extendió un colchón en el salón, Carlos se echó encima y se quedó dormido.

Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Por eso, sin guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la noche a velar el cadáver, llevando consigo tres libros y un portafolios para tomar notas.

El señor Bournisien se encontraba allí, y dos grandes cirios ardían en la cabecera de la cama, que habían sacado fuera de la alcoba.

El boticario, a quien pesaba el silencio, no tardó en formular algunas quejas sobre aquella infortunada mujer joven, y el sacerdote respondió que ahora sólo quedaba rezar por ella.

—Sin embargo —replicó Homais, una de dos: o ha muerto en estado de gracia, como dice la Iglesia, y entonces no tiene ninguna necesidad de nuestras oraciones, o bien ha muerto impenitente, esta es, yo creo, la expresión eclesiástica, y entonces…

Bournisien le interrumpió, replicando en un tono desabrido, que no dejaba de ser necesario el rezar.

—Pero —objetó el farmacéutico— ya que Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿para qué puede servir la oración?

—¡Cómo! —dijo el eclesiástico, ¡la oración! ¿Luego usted no es cristiano?

—¡Perdón! —dijo Homais. Admiro el cristianismo. Primero liberó a los esclavos, introdujo en el mundo una moral…

—¡No se trata de eso! Todos los textos…

—¡Oh!, ¡oh!, en cuanto a los textos, abra la historia; se sabe que han sido falsificados por los jesuitas.

Entró Carlos, y, acercándose a la cama, corrió lentamente las coronas:

Emma tenía la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La comisura de su boca, que seguía abierta, hacía como un agujero negro en la parte baja de la cara; los dos pulgares permanecían doblados hacia la palma de las manos; una especie de polvo blanco le salpicaba las cejas, y sus ojos comenzaban a desaparecer en una palidez viscosa que semejaba una tela delgada, como si las arañas hubiesen tejido allí encima.

La sábana se hundía desde los senos hasta las rodillas, volviendo después a levantarse en la punta de los pies; y a Carlos le parecía que masas infinitas, que un peso enorme pesaba sobre ella.

El reloj de la iglesia dio las dos. Se oía el gran murmullo del río que corría en las tinieblas al pie de la terraza. El señor Bournisien de vez en cuando se sonaba ruidosamente y Homais hacía rechinar su pluma sobre el papel.

—Vamos, mi buen amigo —dijo—, retírese, este espectáculo le desgarra.

Una vez que salió Carlos, el farmacéutico y el cura reanudaron sus discusiones.

—¡Lea a Voltaire! —decía uno—; lea a D'Holbach, lea la Enciclopedia.

—Lea las Cartas de algunos judíos portugueses
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—decía el otro—; lea la Razón del cristianismo, por Nicolás, antiguo magistrado.

Se acaloraban, estaban rojos, hablaban a un tiempo, sin escucharse; Bournisien se escandalizaba de semejante audacia; Homais se maravillaba de semejante tontería; y no les faltaba mucho para insultarse cuando, de pronto, reapareció Carlos. Una fascinación le atraía. Subía continuamente la escalera.

Se ponía enfrente de Emma para verla mejor, y se perdía en esta contemplación, que ya no era dolorosa a fuerza de ser profunda.

Recordaba historias de catalepsia, los milagros del magnetismo, y se decía que, queriéndolo con fuerza, quizás llegara a resucitarla. Incluso una vez se inclinó hacia ella, y dijo muy bajo: «¡Emma! ¡Emma!». Su aliento, fuertemente impulsado, hizo temblar la llama de los cirios contra la pared.

Al amanecer llegó la señora Bovary madre; Carlos, al abrazarla, se desbordó de nuevo en llanto. Ella trató, como ya lo había hecho el farmacéutico, de hacerle algunas observaciones sobre los gastos del entierro. Carlos se excitó tanto que su madre se calló, a incluso le encargó que fuese inmediatamente a la ciudad para comprar lo que hacía falta.

Carlos se quedó solo toda la tarde: habían llevado a Berta a casa de la señora Homais; Felicidad seguía arriba, en la habitación, con la tía Lefrançois.

Por la tarde recibió visitas. Se levantaba, estrechaba las manos sin poder hablar, después se sentaban unos junto a los otros formando un gran semicírculo delante de la chimenea. Con la cabeza baja y las piernas cruzadas, balanceaba una de ellas dando un suspiro de vez en cuando.

Y todos se aburrían enormemente, pero nadie se decidía a marcharse.

Cuando Homais volvió a las nueve (no se veía más que a él en la plaza desde hacía dos días), venía cargado de una provisión de alcanfor, de benjuí y de hierbas aromáticas. Llevaba también un recipiente lleno de cloro para alejar los miasmas.

En aquel momento, la criada, la señora Lefrançois y la señora Bovary madre daban vueltas alrededor de Emma terminando de vestirla, y bajaron el largo velo rígido que le tapó hasta sus zapatos de raso.

