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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (2 page)

—Lincoln, George Lincoln —dijo sin poder evitar que cada sílaba sonara más emocionada.

—Amigo Hércules, el clima de Madrid le sienta mucho mejor que el de La Habana. Incluso tienes mejor color.

—Usted también —comentó el español. A Lincoln se le había olvidado el humor sarcástico de su amigo.

—Mi color es invariable —comentó el norteamericano sonriente.

—Estará cansado. Los trenes españoles no son muy cómodos. ¿Habrá viajado en primera?

—Si le digo la verdad —comentó Lincoln apoyando sus manos sobre sus riñones—, la almohada del patriarca Jacob era más cómoda que esas tablas.

—Espero que mi casa le resulte más confortable.

Los dos hombres comenzaron a caminar por el andén. El gran espacio de la estación se había despejado, gran parte de los viajeros ya habían abandonado el edificio. En la salida Hércules paró una berlina y atravesaron la ciudad empedrada. Lincoln observó el pequeño número de vehículos a motor que circulaban por las calles. Los trolebuses tirados por caballerías caminaban fatigosos por la gran avenida, los carros repletos de abastos, los vendedores ambulantes, obreros caminando con las caras sucias, mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y los curas con sus sotanas raídas y sus sombreros redondos abarrotaban la ciudad.

La avenida de árboles conocida como el paseo del Prado era una arteria inmensa que atravesaba de norte a sur el corazón mismo de la ciudad. En el lado derecho pudo ver un inmenso jardín con una valla alta y elegante, después un edificio de ladrillo con estatuas clásicas y pórticos suntuosos, el hotel Ritz; las fuentes de Neptuno y de Cibeles, el Palacio de Comunicaciones y el paseo de Recoletos, edificios elegantes que brillaban bajo aquella luz intensa y blanquecina.

La calesa tomó una pequeña calle jalonada de mansiones con pequeños jardines y se detuvo delante de una de ellas. Hércules pagó al cochero y ambos se dirigieron al edificio. La fachada era de piedra blanca, con grandes balcones y adornada ricamente. Después de atravesar la verja, saltaban a la vista todo tipo de flores que franqueaban un camino de piedra. Una escalinata amplia llevaba hasta la puerta principal.

Lincoln se quedó mirando el edificio a los pies de la escalera y Hércules le dio un codazo para que le siguiera.

—Esto es una mansión. Veo que no ha perdido el tiempo en estos años.

—Nada de esto es mío. Mejor dicho, esto es parte de la herencia de mis abuelos, pero ya te contaré su historia en otro momento. Será mejor que entres, te asees y descanses un poco. Tenemos mucho trabajo por delante. Aunque esta noche iremos a la ópera. ¿Has traído algún esmoquin o chaqué?

—Sí, claro y la pitillera de plata —dijo sonriendo Lincoln.

—Bueno, alquilaré un esmoquin para ti, hasta que mi sastre te corte uno.

La entrada daba a un gran hall cubierto de un mármol de tonos gris y blanco. La escalera central se dividía en dos brazos y una luz brillante de colores se introducía por unas vidrieras en las que se representaba una escena histórica. Hércules acompañó a su amigo hasta su habitación y se despidió de él advirtiéndole que le llamaría para almorzar.

Lincoln curioseó por la habitación. Luz eléctrica, agua corriente y caliente, una cama enorme, un escritorio francés blanco con ribetes de oro, cuadros de autores que él desconocía, todo un lujo. El policía norteamericano se preguntó cómo había cambiado tanto la vida de su amigo. En La Habana era un pobre diablo alcohólico, un militar deshonrado que vivía en burdeles de segunda y en Madrid, quince años después, parecía un aristócrata.

El agente se desnudó, llenó la bañera y se metió en el agua tibia. El calor en aquella casa parecía amortiguado por los techos altos y los muros gruesos, pero era agobiante desde las diez de la mañana. Él estaba acostumbrado, el verano de Nueva York podía ser la peor pesadilla de sus habitantes, pero aquella sequedad le taponaba la nariz y le secaba la garganta.

Cerró los ojos y su mente se transportó a Cuba, recordó a Helen, la intrépida periodista que les había ayudado en el misterio del Maine, al profesor Gordon y sus increíbles historias sobre Colón. Sintió un acceso de melancolía, aquella investigación no sería lo mismo sin ellos. Helen estaba muerta. Hacía muchos años que no visitaba su tumba, a pesar de tener el cementerio relativamente cerca. Del profesor Gordon no sabía nada. Debía dar clases en la universidad de La Habana o estaría jubilado, rodeado de libros e investigando alguna medicina o un texto antiguo.

La mente le devolvió a la realidad. Estaba en Madrid, la vieja Europa. Aquella noche iría con Hércules a la Ópera y se codearía con la alta sociedad. Un escalofrió le recorrió la espalda. Él no encajaba en aquel mundo. Criado en el peor barrio de Washington, con estudios básicos, negro y extranjero. Definitivamente no encajaba en aquella historia, pensó antes de quedarse dormido con la agradable sensación de flotar en una nube.

