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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (4 page)

—Pero han pasado...

—Cincuenta y cuatro años. —Skade asintió—. Sí, lo sé. Por supuesto, ha habido paréntesis y treguas, ceses de las hostilidades y breves interludios de distensión. Pero no han cuajado. Los viejos cismas ideológicos se han reabierto como heridas sin cerrar. En el fondo ellos nunca han confiado en nosotros y, por nuestra parte, siempre los hemos considerado luditas reaccionarios, incapaces de afrontar la siguiente fase de la trascendencia humana.

Galiana sintió, por vez primera desde su despertar, una extraña presión similar a una migraña localizada detrás de los ojos. La sensación vino acompañada de una borrasca de emociones primitivas que surgían desde la parte más antigua de su cerebro de mamífero. Era el terrible miedo a ser perseguido, la impresión de que se acercaba una hueste de siniestros depredadores.

Máquinas, dijo un recuerdo. Máquinas como lobos, que surgieron del espacio interestelar y persiguieron tu llama de escape.

Los llamaste lobos, Galiana.

A ellos.

A nosotros.

Ese extraño momento pasó.

—Pero si trabajamos juntos tan bien, durante mucho tiempo... —repuso Galiana—. Sin duda podemos volver a encontrar puntos de acuerdo. Hay cosas más importantes de las que preocuparse que mezquinas luchas de poder sobre quién controla un único sistema.

Skade sacudió la cabeza.

—Me temo que ya es demasiado tarde. Ha habido demasiadas muertes, demasiadas promesas rotas, demasiadas atrocidades. El conflicto se ha extendido a los demás sistemas en los que hay combinados y demarquistas. —Sonrió, aunque su gesto parecía forzado, como si su rostro luchase por recuperar al instante el estado neutro en cuanto relajara los músculos—. Pero las cosas no son tan desesperadas como imaginas. La guerra está decantándose a nuestro favor, despacio pero sin pausa. Clavain volvió hace veintidós años y de inmediato comenzó a influir en el resultado. Hasta su regreso habíamos permanecido a la defensiva y habíamos caído en la trampa de actuar como una auténtica mente de colmena. Eso provocaba que al enemigo le fuese muy fácil prever nuestros movimientos. Clavain nos sacó de esa encerrona.

Galiana trató de apartar de su cabeza el recuerdo de los lobos y de retornar en sus pensamientos a la época en que había conocido a Clavain. Fue en Marte, donde había estado luchando contra ella como soldado de la Coalición por la Pureza Neuronal. La coalición se oponía a sus experimentos para mejorar la mente y consideraba la aniquilación total de los combinados como la única salida aceptable.

Pero Clavain fue capaz de ver el cuadro completo. Primero, como prisionero de Galiana, le hizo comprender lo aterradores que parecían sus experimentos al resto del sistema. Galiana no acabó de comprenderlo hasta que Clavain se lo explicó pacientemente a lo largo de muchos meses de encarcelamiento. Después, cuando fue liberado y se negociaron los términos de un alto el fuego, fue Clavain quien trajo a los demarquistas para que actuaran como tercera parte neutral. Los demarquistas habían diseñado el documento de la tregua, y Clavain presionó a Galiana hasta que lo firmó. Fue un golpe maestro que cimentó una alianza entre los demarquistas y los combinados que habría de durar siglos, hasta que la Coalición para la Pureza Neuronal no fue más que una nota a pie de página en los libros de historia. Los combinados siguieron adelante con sus experimentos neurológicos, que eran tolerados y hasta alentados siempre que no trataran de absorber otras culturas. Los demarquistas hacían uso de sus tecnologías y ejercían de intermediarios ante otras facciones humanas.

Todo el mundo estaba contento.

Pero, en el fondo, Skade se hallaba en lo cierto: aquella alianza siempre había sido incómoda. La guerra, en uno u otro momento, era casi inevitable..., en especial al aparecer algo como la plaga de fusión.

Pero, ¿durante cincuenta y cuatro condenados años? Clavain no hubiera tolerado nunca algo así, pensó. El hubiese comprendido la terrible pérdida de esfuerzo humano que suponía una guerra tal y habría encontrado el modo de ponerle fin definitivamente, o al menos buscaría un cese permanente de las hostilidades.

La presión similar a una migraña seguía acompañándola, con algo más de intensidad que antes. Galiana tenía la inquietante sensación de que algo miraba a través de sus ojos, desde dentro del cráneo, como si no fuera la única inquilina.

Redujimos la distancia hasta tus dos naves con el trote pausado de antiguos asesinos que no poseen ninguna memoria racial del fracaso. Sentiste nuestras mentes, funestos intelectos al borde de la peligrosa frontera de la inteligencia, tan viejos y fríos como el polvo entre las estrellas.

Sentiste nuestra hambre.

—Pero Clavain... —dijo ella.

—¿Qué pasa con Clavain?

—Habría encontrado la manera de acabar con esto, Skade, de un modo u otro. ¿Por qué no lo ha hecho?

Skade apartó la mirada durante un instante, de modo que su cresta recordaba a unas estrechas cumbres vistas de perfil. Cuando volvió a girarse, su faz trataba de adoptar una expresión muy extraña.