Felicidad sollozaba:

—¡Ah!, ¡mi pobre ama!, ¡mi pobre ama!

—¡Mírela —decía suspirando la mesonera—, qué preciosa está todavía! Se diría que va a levantarse inmediatamente.

Después se inclinaron para ponerle la corona.

Hubo que levantarle un poco la cabeza, y entonces un chorro de líquido negro salió de su boca como un vómito.

—¡Ah! ¡Dios mío!, ¡el vestido, tened cuidado! —exclamó la señora Lefrançois—. ¡Ayúdenos! —le decía al farmacéutico. ¿Acaso tiene miedo?

—¿Miedo yo? —replicó encogiéndose de hombros—. ¡Pues sí! ¡He visto a tantos en el Hospital cuando estudiaba farmacia! ¡Hacíamos ponche en el anfiteatro de las disecciones! La nada no espanta a un filósofo; a incluso, lo digo muchas veces, tengo la intención de legar mi cuerpo a los hospitales para que sirva después a la ciencia.

Al llegar el cura preguntó cómo estaba el señor, y a la respuesta del boticario, replicó.

—¡El golpe, como comprende, está todavía muy reciente!

Entonces Homais le felicitó por no estar expuesto, como todo el mundo, a perder una compañía querida; de donde se siguió una discusión sobre el celibato de los sacerdotes.

—Porque —decía el farmacéutico— ¡no es natural que un hombre se arregle sin mujeres!, se han visto crímenes…

—Pero ¡caramba! —exclamó el eclesiástico—, ¿cómo quiere usted que un individuo casado sea capaz de guardar, por ejemplo, el secreto de la confesión?

Homais atacó la confesión, Bournisien la defendió, se extendió sobre las restituciones que hacía operar. Citó diferentes anécdotas de ladrones que de pronto se habían vuelto honrados, militares que habiéndose acercado al tribunal de la penitencia habían notado que se les caían las vendas de los ojos. Había en Friburgo un ministro…

Su compañero dormía. Después, como se ahogaba un poco en la atmósfera demasiado pesada de la habitación, abrió la ventana lo cual despertó al farmacéutico.

—Vamos, ¡un polvito de rapé! —le dijo—. Tómelo, le despabilará.

En algún lugar, a lo lejos, se oían unos alaridos ininterrumpidos.

—¿Oye usted ladrar un perro? —dijo el farmacéutico.

—Se dice que olfatean a los muertos —respondió—. Es como las abejas: escapan de la colmena cuando muere una persona.

Homais no hizo ninguna observación sobre estos prejuicios, pues se había dormido.

El señor Bournisien, más robusto, continuó algún tiempo moviendo los labios muy despacio; después, insensiblemente, inclinó la cabeza, dejó caer su gordo libro negro y empezó a roncar.

Estaban uno enfrente del otro, con el vientre hacia fuera, la cara abotargada, el aire ceñudo, coincidiendo después de tanto desacuerdo en la misma debilidad humana; y no se movían más que el cadáver que estaba a su lado, que parecía dormir.

Cuando Carlos volvió a entrar, no los despertó. Era la última vez. Venía a decirle adiós.

Las hierbas aromáticas seguían humeando, y unos remolinos de vapor azulado se confundían en el borde de la ventana con la niebla que entraba.

Había algunas estrellas y la noche estaba templada.

La cera de los cirios caía en gruesas lágrimas sobre las sábanas. Carlos miraba cómo ardían, cansándose los ojos contra el resplandor de su llama amarilla.

Temblaban unos reflejos en el vestido de raso, blanco como un claro de luna. Emma desaparecía debajo, y a Carlos le parecía que, esparciéndose fuera de sí misma, se perdía confusamente en las cosas que la rodeaban, en el silencio, en la noche, en el viento que pasaba, en los olores húmedos que subían.

Después, de pronto, la veía en el jardín de Tostes, en el banco, junto al seto de espinos, en el umbral de su casa, en el patio de Les Bertaux. Seguía oyendo la risa de los chicos alegres que bailaban bajo los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de su cabellera y su vestido le temblaba en los brazos con un chisporroteo; y era el mismo, aquel vestido.

Estuvo mucho tiempo así recordando todas las felicidades desaparecidas: su actitud, sus gestos, el timbre de su voz. Después de una desesperación venía otra, y siempre, inagotablemente, cómo las olas de una marea que se desborda.

Sintió una terrible curiosidad: despacio, con la punta de los dedos, palpitante, le levantó el velo. Pero lanzó un grito de horror que despertó a los que dormían. Lo llevaron abajo, a la sala.

Después vino Felicidad a decir que el señor quería un mechón de pelo de la señora.

—¡Córtelo! —replicó el boticario.