Capítulo 2

Madrid, 10 de junio de 1914

La cueva de Zaratustra era más oscura si cabe que la de Platón. La calle no tiene luz del sol ni en la noche de San Juan. Por eso siempre huele a meados y humedad, como en los barrios bajos de París — le gustaba decir al dueño. El mostrador muy pequeño, con libros viejos apilados, polvorientos y carcomidos por las ratas, espanta a los curiosos y a los lectores de medio pelo. Dentro, la oscuridad y los libros por todas partes, dan a la tienda ese aire de almacén de papel. La puerta de la calle sólo se entorna en parte, porque los volúmenes apilados en el suelo, ocupan todo el espacio. Pilones que llegan a más de un metro y que impiden que los pocos curiosos que acceden al local, lleguen a las estanterías ennegrecidas por el humo de las velas, el local no tiene luz eléctrica, el tabaco negro del librero y el polvo forman una espesa capa sobre todos los lomos de los libros.

El mostrador, abarrotado de papeles, más volúmenes y algunas láminas y grabados, sólo se despeja en un cuadradito, donde suele apoyarse el librero, Zaratustra. Su aspecto es mezquino. Su camisa raída, unos sobre mangas rotos, como las de los oficinistas, una visera verde, un monóculo colgado del chaleco apretado y un pantalón arrugado, bombacho, sujeto con una cuerda de esparto.

Al entrar a la cueva, el escritor siempre hacía el mismo saludo y recibía, invariablemente la misma respuesta:

—Mal Polonia recibe a un extranjero.

—Padre y maestro mágico, salud.

Después el escritor se acercaba a las estanterías, estiraba su brazo para sacar algún volumen al azar. Zaratustra le miraba desganado, casi enfadado de que le removieran el polvo. El hombre hacía esfuerzos por pasar las páginas con su único brazo y la barba larga y blanca, se le enredaba con los libros apilados. Su traje negro se llenaba de polvo y las gafas se le ponían en la punta de la nariz. De vez en cuando estornudaba por el polvo y con la manga se secaba el agüilla que le goteaba de la punta de la nariz.

—¿No hay nada de lo mío? —preguntó el escritor sin mirar al librero, dándole la espalda.

—Don Ramón, esto no es una librería de encargo. Aquí hay lo que ve. Libros viejos, restos de papeles que cuando mueren los abuelos se traen aquí, antes de que calienten el fuego de alguna estufa o envuelvan el pescado de una doña.

—Zaratustra, ¡diablos! Me pone enfermo su frigidez, los libros no son combustible. Son arte, vida. Ningún libro merece morir de esta forma —dijo don Ramón levantando su único brazo con el volumen todavía en la mano.

—Padre y maestro...

—Menos guasa, Zaratustra. Hace dos semanas encontré unos interesantes libros sobre Vasco de Gama y su primer viaje a la India, los libros estaban llenos de anotaciones. ¿No puedes recordar quién los trajo? ¿Dónde tienes más libros de esa partida?

—Aquí no guardo orden, ni registro, no hago recibos y, precisamente por eso están las cosas como están.

—¡Y cómo están!

—Nadie le obliga a venir —refunfuñó el librero.

—Cierto, certísimo —dijo don Ramón pero se mordió la lengua. En aquella cueva había encontrado libros antiguos casi regalados. La penitencia de aguantar al dueño no era comparable con aquellos tesoros —. Éste cementerio de libros, profanado por mis dedos es un castigo, si por lo menos fueras mi Virgilio, Zaratustra, si me ayudaras a pasar todos estos infiernos.

El librero resopló y se puso a leer un periódico viejo y arrugado. Don Ramón del Valle-Inclán había visitado todos los días la cueva durante las dos últimas semanas. Una mañana, a primeros de agosto, cogió uno de aquellos libros por casualidad. El libro era viejo, principios del siglo XIX, estaba escrito en portugués y hablaba pormenorizadamente del viaje del descubridor portugués Vasco de Gama a la India en el año 1498. Él conocía perfectamente la historia del viaje, pero aquel libro contaba cosas increíbles que nunca había oído, sobre todo de la estancia en Goa de los portugueses. Aunque lo verdaderamente fascinante eran los apuntes y anotaciones que tenían la mayoría de las páginas. Por eso llevaba días buscando algún otro libro de aquel desconocido estudioso de Vasco de Gama. Dos mañanas después del primer hallazgo, encontró otro libro con las mismas anotaciones sobre el apóstol Santo Tomás, el evangelizador de la India, pero desde entonces no había vuelto a encontrar nada nuevo. Zaratustra, después de mucho insistirle, creía recordar que un hombre joven con pinta de extranjero, le había llevado tres o cuatro libros en buen estado, pero que no sabía dónde podía estar el resto y no conocía de nada a aquel hombre. Los otros libros tenían que estar cerca de los que había encontrado o los habría llevado con otros para venderlos al peso. Aunque se inclinaba por lo primero, ya que los libros en buen estado los aguantaba un poco más, a ver si alguien los compraba. Don Ramón había vaciado todas las estanterías cercanas, los dos montones que estaban enfrente y luego probó al azar. Si algún ángel maléfico o hado le había llevado hasta aquellos libros, tal vez lo volviera a hacer. Todo fue inútil.

