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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (2 page)

Tenía que procurarles mayor vida social. Habían estado siempre demasiado solas, de ahí su timidez cuando se encontraban entre extraños. ¡Si su madre estuviera viva!

—Rhoda desea que nos leas algo, papá —dijo su hija mayor, que se le había acercado mientras él se hallaba sumido en sus pensamientos.

A menudo les leía la obra de los poetas, preferentemente Tennyson y Coleridge. No se hacía mucho de rogar. Alice traía el volumen y él seleccionaba
The Lotos Eaters
[2]
. Las chicas se agrupaban a su alrededor, encantadas. Así pasaban las horas de las tardes de verano, ninguna de ellas más tranquila que la que nos ocupa. La voz cadenciosa del lector se mezclaba con el trino de un tordo.

Dejadnos en paz. El tiempo pasa rápido
y en un instante nuestros labios están fríos.
Dejadnos en paz. ¿Qué es lo que en realidad perdura?
Todo nos es arrebatado.

Se produjo una interrupción urgente, perentoria. Un granjero de Kingston Seymour sufría una alarmante enfermedad. El doctor debía acudir sin dilación.

—Lo siento, chicas. Decidle a James que ensille el caballo cuanto antes.

En diez minutos el doctor se dirigía a toda prisa en su coche hacia el lugar donde se le reclamaba.

Hacia las siete Rhoda Nunn se despidió, no sin anunciar con su habitual franqueza que antes de ir a casa iba a pasar por el paseo marítimo con la esperanza de encontrarse con el señor Smithson y su hija. La señora Nunn no se encontraba con ánimos de salir, aunque en tales circunstancias, aclaró Rhoda, la enferma prefería quedarse sola en casa.

—¿Estás segura de que lo prefiere? —se atrevió a preguntar Alice. La joven la miró sorprendida.

—¿Y por qué habría de mentir mamá?

Lo dijo con una ingenuidad que sacó a la luz un rasgo del carácter de Rhoda.

A las nueve el trío formado por las hermanas más pequeñas se había ido a la cama. Alice, Virginia y Gertrude estaban sentadas en el salón, concentradas en la lectura y de vez en cuando intercambiaban algún pequeño comentario. Apenas prestaron atención cuando se oyó un leve golpe en la puerta, puesto que supusieron que era la criada que venía a servir la cena. Pero cuando se abrió la puerta se produjo un misterioso silencio. Alice levantó la vista y se encontró con el rostro esperado, pero vio en él una expresión tan extraña que se levantó presa del miedo.

—¿Puedo hablar con usted, señorita?

La conversación que tuvo lugar en el pasillo fue breve. Acababa de llegar un mensajero con la noticia de que el doctor Madden, al volver de Kingston Seymour, había salido despedido de su vehículo y yacía sin sentido en una granja cercana al camino.

Durante algún tiempo el doctor había planeado comprar un nuevo caballo. Su viejo y fiel trotón tenía ya las rodillas demasiado débiles. Como en otros casos, en éste el aplazamiento acabó en fatalidad. El caballo tropezó y cayó y el conductor salió despedido de cabeza al suelo. Horas después le llevaron a casa, y durante uno o dos días mantuvieron viva la esperanza de que sobreviviera. Pero la prórroga concedida al agonizante sólo le permitió dictar y firmar un breve testamento. Una vez concluida la tarea, el doctor Madden cerró sus labios para siempre.

CAPÍTULO II
A LA DERIVA

Poco antes de las Navidades de 1887 una mujer que ya había pasado los treinta, y con una expresión de derrotado cansancio en su delgado rostro, llamaba a la puerta de una casa situada en una callejuela junto a Lavender Hill. Un cartel pegado a la puerta anunciaba que en la casa se alquilaba una habitación. Cuando se abrió la puerta y apareció una mujer entrada en años, de aspecto limpio y serio, la visitante, mirándola ansiosa, le hizo saber que estaba buscando habitación.

—Puede que sea sólo por unas semanas, o puede que más —dijo en voz baja y cansada, con acento que delataba buena cuna—. Me está resultando difícil encontrar lo que busco. Me basta una sola habitación y apenas necesito que me atiendan.

