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Authors: Dalton Trumbo

Johnny cogió su fusil (2 page)

Si no existen cifras concretas, al menos comenzamos a disponer de cifras comparativas. Vietnam nos ha dejado, proporcionalmente, ocho veces más paralíticos que la II Guerra Mundial, tres veces más incapacitados totales, 35 por ciento más de mutilados. El senador Cranston de California llega a la conclusión de que el 12,4 por ciento de los veteranos de Vietnam que reciben indemnizaciones por heridas sufridas en combate están totalmente incapacitados. Totalmente.

Pero ¿cuántos centenares o millares de muertos-vivientes surgen con exactitud de ese porcentaje? No lo sabemos. No preguntamos. Nos alejamos de ellos; apartamos los ojos, los oídos, la nariz, la boca, el rostro. «Por qué mirar, no es mía la culpa, ¿verdad?» La muerte nos espera también a nosotros. Tenemos un sueño por delante, la más pura de las esperanzas, y es preciso que la busquemos y la encontremos antes de que oscurezca.

Hasta siempre, perdedores. Dios os bendiga. Cuidaos. Nos volveremos a ver.

Dalton Trumbo

Los Ángeles, Enero 3, 1970

LIBRO PRIMERO
Los muertos
1

Deseaba que el teléfono dejara de sonar. Ya era demasiado estar enfermo como para oír sonar un teléfono toda la noche. Joder qué mal se sentía. Y no era a causa de ese agrio vino francés. No hay hombre capaz de beber tanto como para tener la cabeza de ese tamaño. Su estómago daba vueltas y vueltas y más vueltas. Era agradable que nadie atendiera ese teléfono. Sonaba como si estuviera en un recinto de un millón de millas de ancho. También su cabeza tenía un millón de millas de ancho. Al infierno con el teléfono.

Ese maldito timbre debía estar en el otro extremo de la tierra. Para llegar a él se vería obligado a andar un par de años. Ring ring ring toda la noche. Quizá alguien necesitaba algo urgente. Las llamadas nocturnas suelen ser importantes. Podrían prestarles atención. ¿Cómo podían suponer que él lo atendería? Estaba cansado y su cabeza había adquirido una dimensión exorbitante. Aunque le metieran un teléfono entero en la oreja ni siquiera lo sentiría. Era como si hubiese ingerido dinamita.

¿Por qué nadie atendía ese maldito teléfono?

—Oye Joe. Adelante y al centro.

Allí estaba endemoniadamente enfermo y como un condenado imbécil avanzaba hacia el teléfono por la sala de expedición nocturna. Había tanto ruido que era imposible suponer que alguien pudiese percibir un sonido tan leve como el de un timbre de teléfono. Sin embargo él lo había oído. A pesar del clic—clic—clic de las empaquetadoras del Battle Creek y del rechinar de las cintas transportadoras y del rugido de los hornos giratorios en la planta superior y del estruendo de los cubos de acero arrastrados hasta el lugar y del estrépito de los motores que ajustaban en el garaje para el trabajo matutino y del grito de los rodillos que necesitaban aceite ¿por qué diablos nadie los engrasaba?

Echó a andar por el pasillo central entre los cubos de acero repletos de pan. Se coló a través de los deshechos de cajones de madera y cartones arrugados y trozos de pan aplastados. Los muchachos lo miraron pasar. Recordaba sus rostros flotando a su lado a medida que se acercaba al teléfono. El Holandés y el Holandesito y Whitey y Pablo y Rudy y todos los muchachos. Le miraron con curiosidad mientras iba pasando delante de ellos. Tal vez porque en su fuero interno estaba asustado y eso se percibía desde fuera. Llegó al teléfono.

—Hola.

—Hola hijo. Ven a casa ahora mismo.

—Está bien madre. Voy para allí en seguida.

Entró en la oficina con el techo inclinado y el gran frente de cristal desde donde Jody Simmons el capataz vigilaba estrechamente a su cuadrilla.

