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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (6 page)

Tras aquella breve excitación, no quedó gran cosa por hacer en la nave salvo comer y dormir, y trató de evitar esto último tanto como podía permitirse de forma razonable. Sus sueños eran repetitivos e inquietantes: noche tras noche era tomada prisionera por las arañas, raptada de una nave de línea que cubría un trayecto entre los carruseles del Cinturón Oxidado. Las arañas la conducían a una de sus bases cometarias en la frontera del sistema. Allí le abrían el cráneo por la mitad e introducían refulgentes artilugios de interrogación en la blanda masa gris de su cerebro. Entonces, justo cuando casi se había convertido ella también en una araña, cuando sus propios recuerdos estaban a punto de ser borrados y ya le introducían todos los implantes que la atarían a su mente comunal, llegaban los zombis. Asaltaban el cometa en hordas de naves de combate con forma de cuña, disparando contra el hielo cápsulas de penetración en forma de sacacorchos que lo derretían hasta alcanzar las madrigueras del núcleo. Allí soltaban valientes soldados de roja armadura que arrasaban el laberinto de túneles del cometa, matando arañas con la precisión humana de unos soldados entrenados para no desperdiciar nunca un solo dardo, bala o carga de munición.

Un apuesto recluta zombi la sacaba de la sala de interrogatorios y adoctrinamiento de las arañas, le aplicaba los procedimientos médicos de emergencia para purgar de su cerebro las máquinas invasoras, curaba y suturaba su cráneo y por último la situaba en coma recuperador para el largo viaje de vuelta a los hospitales civiles del sistema interior. Sostenía su mano mientras la llevaban a la sala fría.

Era casi siempre la misma mierda. Los zombis la habían infectado con un sueño de propaganda y, aunque había tomado el régimen de agentes purgantes que solía estar recomendado, no lograba librarse por completo de él. Aunque tampoco lo deseaba especialmente: la única noche que había dormido sin verse asaltada por la publicidad de los demarquistas, se había pasado todo el tiempo soñando cosas tristes sobre su padre.

Sabía que la propaganda zombi era, hasta cierto punto, exagerada. Pero solo en los detalles; nadie ponía en duda lo que hacían los combinados a cualquiera con tan mala suerte como para convertirse en su cautivo. Del mismo modo, Antoinette estaba segura de que ser tomada prisionera por los demarquistas no debía de ser lo que se dice una merienda campestre.

Pero el conflicto quedaba a gran distancia, a pesar de que en teoría se hallaba en la zona de guerra. Había diseñado su trayectoria de modo que evitara los principales frentes de batalla. En alguna ocasión vio lejanos destellos luminosos, indicación de que se estaban entablando combates titánicos a horas luz de su posición actual. Pero en aquellos silenciosos resplandores había algo de irreal que permitió que Antoinette imaginara que la guerra había terminado y que ella se encontraba simplemente en un trayecto interplanetario de rutina. Y eso tampoco estaba tan apartado de la realidad. Todos los observadores neutrales coincidían en que la guerra estaba dando sus últimos coletazos y que los zombis perdían terreno en todos los frentes. Por el contrario, las arañas ganaban mes a mes y avanzaban hacia Yellowstone.

Pero aunque el desenlace estuviera ya claro, la guerra aún no había terminado y ella todavía podía convertirse en una baja más si no andaba con ojo. Y en tal caso podría comprobar lo preciso que era realmente aquel sueño propagandístico.

Pensó en todo eso mientras torcía hacia Sueño Mandarina, el mayor planeta de tipo joviano de todo el sistema Épsilon Eridani. Se acercaba veloz a tres gravedades, con los motores del Ave de Tormenta esforzándose a la máxima potencia. El gigante gaseoso era una amenazadora masa de color naranja pálido que se cernía sobre ella, pesadamente lleno de gravedad. Los satélites contra intrusos se apelotonaban alrededor del planeta y sus radiofaros ya se habían aferrado a su nave y comenzaban a bombardearla con mensajes cada vez más amenazadores.

Este es un volumen en disputa. Está violando los...

—Señorita..., ¿está segura de todo esto? Uno debe señalar con todo respeto que esta trayectoria es del todo inadecuada para una inserción orbital.

Antoinette hizo una mueca. Era prácticamente todo lo que podía intentar a tres gravedades.

—Lo sé, Bestia, pero hay un motivo excelente para ello. En realidad no vamos a entrar en órbita. En lugar de eso, nos dirigimos a la atmósfera. —¿Al interior de la atmósfera, señorita? —Sí, al interior.

Casi pudo oír crujir los engranajes de anticuadas subrutinas que se desperezaban por primera vez en décadas. La subpersona de Bestia yacía en una caja protectora refrigerada, con forma cilíndrica y del tamaño aproximado de un casco espacial. Ella solo la había visto un par de veces, ambas durante importantes despieces del ensamblaje del morro de la nave. Con pesados guantes, su padre la había extraído de su contenedor y los dos la habían contemplado con algo parecido al sobrecogimiento.