Sólo tenía una habitación en alquiler, replicó la otra. Podía verla.

Subieron al primer piso. La habitación estaba ubicada en la parte de atrás. Era pequeña pero amueblada con gusto. Su aspecto pareció satisfacer a la visitante, que sonreía tímidamente.

—¿Cuánto pide por ella?

—Eso depende del servicio que usted precise.

—Por supuesto. Creo que… ¿permite que me siente? Estoy muy cansada. Gracias. De hecho apenas necesito que me atiendan. Soy de costumbres muy sencillas. Yo misma me haré la cama y… y me encargaré del resto de las pequeñas tareas diarias. Quizá le pida que barra la habitación una vez a la semana.

La casera pareció meditarlo. A buen seguro ya había tenido experiencia con inquilinas deseosas de molestar lo menos posible. Observó de refilón a la desconocida.

—¿Y cuánto —fue por último su pregunta— está usted dispuesta a pagar?

—Quizá sea mejor que le explique mi situación. Durante años he sido la dama de compañía de una señora en Hampshire. Su muerte me ha obligado a vivir por mis propios medios, aunque espero que por poco tiempo. He venido a Londres porque una de mis hermanas pequeñas está aquí empleada en una tienda; fue ella la que me aconsejó que buscara alojamiento en esta parte de la ciudad, así estaré cerca de ella mientras me dedico a buscar trabajo. Puede que tenga la suerte de encontrarlo en Londres. Necesito un lugar tranquilo y económico. Una casa como la suya sería para mí ideal. ¿Podríamos llegar a un acuerdo que se ajustara a mi presupuesto?

De nuevo la casera se detuvo a pensarlo.

—¿Estaría dispuesta a pagar cinco chelines y medio?

—Sí, estoy dispuesta si usted me permite vivir a mi manera y eso no le causa insatisfacción alguna. De hecho soy vegetariana y como mis comidas son muy sencillas creo que puedo preparármelas yo misma. ¿Le importaría que lo hiciera aquí, en la habitación? Una tetera y una sartén es lo único que necesitaré. Como pasaré la mayor parte del día en casa, sí necesitaré naturalmente tener la chimenea encendida.

En el transcurso de la media hora siguiente habían llegado a un acuerdo que parecía convenir totalmente a ambas partes.

—No soy una de esas caseras avaras —aclaró la casera—. Creo que me hago justicia al decirlo. Si le saco cinco o seis chelines a mi habitación de invitados, me quedo satisfecha. Pero el inquilino que decida alquilarla debe asimismo cumplir con su parte. No me ha dicho usted su nombre, señorita.

—Señorita Madden. Tengo el equipaje en la estación. Lo traerán esta tarde. Y, como no me conoce usted, prefiero pagarle el alquiler por adelantado.

—Bueno, no es necesario que lo haga, pero como usted quiera.

—Entonces le doy ahora los cinco chelines y medio. ¿Sería tan amable de hacerme un recibo?

Así que la señorita Madden se instaló en Lavender Hill y vivió allí sola durante tres meses.

Recibía correo con frecuencia, pero sólo la visitaba una persona. Se trataba de su hermana Monica, en aquel entonces empleada en una tapicería de Walworth Road. La joven la visitaba todos los domingos y cuando hacía mal tiempo se pasaba el día encerrada en la pequeña habitación del primer piso. Casera e inquilina mantenían una relación de notable cordialidad; ésta pagaba su alquiler con exactitud y aquélla tenía con la joven pequeños detalles que no entraban en el contrato original.

Pasó el tiempo y llegó la primavera de 1888. Una tarde la señorita Madden bajó a la cocina y llamó a la puerta con su habitual timidez:

—¿Está usted libre, señora Conisbee? ¿Puedo hablar con usted un momento?

La casera estaba sola, ocupada únicamente en planchar unas sábanas que acababa de lavar.

—Ya le he hablado algunas veces de mi hermana. Siento decir que deja su puesto en casa de la familia de Hereford donde trabaja. Los niños empiezan a ir a la escuela y ya no precisan de sus servicios.

