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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (45 page)

Trataba, sin embargo, de animarse a la devoción, de elevarse en la esperanza de una vida futura en donde la volvería a ver. Imaginaba que ella había salido de viaje, muy lejos, desde hacía tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, se apoderaba de él una rabia feroz, negra, desesperada. A veces creía no sentir nada más, y saboreaba este alivio de su dolor reprochándose al mismo tiempo ser un miserable.

Se oyó sobre las losas como el ruido seco de una barra de hierro que las golpeaba rítmicamente. Venía del fondo y se paró en seco en una nave lateral de la iglesia. Un hombre con gruesa chaqueta oscura se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del «Lion de d'Or». Se había puesto su pierna nueva.

Uno de los chantres vino a dar la vuelta a la nave para hacer la colecta y las grandes monedas sonaban, unas detrás de otras, en la bandeja de plata.

—¡Dense prisa! ¡Estoy que ya no puedo más! exclamó Bovary al tiempo que echaba encolerizado una moneda de cinco francos.

El eclesiástico le dio las gracias con una larga reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se volvían a levantar, aquello no terminaba. Recordó que una vez, en los primeros tiempos de su matrimonio, habían asistido juntos a misa y se habían puesto en el otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana empezó de nuevo, hubo un gran movimiento de sillas. Los portadores pasaron las tres varas bajo el féretro y salieron de la iglesia.

Entonces apareció Justino en el umbral de la farmacia. De pronto se volvió a meter dentro, pálido, vacilante.

La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre.

Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban a paso corto y algo jadeantes. Los sacerdotes, los chantres y los dos niños de coro recitaban el De profundis, y sus voces se esparcían por el campo subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata seguía irguiéndose entre los árboles.

Seguían las mujeres, tapadas con negros mantones con la capucha bajada; llevaban en la mano un gran cirio ardiendo, y Carlos se sentía desfallecer en aquella continua repetición de oraciones y de antorchas bajo esos olores empalagosos de cera y de sotana. Soplaba una brisa fresca, verdeaban los centenos y las colzas, unas gotitas de rocío temblaban al borde del camino sobre los setos de espinos. Toda suerte de ruidos alegres llenaba el horizonte: el crujido lejano de una carreta a lo largo de las roderas, el grito de un gallo que se repetía o el galope de un potro que se veía desaparecer bajo los manzanos. El cielo claro estaba salpicado de nubes rosadas; la luz azulada de las velas reflejaba sobre las chozas cubiertas de lirios; Carlos, al pasar, reconocía los corrales. Se acordaba de mañanas como ésta, en que, después de haber visitado a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.

El paño negro, sembrado de lentejuelas blancas, se levantaba de vez en cuando descubriendo el féretro. Los portadores, cansados, acortaban el paso, y el féretro avanzaba en continuas sacudidas, cabeceando como una chalupa a merced de las olas.

Llegaron al cementerio.

Los portadores siguieron hasta el fondo, a un lugar en el césped donde estaba cavada la fosa.

Formaron círculo en torno a ella; y mientras que el sacerdote hablaba, la tierra roja, echada sobre los bordes, corría por las esquinas, sin ruido, continuamente.

Después, una vez dispuestas las cuatro cuerdas, empujaron el féretro encima.

Él la vio bajar, bajar lentamente.

Por fin se oyó un choque, las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces el señor Bournisien tomó la pala que le ofrecía Lestiboudis; con su mano izquierda echó con fuerza una gran paletada de tierra, mientras que con la derecha asperjía la sepultura; y la madera del ataúd, golpeada por los guijarros, hizo ese ruido formidable que nos parece ser el de la resonancia de la eternidad.

El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era el señor Homais. Lo sacudió gravemente, y se lo pasó a su vez a Carlos, quien se hundió hasta las rodillas en tierra, y la echaba a puñados mientras exclamaba: «Adiós». Le enviaba besos; se arrastraba hacia la fosa para sepultarse con ella.

Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando quizás, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.

El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente a fumar una pipa, lo cual Homais, en su fuero interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente que el señor Binet se había abstenido de aparecer, que Tuvache se «había largado» después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, «como si no se pudiera encontrar un traje negro, ya que es la costumbre, ¡qué diablo!». Y para comunicar sus observaciones, iba de corro en corro. Todos lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo Lheureux, que no había faltado al entierro.

—¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!

El boticario decía:

—Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría haber atentado contra su propia vida.

—¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía la vi el sábado pasado en mi tienda!

—No he tenido tiempo —dijo Homais— de preparar unas palabras que hubiera pronunciado sobre su tumba.

De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa, y el tío Rouault volvió a ponerse la blusa azul. Estaba nueva, y como durante el viaje se había secado muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido en su cara; y la huella de las lágrimas hacía unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.

La señora Bovary madre estaba con ellos. Los tres estaban callados. Por fin, el buen hombre suspiró.

—¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una vez, cuando usted acababa de perder a su primera difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba algo que decirle; pero ahora…

Después, con un largo gemido que le levantó todo el pecho:

—¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted! He visto morir a mi mujer…, después a mi hijo…, y ahora, hoy, a mi hija.

Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo que no podría dormir en aquella casa. Ni siquiera quiso ver a su nieta.

—¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado dolorosa. Pero le dará muchos besos. ¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además, jamás olvidaré esto —dijo golpeándose el muslo; no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.

Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió su mirada como antaño la había vuelto en el camino de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas del pueblo estaban todas resplandecientes bajo los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera. Se puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte un cercado de tapias donde había unos bosquecillos de árboles negros diseminados entre piedras blancas, después continuó su camino a trote corto, pues su caballo cojeaba.

Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron mucho tiempo hablando juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no se separarían. Estuvo hábil y cariñosa, alegrándose interiormente de recuperar un afecto que se le escapaba desde hacía tantos años. Dieron las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba en silencio, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.

Rodolfo, que para distraerse había pateado el bosque todo el día, dormía tranquilamente en su castillo, y León, allá lejos, dormía igualmente.

Había otro que a aquella hora no dormía.

Sobre la fosa, entre los abetos, un muchacho lloraba arrodillado, y su pecho, deshecho en sollozos, jadeaba en la sombra bajo el agobio de una pena inmensa más dulce que la luna y más insondable que la noche. De pronto crujió la verja. Era Lestiboudis; venía a buscar su azadón que había olvidado poco antes. Reconoció a Justino que escalaba la tapia, y entonces supo a qué atenerse sobre el sinvergüenza que le robaba las patatas.

Capítulo XI

A día siguiente, Carlos mandó que le trajeran a la niña. La niña le preguntó por su mamá. Le dijeron que estaba ausente, que le traería juguetes. Berta volvió a hablar de ella varias veces; después, con el tiempo, se fue olvidando. La alegría de esta niña desconsolaba a Bovary, quien, además, tenía que soportar los intolerables consuelos del farmacéutico.

Pronto volvieron los problemas de dinero, pues el señor Lheureux azuzó de nuevo a su amigo Vinçart, y Carlos se empeñó en sumas exorbitantes; porque jamás quiso dar permiso para vender el menor de los objetos que le había pertenecido. Su madre se desesperó por esto. Carlos se indignó más que ella. Había cambiado por completo. La madre abandonó la casa.

Entonces todo el mundo empezó a aprovecharse. La señorita Lempereur reclamó seis meses de lecciones, aunque Emma jamás había tomado ni una sola, a pesar de aquella factura pagada que había mostrado a Bovary: era un acuerdo entre ellas dos; el que alquilaba libros reclamó tres años de suscripción; la tía Rolet reclamó el porte de una veintena de cartas, y como Carlos pedía explicaciones, ella tuvo que decirle:

—¡Ah!, ¡yo no sé nada!, eran cosas suyas.

A cada deuda que pagaba, Carlos creía haber terminado, pero continuamente aparecían otras.

Reclamó a sus pacientes el pago de visitas atrasadas. Le enseñaron las cartas que su mujer había enviado. Entonces hubo que pedir disculpas.

Felicidad llevaba ahora los vestidos de la señora; no todos, pues Carlos había guardado algunos, a iba a verlos a su tocador, donde se encerraba; ambas eran más o menos de la misma estatura; a menudo, Carlos, viéndola por detrás, era presa de una ilusión y exclamaba:

—¡Oh!, ¡quédate!, ¡quédate!

Pero por Pentecostés, Felicidad desapareció de Yonville, raptada por Teodoro, y llevándose todo lo que quedaba del guardarropa.

Fue por entonces cuando la señora viuda Dupuis tuvo el honor de participarle «el casamiento del señor León Dupuis, notario de Yvetot, con la señorita Leocadia Leboeuf, de Bondeville». En la felicitación que le envió Carlos escribió esta frase:

«¡Cuánto se habría alegrado mi pobre mujer!».