—Bueno Zaratustra, me voy. Mañana volveré.

—Lo que a usted le mueve es el misterio. Estaría bueno que se divulgara el misterio. Sin él no habría novela. Padre y maestro mágico.

El escritor refunfuñó y salió de la cueva de Zaratustra ofuscado. Caminó por la calle sombreada y húmeda, parecía como si el invierno se hubiese detenido en ella. Cuando salió a Fuencarral sintió calor. Un balsámico sol inundó sus huesos y recorrió despacio la distancia que le separaba de casa. A esa hora, su mujer ya tenía el puchero preparado y no le gustaba hacerle esperar.

Capítulo 3

Madrid, 10 de junio 1914

El esmoquin no es una prenda cómoda. El cuello duro, la chaqueta entallada, el chaleco ajustado. Parece como si estuviera diseñado para ser incomodo, de tal forma que el que lo lleva se mantenga rígido y estirado. Lincoln se probó tres antes de que la endiablada prenda le quedara medianamente bien. Vestido así parecía un camarero de segunda, de algún restaurante de segunda en Manhattan. Hércules se divertía con los movimientos torpes de su amigo y con ese aire de policía embutido.

Un carruaje lujoso les esperaba en la puerta de la mansión. El cochero les abrió la puerta y los dos hombres entraron. La cabina estaba tapizada con terciopelos y sedas rosadas. Hércules sacó una botella de champán de algún sitio y le ofreció una copa a su amigo.

—No sabía que bebieras.

—Sí, la bebida no es mi mayor vicio. Mis problemas con el alcohol fueron un problema, digamos circunstancial. Esta noche quiero brindar por tenerte aquí, en Madrid y vivir de nuevo una aventura juntos —dijo Hércules levantando la copa. Brindaron y el español comenzó a observar la calle iluminada por faroles de gas. Subieron por la calle de Alcalá y llegaron a la puerta del Sol. Atravesaron la plaza a toda velocidad y descendieron por Arenal hasta el Teatro Real. La carroza les dejó delante de la entrada porticada y pisando la alfombra roja penetraron en el edificio. El vestíbulo estaba repleto de damas vestidas con telas de vivos colores, luciendo sus collares y sus sortijas. Los hombres vestían esmóquines negros, muchos de ellos con bandas cruzadas, pajaritas blancas y bigotes prusianos.

—No te amedrentes. Si te contara cómo es la vida de la mitad de estos prohombres de la patria, tendrías pesadillas todas las noches —dijo Hércules sonriente.

—No es la primera vez que vengo a la ópera —masculló Lincoln frunciendo el ceño. Le irritaba la irónica actitud de su amigo, pero decidió disfrutar de la velada y olvidar que no pintaba nada en aquel sitio.

—No es temporada de ópera. Normalmente en estas fechas el teatro está cerrado, pero hay una fabulosa compañía alemana y la temporada se ha reabierto por una semana. Hasta el rey ha dejado sus vacaciones en Santander y ha acudido a la calurosa Madrid para oír el concierto. La obra es de Bach, el Weihnachts Oratorium.1

Lincoln parecía ausente, con la mirada perdida entre el público, intentando ignorar los comentarios de la gente al ver a un negro en aquel exclusivo ambiente. Entonces se fijó en una mujer con un vestido de seda rojo. Con el pelo pelirrojo recogido y una pequeña diadema de brillantes, parecía una princesa de cuento de hadas. La mujer le dirigió una mirada y se acercó con pasos lentos hasta ellos. Lincoln se ruborizó y comenzó a notar como el cuello rígido de la camisa le apretaba.

—Buenas noches, señores —dijo la mujer sonriente. Sus ojos verdes parecían centellear como un diamante más con la luz de las lámparas de araña. Su cuello alargado no tenía ni una sola joya, pero su piel blanca destacaba su prominente escote.

—Buenas Noches, Alicia. Estas noches no han salido las estrellas, porqué tenían miedo de tu belleza —dijo Hércules besando las mejillas de la mujer.

—Oh, Hércules, siempre tan galante —contestó la mujer y después clavó su mirada en el norteamericano.

—Permíteme que te presente a un viejo amigo. George Lincoln, uno de los hombres más valientes y sagaces que he conocido.

—Creía conocer a todos tus amigos. La verdad es que eres una caja de sorpresas.

—¿Y tu padre?

—Ya sabes que desde que murió mamá, prefiere vivir como un ermitaño.

—Alicia realmente es cubana. La hija de un viejo conocido nuestro. ¿Te acuerdas del almirante Mantorella? —preguntó Hércules a Lincoln, que empezaba a recuperar la compostura.

—Encantado de conocerla, señorita —el agente extendió el brazo y dio un leve apretón a la enguantada mano de la mujer.

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