—¿Ah, sí?

—Sí. Durante algún tiempo necesitará alojamiento y se me ha ocurrido, señora Conisbee, que… quizá usted no pondría objeción a que compartiera mi habitación. Naturalmente le pagaríamos más. La habitación es pequeña para dos personas pero sólo sería por un tiempo. Mi hermana es una buena maestra con experiencia y estoy segura de que no le costará encontrar otro puesto.

La señora Conisbee lo pensó unos segundos pero sin atisbo de fastidio. Tenía pruebas suficientes de que podía confiar plenamente en su inquilina.

—Bueno, siempre que puedan arreglárselas —replicó—. No veo por qué habría yo de oponerme, si son ustedes capaces de vivir las dos en esa habitación tan pequeña. En cuanto al alquiler, me basta con que me paguen siete chelines en vez de cinco y medio.

—Gracias, señora Conisbee, muchísimas gracias. Voy a escribirle a mi hermana ahora mismo. La noticia la va a aliviar enormemente. Vamos a pasar unas pequeñas vacaciones juntas.

Una semana más tarde llegaba a la casa la mayor de las tres Madden. Como era prácticamente imposible encontrar sitio para sus baúles en la habitación, la señora Conisbee dejó que los metieran en la habitación que ocupaba su hija y que estaba en el mismo piso. Al cabo de uno o dos días las hermanas habían empezado una vida perfectamente ordenada. Salían cuando el tiempo lo permitía, mañana o tarde. Era la primera vez que Alice Madden visitaba Londres. Deseaba verlo todo pero era víctima de las restricciones que imponían la pobreza y la mala salud. Después del anochecer ni ella ni Virginia salían de la casa.

Físicamente las dos hermanas no tenían demasiado en común.

La mayor (que ya había cumplido los treinta y cinco) mostraba cierta tendencia a la corpulencia como resultado de una vida sedentaria. Tenía los hombros redondeados y las piernas cortas. Su rostro no habría resultado desagradable de no haber sido por el precario estado del cutis; si la buena salud hubiera redondeado y dado color a sus rasgos feúchos, éstos habrían expresado fácilmente la amabilidad y la sinceridad de su carácter. Tenía las mejillas caídas e hinchadas y permanentemente enrojecidas por el frío; unos cuantos granos moteaban habitualmente su frente y la barbilla deforme se perdía en dos o tres dobleces carnosos. Casi tan tímida como cuando era niña, caminaba a paso rápido y desgarbado como intentando escapar de alguien, con la cabeza siempre gacha.

Virginia (de unos treinta y tres años) tenía también un aspecto poco saludable pero la pobreza o la corrupción de su sangre se manifestaba de forma menos visible. No era difícil adivinar que había sido atractiva y desde algunos ángulos su rostro todavía conservaba cierta gracia, cierta dulzura, tanto más aplicable por cuanto amenazaba con extinguirse. Virginia envejecía rápidamente; sus labios laxos iban acentuando su laxitud, destacando de forma especial un rasgo que cualquiera hubiera pasado por alto; se le hundían los ojos a mayor profundidad; las arrugas extendían sus redes y la piel del cuello perdía la vida. Su cuerpo, alto y delgado, no parecía lo suficientemente fuerte para mantenerse erguido.

Alice era morena, pero de escaso cabello. Virginia era casi pelirroja; coronaba su diminuta cabeza con rizos y trenzas que no carecían de cierta belleza. La voz de la hermana mayor se había contraído hasta convertirse en desagradable ronquera, aunque pronunciaba perfectamente al hablar; sin duda había heredado de sus hábitos de estudiosa una leve pedantería y engolamiento en la expresión. Virginia era mucho más natural y su expresión mucho más fluida, incluso se movía con muchísima más gracia.

Habían transcurrido dieciséis años desde la muerte del doctor Madden de Clevedon. La historia de la vida de sus hijas durante el intervalo puede resumirse brevemente dado su escaso interés.