Nos viste tomar tu primera nave, ahogada en una masa de inquisitivas máquinas negras. Las máquinas royeron la nave de lado a lado. La viste detonar, la explosión grabó en tu retina su figura de cisne rosado y sentiste una red mental que se desgajaba, como la pérdida de un millar de niños.

Intentaste seguir adelante, pero ya era demasiado tarde.

Cuando alcanzamos tu nave, fuimos más cuidadosos.

—Esto no resulta fácil, Galiana.

—¿El qué?

—Es sobre Clavain.

—Me has dicho que regresó.

—Lo hizo, y también Felka. Pero lamento informarte de que ambos han fallecido. —Las palabras llegaron una detrás de otra, lentas como la respiración—. Fue hace once años. Se produjo un ataque de los demarquistas, un golpe afortunado contra el nido, y ambos murieron.

Solo cabía una respuesta racional, la incredulidad.

—¡No!

—Lo siento. Ojalá hubiera algún otro modo... —La cresta de Skade destelló de color azul marino—. Ojalá nunca hubiera sucedido. Eran para nosotros valiosos recursos...

—¿«Recursos»?

Skade debió de percibir la furia de Galiana.

—Me refiero a que eran amados. Lloramos su pérdida, Galiana, todos nosotros —explicó.

—Entonces muéstramelo. Abre tu mente, deja caer las barricadas. Quiero verlo desde dentro.

Skade se quedó junto al lateral de la arqueta. —¿Por qué, Galiana?

—Porque hasta que no lo vea desde allí, no sabré si me estás diciendo la verdad.

—No te miento —dijo Skade con suavidad—. Pero no puedo permitir que nuestras mentes se hablen. Verás, hay algo dentro de tu cabeza. Algo que no comprendemos, salvo que sin duda es alienígena y probablemente hostil.

—No me creo...

Pero la presión detrás de los ojos se agudizó de repente. Galiana experimentó la repulsiva sensación de ser echada a un lado, usurpada, arrinconada en una pequeña esquina inerme de su propio cráneo. Algo indescriptiblemente siniestro y antiguo se había hecho con el control inmediato y se agazapaba detrás de sus ojos.

Se oyó a sí misma hablar de nuevo: —¿Te refieres a mí?

Skade solo pareció ligeramente sorprendida. Galiana admiró el temple de aquella combinada.

—Tal vez. ¿Quién eres tú, con exactitud?

—No tengo otro nombre que el que ella me dio.

—¿Ella? —preguntó Skade con ligereza. Pero su cresta titilaba de un nervioso color verdusco pálido, que demostraba terror pese a que su voz conservaba la calma.

—Galiana —replicó aquel ser—. Antes de que la conquistáramos nos llamaba, llamaba a mi mente, «los lobos». Alcanzamos su nave y nos infiltramos en ella, después de destruir la otra. Al principio apenas comprendíamos lo que eran. Pero luego abrimos sus cráneos y absorbimos sus sistemas nerviosos centrales. Entonces aprendimos mucho más. Cómo pensaban, cómo se comunicaban, qué habían hecho con sus cerebros.

Galiana trató de moverse, a pesar de que Skade ya la había situado en un estado de parálisis. Intentó gritar, pero el lobo (pues así era exactamente como ella los había llamado) tenía un control absoluto sobre su voz.

Ahora empezaba a recordarlo todo.

—¿Por qué no la mataste?

—No es eso —reprendió la voz—. La pregunta que deberías hacer es distinta: ¿por qué no se suicidó ella antes de llegar a esto? Podría haberlo hecho, lo sabes. Estaba en su mano destruir toda la nave y a todos los que albergaba, solo con desearlo.

—Y entonces, ¿por qué no lo hizo?

—Llegamos a un acuerdo después de matar a su tripulación y dejarla sola. Ella no se suicidaría, siempre que nosotros le permitiéramos regresar a casa. Galiana sabía lo que eso significaba: invadiríamos su cráneo y hurgaríamos en sus recuerdos.

—¿Pero por qué ella?

—Fue vuestra reina, Skade. En cuanto alcanzamos las mentes de su tripulación, supimos que era la única que realmente nos era necesaria.

Skade guardó silencio. Colores aguamarinas y jades se perseguían en pequeñas oleadas de la ceja a la nuca.

—Nunca se hubiera arriesgado a conduciros hasta aquí.

—Sí que lo haría, si pensara que el riesgo quedaba compensado por el beneficio de una alerta temprana. Era un compromiso, como comprenderás. Nos dio tiempo para aprender y la esperanza de descubrir mucho más. Algo que hemos hecho, Skade.

Skade se llevó un dedo al labio superior y después lo sostuvo por delante, como si comprobara la dirección del viento.

—Si de verdad sois una inteligencia alienígena superior y sabéis dónde estamos, ya hubierais venido a por nosotros.