Un día en que, deambulando por casa sin ningún objeto, había subido al desván, notó bajo su pantufla una bolita de papel fino. Abrió y leyó: «¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! No quiero hacer la desgracia de su existencia». Era la carta de Rodolfo, caída al suelo entre cajas, que había quedado allí y que el viento de la buhardilla acababa de empujar hacia la puerta. Y Carlos se quedó inmóvil y con la boca abierta en el mismo sitio en que antes, aun más pálida que él, Emma, desesperada, había querido morir. Por fin, descubrió una R pequeña al final de la segunda página. ¿Qué era esto? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su desaparición repentina y el aire forzado que había mostrado al volver a verla después dos o tres veces. Pero el tono respetuoso de la carta le ilusionó.

«Quizás se han amado platónicamente» —se dijo.

Además, Carlos no era de esos que penetran hasta el fondo de las cosas; retrocedió ante las pruebas, y sus celos inciertos se perdieron en la inmensidad de su pena.

Han debido de adorarla, pensó. Todos los hombres, sin duda alguna, la desearon. Le pareció por esto más hermosa; y concibió un deseo permanente, furioso, que inflamaba su desesperación y que no tenía límites, porque ahora era irrealizable.

Para agradarle, como si siguiese viviendo, adoptó sus predilecciones, sus ideas; se compró unas botas de charol, empezó a ponerse corbatas blancas. Ponía cosmético en sus bigotes, firmó como ella pagarés. Emma lo corrompía desde el otro lado de la tumba.

Tuvo que vender la cubertería de plata pieza a pieza, después vendió los muebles del salón. Todas las habitaciones se desamueblaron; pero su habitación, la de Emma, quedó como antaño. Después de la cena, Carlos subía allí. Empujaba hacia la chimenea la mesa redonda y acercaba su sillón. Se sentaba enfrente. Ardía una vela en uno de los candelabros dorados. Berta, al lado de su padre, coloreaba imágenes.

El pobre hombre sufría al verla mal vestida, con sus botas sin cordones y la sisa de sus blusas rota hasta las caderas, pues la asistenta apenas se preocupaba de ella. Pero la niña era tan dulce, tan simpática, y su cabecita se inclinaba tan graciosamente dejando caer sobre sus mejillas rosadas su abundante cabellera rubia, que un deleite infinito le invadía, placer todo mezclado de amargura como esos vinos mal elaborados que huelen a resina. Carlos le arreglaba sus juguetes, le hacía muñecos de cartón o recosía el vientre roto de sus muñecas. Y cuando sus ojos tropezaban con la caja de la costura, con una cinta que arrastraba o incluso con un alfiler que había quedado en una ranura de la mesa, se quedaba pensativo, y parecía tan triste, que la niña se entristecía con él.

Ahora nadie venía a verlos, pues Justino se había fugado a Rouen, donde se empleó en una tienda de ultramarinos, y los hijos del boticario visitaban cada vez menos a la niña, sin que el señor Homais se preocupase, teniendo en cuenta la diferencia de sus condiciones sociales, por prolongar la intimidad.

El ciego, a quien no había podido curar con su pomada, había vuelto a la cuesta del Bois Guillaume, donde contaba a los viajeros el vano intento del farmacéutico, a tal punto que Homais, cuando iba a la ciudad, se escondía detrás de las cortinas de «La Golondrina» para evitar encontrarle. Lo detestaba, y por interés de su propia reputación, queriendo deshacerse de él a todo trance, puso en marcha un plan secreto, que revelaba la profundidad de su inteligencia y la perfidia de su vanidad. Durante seis meses consecutivos se pudo leer en el Fanal de Rouen sueltos de este género:

«Todas las personas que se dirigen hacia las fértiles tierras de la Picardía habrán observado sin duda, en la cuesta del Bois Guillaume, a un desgraciado afectado de una horrible llaga en la cara. Importuna, acosa y hasta cobra un verdadero impuesto a los viajeros. ¿Acaso estamos todavía en aquellos monstruosos tiempos de la Edad Media, en los que se permitía a los vagabundos exhibir por nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas que habían traído de la cruzada?».

O bien:

«A pesar de las leyes contra el vagabundeo, las proximidades de nuestras grandes ciudades continúan infestadas de bandas de mendigos. Algunos circulan aisladamente y, quizás, no son los menos peligrosos. ¿En qué piensan nuestros ediles?».

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