—¿Al interior de la atmósfera, dice? —repitió Bestia.

—Sé que no acaba de parecerse al procedimiento operativo habitual —reconoció Antoinette.

—¿Está totalmente segura de esto, señorita?

Antoinette se llevó la mano al bolsillo de la camisa y extrajo un trozo de papel impreso. Era ovalado y desgastado, y estaba roto por los bordes. En su superficie, un complejo patrón dibujado con tintas plateadas y doradas reflejaba la tenue luz. Toqueteó aquel pedazo como si fuera un talismán.

—Sí, Bestia —respondió—. Más segura de lo que he estado respecto a cualquier otra cosa.

—Muy bien, señorita.

Bestia, sin duda comprendiendo que una discusión no los llevaría a ninguna parte, comenzó a prepararse para un vuelo atmosférico.

Los planos esquemáticos del tablero de mandos mostraron púas y abrazaderas que la nave recogía en su interior, y escotillas que se cerraban herméticamente como un iris para mantener la integridad del casco. El proceso llevó varios minutos, e incluso así, cuando todo hubo terminado el Ave de Tormenta apenas parecía mejor preparado para desplazarse por el aire. Algunos de los bultos y protuberancias restantes resistirían el trayecto, pero todavía restaban unas cuantas espinas y pasadores de amarraje que probablemente serían arrancados al golpear la atmósfera. El Ave de Tormenta tendría que valerse sin ellos.

—Ahora escucha —dijo—. En alguna parte de ese cerebro tuyo están las rutinas para manejarte dentro de una atmósfera. Papá me habló de ellas en una ocasión, así que no finjas que nunca has oído hablar de algo así.

—Uno tratará de localizar los procedimientos relevantes a toda prisa.

—Bien —dijo ella, más animada.

—Pero aun así, ¿puede uno preguntar por qué no se mencionó antes la necesidad de esas rutinas?

—Porque, de haber tenido la menor idea de lo que planeaba, hubieses dispuesto de tiempo de sobra para convencerme de no hacerlo.

—Ya ve uno.

—No te hagas el ofendido. Solo estaba siendo pragmática.

—Como desee, señorita. —Bestia hizo una pausa lo bastante larga para lograr que Antoinette se sintiera culpable y grosera—. Uno ha localizado las rutinas. Uno debe señalar con todo su respeto que la última vez que se usaron fue hace sesenta y tres años, y que desde entonces se ha producido cierto número de cambios en el perfil del casco que pueden limitar la eficacia de...

—Perfecto. Estoy segura de que sabrás improvisar.

Pero no era nada fácil convencer a una nave diseñada para el vacío de que nadara en una atmósfera, aunque se tratara de la capa atmosférica superior de un gigante gaseoso, y con una nave tan redonda y generosamente acorazada como la suya. En el mejor de los casos, el A ve de Tormenta saldría de aquello con graves daños en el casco que, a pesar de todo, le permitirían cojear hasta llegar a su hogar en el Cinturón Oxidado. En el peor de los casos, la nave nunca volvería a ver espacio abierto.

Y, con toda seguridad, tampoco Antoinette.

Bueno, pensó, al menos había un consuelo: si destrozaba la nave, nunca tendría que comunicarle a Xavier la mala noticia. Podía ser peor.

Surgió un repique apagado en el panel.

—Bestia... —dijo Antoinette—, ¿es eso lo que yo creo?

—Muy posiblemente, señorita. Contacto de radar a dieciocho mil kilómetros de distancia, a tres grados justo por delante de nuestro rumbo, y apartado dos grados del norte de la eclíptica.

—Mierda. ¿Estás seguro de que no es un faro o una plataforma de armas?

—Demasiado grande para cualquiera de ambas opciones, señorita.

Antoinette no necesitaba ningún cálculo mental para deducir lo que eso significaba. Había otra nave entre ellos y la capa exterior del gigante gaseoso, otra nave cerca de la atmósfera.

—¿Qué puedes decirme de ella?

—Se aleja poco a poco, señorita, en curso directo hacia la atmósfera. Más bien parece como si planeara ejecutar una maniobra similar a la que usted tiene en mente, aunque se mueve varios kilómetros por segundo más rápido y su ángulo de aproximación es considerablemente más pronunciado.

—Suena como un zombi... ¿No crees, eh? —dijo de forma atropellada, tratando de convencerse a sí misma.

—No hay necesidad de realizar conjeturas, señorita. La nave acaba de fijar un haz estrecho sobre nosotros. El protocolo del mensaje es, en efecto, demarquista.

—¿Y por qué cojones se molestan en enfocarnos con un haz estrecho?

—Uno sugiere con todo respeto que lo averigüe.

Un haz estrecho era un medio de comunicación innecesariamente escrupuloso con dos naves tan próximas. Una simple emisión de radio habría funcionado igual de bien, y habría eliminado la necesidad de que la nave zombi apuntara su láser de mensajes justo al objetivo en movimiento que suponía el Ave de Tormenta.

—Saluda a quien sea —ordenó—. ¿Podemos devolverles otro haz estrecho?