—Muy bien, Skade. Y en cierto sentido tienes razón. No sabemos exactamente adonde nos ha traído Galiana. Es decir, yo sí lo sé, pero no puedo comunicar esa información a mis compañeros. Pero eso carecerá de importancia. Sois una cultura que explora las estrellas. Dividida en diversas facciones, cierto, pero desde nuestra perspectiva esas distinciones son irrelevantes. Gracias a los recuerdos que hemos extraído y a las memorias en las que aún nadamos, conocemos de forma aproximada la región del espacio que habitáis. Os estáis expandiendo y la superficie de la envoltura de vuestra propagación crece geométricamente, de modo que en todo momento aumenta la probabilidad de que os encontréis con nosotros. Ya ha sucedido una vez, y puede haber ocurrido en cualquier otro lugar, en otros puntos de la frontera de la esfera.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Skade.

—Para asustarte, ¿qué otro motivo podría haber?

Pero Skade era demasiado lista para picar.

—No, tiene que haber otra razón. Quieres que piense que podrías ser útil, ¿no es verdad?

—¿Y cómo? —susurró divertida la voz del lobo.

—Podría matarte en este mismo momento. Al fin y al cabo, la advertencia ya ha sido entregada.

Si Galiana fuese capaz de moverse o de parpadear siquiera, hubiese respondido con una afirmación enfática. Quería morir. ¿Para qué vivir ya? Clavain se había ido, Felka también. Estaba convencida de ello, tan segura como de que, por muy ingenuos que fueran los combinados, nunca la liberarían de lo que había dentro de su cabeza.

Skade estaba en lo cierto. Galiana había cumplido su propósito, desempeñando su último deber para con el Nido Madre. Ya sabían que los lobos estaban ahí fuera y que, con toda seguridad, se aproximaban poco a poco, olfateando la sangre humana.

No había motivo para que la mantuvieran viva ni un minuto más. El lobo no dejaría de buscar una oportunidad de escapar de su cabeza, sin importar lo vigilante que fuera Skade. El Nido Madre podría aprender algo de él, alguna pista accesoria, su motivación o quizá un punto débil, pero, ante eso, había que contraponer las terribles consecuencias que tendría su huida.

Galiana lo sabía. De igual modo que el lobo había accedido a sus recuerdos, también ella percibía parte de su historia, mediante algún tenue proceso, quizá deliberado, de retrocontaminación. 'No había nada concreto, muy poca cosa que realmente se pudiera plasmar en palabras. Pero lo que sintió era una letanía de genocidio quirúrgico con evos de antigüedad, un abominable proceso de limpieza declarado contra las especies inteligentes emergentes. Los registros se habían preservado con macabra meticulosidad burocrática a lo largo de cientos de millones de años de tiempo galáctico, en los que cada nueva extinción no era más que una anotación en el libro de contabilidad. Detectó la ocasional desinfección desesperada, matanzas selectivas iniciadas después de lo que sería deseable. Incluso notó las raras ocasiones en las que había tenido lugar una intervención brutal, cuando los exterminios previos no se habían realizado de forma satisfactoria.

Pero lo que no hallo en ningún momento fue un fracaso definitivo.

De repente, por sorpresa, el lobo se echó a un lado. Le estaba dejando hablar.

—Skade —dijo Galiana.

—Dime.

—Mátame, por favor. Mátame ya.

1

Antoinette Bax observó al proxy de la policía desplegarse desde la escotilla. La máquina consistía básicamente en una armadura negra compuesta por planos y unos afilados miembros articulados, como una escultura hecha con muchos pares de tijeras. Estaba mortalmente frío, porque viajaba agarrado a la parte exterior de uno de los tres cúteres policiales que ahora inmovilizaban su nave. La escarcha del propelente, de color orín, hervía en pequeños remolinos y hermosas hélices.

—Por favor, manténgase a distancia —dijo el proxy—. No se recomienda el contacto físico.

La nube de propelente tenía un olor tóxico. Antoinette cerró de golpe su visera en cuanto el proxy asomó por la escotilla.

—No sé qué espera encontrar aquí —dijo, siguiéndolo a cierta distancia.

—No lo sabremos hasta que lo encontremos —respondió el proxy, que ya había identificado la frecuencia de la radio de su traje.

—Mire, no soy una contrabandista. No me apetece demasiado acabar muerta.

—Eso es lo que dicen todos.

—¿Por qué iba a querer meter nadie un alijo en el hospicio Idlewild? Son un hatajo de pirados religiosos y ascéticos, no unos tipos metidos en el contrabando. —Vaya, parece que sabe un par de cosas sobre contrabando, ¿verdad? —Nunca he dicho...

—No importa. El caso es, señorita Bax, que estamos en guerra. Yo diría que no se puede descartar nada.

El proxy se detuvo y se flexionó. Largos copos de hielo amarillo se desprendieron con un crujido de los ejes de sus articulaciones. El cuerpo de la máquina era un huevo negro rebordeado del que surgían numerosos miembros, manipuladores y armas. Dentro no había espacio para el piloto, solo para la maquinaria necesaria para mantener al proxy en contacto con el verdadero piloto, que seguía dentro de uno de los tres cúteres, desprovisto de los órganos no esenciales e incrustado en una lata de soporte vital.

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