Y como ella no se atrevía, se adelantó él mismo, con las tijeras en la mano. Temblaba tanto, que picó la piel de las sienes en varios sitios. Por fin, venciendo la emoción, Homais dio dos o tres grandes tijeretazos al azar, lo cual dejó marcas blancas en aquella hermosa cabellera negra.

El farmacéutico y el cura volvieron a sumergirse en sus ocupaciones, no sin dormir de vez en cuando, de lo cual se acusaban recíprocamente cada vez que volvían a despertar. Entonces el señor Bournisien rociaba la habitación con agua bendita y Homais echaba un poco de cloro en el suelo.

Felicidad había tenido la precaución de poner para ellos, sobre la cómoda, una botella de aguardiente, un queso y un gran bizcocho. Por eso el boticario, que no podía más, suspiró hacia las cuatro de la mañana:

—¡La verdad es que de buena gana me tomaría algo!

El eclesiástico no se hizo rogar; salió para ir a decir misa, volvió, después comieron y bebieron, bromeando un poco, sin saber por qué, animados por esa alegría vaga que nos invade después de sesiones de tristeza; y a la última copa, el cura dijo al farmacéutico, dándole palmadas en el hombro:

—¡Acabaremos por entendernos!

Abajo, en el vestíbulo, encontraron a los carpinteros que llegaban. Entonces Carlos, durante dos horas, tuvo que soportar el suplicio del martillo que resonaba sobre las tablas. Después la depositaron en su ataúd de roble que metieron en los otros dos; pero como el ataúd era demasiado ancho, hubo que rellenar los intersticios con la lana de un colchón. Por fin, una vez cepilladas, clavadas y soldadas las tres tapas, la expusieron delante de la puerta; se abrió de par en par la casa y empezó el desfile de los vecinos de Yonville.

Llegó el padre de Emma. Se desmayó en la plaza al ver el paño negro.

Capítulo X

No había recibido la carta del farmacéutico hasta treinta y seis horas después del acontecimiento; y en atención a su sensibilidad, el señor Homais la había redactado de tal manera que era imposible saber a qué atenerse.

El buen hombre cayó al principio como en un ataque de apoplejía. Después pensó que ella no había muerto. Pero podía estarlo… Por fin se puso la blusa, cogió el sombrero, sujetó una espuela a la bota y salió a galope tendido, y a todo lo largo de la carretera el tío Rouault, jadeante, se consumía de angustia. Una vez, incluso, se vio obligado a bajar. Ya no veía, oía voces a su alrededor, tenía la sensación de volverse loco.

Se hizo de día. Vio tres gallinas negras que dormían en un árbol; se estremeció espantado por este presagio. Entonces prometió a la Santísima Virgen tres casullas para la iglesia y que iría descalzo desde el cementerio de Les Bertaux hasta la capilla de Vassonville.

Entró en Maromme llamando desde lejos a la gente de la posada, derribó la puerta de un empujón, dio un salto sobre el saco de avena, echó en el pesebre una botella de sidra dulce, volvió a montar en su caballo que sacaba chispas con sus cuatro herraduras.

Se decía a sí mismo que sin duda la salvarían; los médicos descubrirían un remedio, estaba seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas que le habían contado.

Después se le apareció muerta. Estaba allí, tendida sobre la espalda, en medio de la carretera. Tiraba de las riendas y la alucinación desaparecía.

En Quincampoix, para animarse, tomó tres cafés uno detrás de otro.

Pensó que se habían equivocado de nombre al escribirle. Buscó la carta en el bolsillo, la palpó, pero no se atrevió a abrirla.

Llegó a suponer que quizás era una «broma», una venganza de alguien, una ocurrencia de algún juerguista, y, por otra parte, si su hija hubiera muerto ¿se sabría? ¡Pues no!, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de corderos. Vio el pueblo, le vieron galopar deprisa inclinado sobre el caballo, al que daba grandes latigazos y cuyas cinchas goteaban sangre.

Cuando volvió en sí, cayó envuelto en llanto en brazos de Bovary:

—¡Mi hija! ¡Emma!, ¡mi niña!, ¡explíqueme!

Y Carlos respondió sollozando:

—¡No sé, no sé!, ¡es una maldición!

El boticario los separó.

—Estos horribles detalles son inútiles. Ya informaré al señor. Está llegando gente. Un poco de dignidad, ¡caramba!, un poco de resignación.

Bovary quiso parecer fuerte y repitió varias veces:

—¡Sí!…, ¡valor!

—Bueno —exclamó el buen hombre, lo tendré, ¡rayos y truenos! Voy a acompañarla hasta el fin.

Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Hubo que ponerse en marcha.

Y sentados en una silla del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar delante de ellos continuamente a los tres chantres que salmodiaban. El serpentón soplaba a pleno pulmón. El señor Bournisien, revestido de ornamentos fúnebres, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el sagrario, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudis circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; cerca del facistol reposaba el ataúd entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos.

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