—No sin volver a desplegar algo que me acaba de costar mucho esfuerzo replegar, señorita.

—Entonces hazlo, pero no olvides volver a guardarlo después.

Oyó la maquinaria que impulsaba una de las púas de regreso al vacío. Hubo un veloz chirrido de protocolos de mensaje entre ambas naves y después, de repente, Antoinette se encontró mirando el rostro de otra mujer. Parecía (si tal cosa era posible) más cansada, demacrada y tensa de lo que la propia Antoinette se sentía.

—Hola —dijo Antoinette—. ¿Puede verme bien?

El asentimiento de la mujer fue apenas perceptible. Su rostro de labios tirantes sugería amplias reservas de furia contenida, como el agua que se escurre por una presa.

—Sí, puedo verla.

—No esperaba encontrarme a nadie aquí fuera —comentó Antoinette—. Pensé que no era mala idea responder también por haz estrecho. —No hacía falta que se molestara. —¿Que me molestara? —repitió Antoinette.

—No después de que su radar ya nos hubiera iluminado. —La calva afeitada de la mujer brilló con un tono azulado cuando bajó la mirada para estudiar algo. No parecía mucho mayor que Antoinette, pero con los zombis uno nunca podía estar seguro.

—Er..., y eso es un problema, ¿verdad?

—Lo es cuando tratamos de escondernos de algo. No sé por qué está usted por aquí y, francamente, no me importa gran cosa. Sugiero que aborte lo que esté planeando. Este planeta joviano es un volumen en disputa, lo que significa que tendríamos todo el derecho a volarla por los aires en este mismo instante.

—No tengo ningún problema con los zom... con los demarquistas —dijo Antoinette.

—Me alegra mucho oírlo. Ahora dé media vuelta.

Antoinette desvió de nuevo la mirada en dirección al trozo de papel que se había sacado del bolsillo de la camisa. El dibujo mostraba un hombre que lucía un antiguo traje espacial, de esos que tenían junturas de fuelle, y que sostenía una botella a la altura de sus ojos. El anillo del cuello donde debería llevar abrochado el casco era una elipse rota de plata brillante. Sonreía mientras miraba la botella, que brillaba con un líquido dorado.

No, pensó Antoinette. Es hora de actuar con decisión.

—No voy a dar media vuelta —dijo—. Pero le doy mi palabra de que no quiero robar nada del planeta. No voy a acercarme siquiera a sus refinerías, ni nada parecido. Ni siquiera pienso abrir mis tomas. Solo entro y salgo, y no volveré a molestarlos más.

—Perfecto —dijo la mujer—. Me alegra oír eso. El problema es que no soy yo quien debería preocuparle. —¿No?

—No. —La mujer sonrió comprensiva—. Pero sí la nave que tiene detrás, la que no creo que haya descubierto todavía. —¿Detrás de mí? La mujer asintió. —Tiene las arañas a su espalda.

Fue entonces cuando Antoinette supo que estaba metida en serios problemas.

2

Cuando saltó la alarma, Skade estaba encajada entre dos oscuras masas curvadas de maquinaria. Uno de sus sensores había detectado una alteración en la postura de ataque de la nave, correspondiente a una escalada del estado de alerta de batalla. No se trataba necesariamente de una crisis, pero sin duda exigía su atención inmediata.

Desenchufó su compad de la maquinaria y la fibra óptica umbilical dio unas sacudidas mientras retornaba al interior del aparato. Apretó contra su estómago la pizarra en blanco del compad, donde se dobló y se adhirió a la tela negra almohadillada de su peto. Casi de inmediato, el compad comenzó a hacer una copia de seguridad de su zona de datos y la introdujo en una partición segura de la memoria a largo plazo de Skade.

Esta se arrastró por el estrecho espacio que quedaba entre los componentes de la máquina, para lo que tuvo que arquearse y retorcerse en las zonas más angostas. Después de avanzar veinte metros alcanzó el punto de salida y, ya con mayor comodidad, pudo asomarse por una estrecha abertura circular que acababa de abrirse en una pared. Entonces Skade se inmovilizó y quedó totalmente en silencio; incluso las ondas de color de su cresta se atenuaron. El telar de implantes de su cerebro no detectó otros combinados a menos de cincuenta metros, y le confirmó que todos los sistemas de monitorización de aquel corredor hacían oídos sordos a su repentina aparición. Pero, pese a todo, decidió ser cauta, y cuando se movió (mirando a un lado y a otro del pasillo) lo hizo con absoluta calma y cuidado, como un gato que se aventura en un territorio que no le resulta familiar.

No había nadie a la vista.

Cruzó por completo la abertura y emitió una orden mental que hizo que esta se comprimiera hasta formar un sello delgado e invisible. Solo ella sabía dónde estaban esos pasos, y únicamente funcionaban para ella. Incluso si Clavain lograba detectar la presencia de la maquinaria oculta, nunca hallaría el modo de llegar hasta ella sin usar la fuerza bruta, lo cual a su vez desencadenaría la autodestrucción de la propia maquinaria.

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