—Jody tengo que ir a casa. Mi padre acaba de morir.

—¿Morir? ¡Por Dios hijo! lo siento. Por supuesto muchacho vete. Rudy. Oye Rudy. Coge un camión y lleva a Joe a su casa. Su vie… su padre acaba de morir. Desde luego muchacho. Ve a casa. Haré que alguno de los muchachos te reemplace. Eso es duro muchacho. Vete.

Rudy apretaba el acelerador. Afuera llovía porque era diciembre en Los Ángeles poco antes de Navidad. Los neumáticos chirriaban contra el pavimento mojado. Era la noche más silenciosa que recordaba si no hubiese sido por el chirrido de las ruedas
y
el traqueteo del Ford que resonaba entre los edificios desiertos de una calle vacía. Sin duda. Rudy apretaba el acelerador. Detrás de ellos en la parte trasera del camión algo repiqueteaba a un ritmo siempre igual independiente de la velocidad. Rudy no decía nada. Se limitaba a conducir. Al pasar por Figueroa dejaron atrás unas casas grandes y antiguas luego unas más pequeñas y otras hacia el extremo sur. Rudy detuvo el vehículo.

—Gracias Rudy. Te avisaré cuando todo termine. En un par de días volveré al trabajo.

—Desde luego Joe. Está bien. Es duro. Lo siento. Buenas noches.

El Ford se adhirió con fuerza. Luego su motor rugió y se deslizó calle abajo. El agua burbujeaba a lo largo del bordillo y la lluvia caía acompasada y uniforme. Se detuvo un momento respiró hondo y luego emprendió el camino hacia su casa.

La casa estaba en una callejuela encima de un garaje y detrás de un edificio de dos pisos. Para llegar allí recorrió una calzada estrecha entre dos casas muy próximas entre sí. El espacio entre las dos casas estaba oscuro. La lluvia de ambas azoteas confluía allí y repiqueteaba en amplios charcos con un extraño eco de humedad como el de un cubo que se vaciara en una cisterna. Sus pies chapoteaban en el agua.

Cuando salió de la calzada entre las dos casas vio luz en el garaje. Al abrir la puerta le envolvió una ráfaga de aire caliente que olía al jabón y al alcohol para friegas que usaban para bañar a su padre mezclado con el talco que le ponían luego para que no se le hiciesen llagas en la cama. Todo estaba en silencio. Subió la escalera de puntillas oyendo aún el ligero chapoteo de sus zapatos.

Su padre muerto estaba en la sala y una sábana le cubría el rostro. Había estado enfermo mucho tiempo y habían decidido tenerlo en la sala porque en el porche con cristales que era el dormitorio de su padre su madre y sus hermanas había demasiada corriente de aire.

Avanzó hacia su madre y le tocó el hombro. Ella no lloraba demasiado.

—¿Has llamado a alguien?

—Si vendrán de un momento a otro. Pero antes quería qué tú estuvieses aquí.

Su hermana menor seguía durmiendo en el porche pero su hermana mayor de sólo trece años estaba encogida en un rincón envuelta en una bata conteniendo los suspiros. Y sollozando en silencio. La miró. Lloraba como una mujer. Hasta entonces no había caído en cuenta de que era prácticamente una mujer. Había crecido todo el tiempo y él no lo había advertido hasta ahora que la veía llorando por la muerte de su padre.

Abajo llamaron a la puerta.

—Son ellos. Vamos a la cocina. Será mejor así.

Tuvieron algunas dificultades para llevar a su hermana a la cocina pero ella fue silenciosamente. Parecía incapaz de caminar. Su rostro estaba pálido. Sus ojos eran grandes y más que llorar jadeaba. Su madre se sentó en una banqueta de la cocina y cogió a su hermana en brazos. Luego él se asomó a la escalera y dijo en voz baja.

—Adelante.