Cuando los asuntos del doctor quedaron zanjados, se descubrió que el patrimonio de sus seis hijas era aproximadamente de unas ochocientas libras.

Ochocientas libras son, sin duda, una buena suma; pero, dadas las circunstancias, ¿cómo repartirlas?

De Cheltenham llegó un tío soltero de unos sesenta años. Este caballero vivía con una pensión de setenta libras que dejaría de existir al mismo tiempo que él. Debe reconocérsele que pagó de su bolsillo el billete de tren de Cheltenham a Clevedon para asistir al entierro de su hermano y para dedicarles unas palabras de consuelo a sus sobrinas. Sus influencias eran nulas; su iniciativa, inexistente. No podía contarse con él para ningún tipo de ayuda.

Desde Richmond, Yorkshire, y en respuesta a una carta de Alice, escribió una vieja, viejísima tía de la difunta señora Madden, que en algunas ocasiones había mandado regalos a las niñas. Su caligrafía apenas se entendía; al parecer contenía algunos fragmentos de las Escrituras, pero nada parecido a algún consejo práctico. Esta anciana señora no tenía posesión alguna. Y, por lo que las chicas sabían, era el único familiar vivo de su madre.

El albacea del testamento era un comerciante de Clevedon, un buen amigo de la familia durante años, gentil y capaz, con talentos y conocimientos superiores a su posición. De acuerdo con otras bienintencionadas personas, que observaban con nerviosismo las circunstancias por las que atravesaban las Madden, el señor Hungerford (a quien la instrucción testamentaria le permitía mayor libertad de acción) decidió que las tres mayores debían a partir de ese instante ganarse el sustento, y que las tres hermanas más pequeñas debían vivir juntas al cuidado de una señora que disponía de magros ingresos y que ofreció casa y manutención a cambio de ayuda para cubrir sus escasos gastos y necesidades. Una prudente inversión de las ochocientas libras podía así alimentar, vestir, y de algún modo educar a Martha, Isabel y Monica. Dejar resuelto el futuro próximo era más que suficiente. Las demás circunstancias irían resolviéndose sobre la marcha.

Alice consiguió un puesto en una guardería por dieciséis libras al año. Virginia tuvo la suerte de que la aceptaran como dama de compañía de una señora en Weston-super-Mare; su sueldo era de veinte libras. Gertrude, a sus catorce años, se trasladó también a Weston, donde le ofrecieron empleo en una tienda de regalos. El sueldo, inexistente, aunque tenía asegurados alojamiento, ropa y comida.

Pasaron diez años durante los cuales se produjeron muchos cambios.

Gertrude y Martha habían muerto, la primera de tuberculosis y la segunda ahogada en el vuelco de un barco de recreo. El señor Hungerford también había muerto y un nuevo albacea administraba la fundación que pertenecía todavía a las cuatro hijas supervivientes. Alice se dedicaba a la enseñanza; Virginia seguía de dama de compañía. Isabel, ya cumplidos los veinte, era maestra en un internado de Bridgewater, y Monica, con apenas quince años, estaba a punto de convertirse en aprendiz de tapicera en Weston, donde vivía Virginia. Monica jamás habría elegido estar detrás de un mostrador si hubiera tenido a su alcance otro empleo. Carecía por completo de otras aptitudes que no fueran su belleza, su alegría y su encanto, y era especialmente dependiente del amor y de la amabilidad de la gente que la rodeaba. Hablaba y se desenvolvía como su madre. Es decir, tenía una elegancia innata. Sin duda era una pena que una joven como ella no pudiera llegar a conocer a alguien que gozara de una posición más elevada en la vida, pero había llegado el momento en que tenía que «hacer algo», y la gente en quien buscaba ayuda tenía escasa experiencia en la vida. Alice y Virginia suspiraban al ver el contraste entre su situación actual y las esperanzas ya caducas, pero sus propias carreras hacían pensar que era probable que a Monica le fuera mejor «en los negocios» que en una situación más distinguida. Y con toda seguridad, en un lugar como Weston, con su hermana haciendo las veces de carabina ocasional, en poco tiempo se libraría de la necesidad de trabajar para vivir.

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