Dos hombres de camisas de cuello limpio y resplandeciente abrieron el portal y comenzaron a subir la escalera. Traían un gran cesto de mimbre. Rápidamente entró en la sala y retiró las sábanas para mirar a su padre antes de que ellos llegaran al tope de la escalera.

Contempló un rostro fatigado que sólo tenía cincuenta y un años. Mientras lo miraba pensó papá me siento mucho más viejo que tú. He sentido pena por ti papá. Las cosas no marchaban bien y nunca habrían marchado bien para ti y es mejor que estés muerto. En estos tiempos la gente tiene que ser más rápida y más dura que tú papá. Buenas noches y que tengas hermosos sueños. No te olvidaré y hoy no estoy tan triste por ti como estaba ayer. Yo te amaba papá. Buenas noches.

Entraron en la habitación. El volvió a la cocina con su madre y su hermana. La otra hermana que sólo tenía siete años dormía aún.

De la sala llegaban algunos ruidos. Eran los pasos de los hombres que caminaban de puntillas alrededor del lecho. Era el lánguido susurro de las mantas que echaban hacia los pies. Luego el ruido de los resortes de la cama que se distendían después de ocho meses de uso. En seguida el gemido del mimbre que acogió la carga que había sido retirada de la cama. Por último el cesto crujió por todas partes y los pies se deslizaron por la sala hacia la escalera. Se preguntó mientras iban escaleras abajo si el cesto estaría bien nivelado o si la cabeza estaba más baja que los pies o si de alguna forma podía ser incómodo. Si su padre hubiese realizado esa misma tarea hubiese llevado el cesto con gran suavidad.

Su madre comenzó a temblar un poco cuando cerraron el portal al pie de la escalera. Su voz era como aire seco.

—Ese no es Bill. Puede parecerlo pero no lo es.

El le acarició el hombro. Su hermana volvió a acurrucarse en el suelo.

Eso fue todo.

¿Por qué no se terminaba entonces? ¿Cuántas veces tendría que revivirlo? Ya había pasado todo. Terminado. ¿Por qué seguía sonando ese maldito teléfono? Estaba chiflado porque había bebido mucho y le quedaban los resabios de la borrachera y ahora tenía pesadillas. Muy pronto si era necesario se despertaría y atendería el teléfono pero por consideración alguien debería hacerlo en su lugar porque él estaba cansado y enfermo.

Todo se volvía flotante y endeble. Las cosas estaban quietas y endiabladamente apacibles. Un dolor de cabeza después de una borrachera es como un martilleo y un estruendo y convierte el cráneo en un infierno. Pero no era la resaca de una borrachera. Estaba enfermo. Era un hombre enfermo y recordaba cosas. Como si saliese de los efectos del éter
.
Pero era de suponer que ese teléfono dejaría de sonar alguna vez. No podía seguir indefinidamente. Y él no podía seguir repitiendo siempre la misma historia de ir a atenderlo y escuchar que su padre había muerto y luego volver a su casa en una noche de lluvia. Si seguía haciéndolo cogería un catarro. Además su padre podía morir sólo una vez.

El timbre del teléfono era parte de un sueño. Su sonido no era como el de cualquier otro teléfono ni se parecía a cosa alguna porque significaba muerte. Al fin y al cabo ese teléfono era algo determinado algo muy determinado como solía decir el viejo profesor Eldridge en el último año de inglés. Y una determinada cosa se aferra a ti aunque de nada sirve que lo haga tan intensamente. Ese timbre y su mensaje y todo lo que eso significaba había ocurrido hacía mucho tiempo y él ya lo había dado por concluido.

El timbre volvió a sonar. Podía oírlo muy lejos como si fuese un eco que atravesaba innumerables persianas en su mente. Lo oía como si estuviese atado y no pudiese atenderlo y sin embargo tuviese la obligación de hacerlo. El timbre sonaba tan solitario como Cristo llamando desde el fondo de su mente esperando una respuesta. Y no podían comunicarse. Cada toque parecía volverse paulatinamente más solitario. A cada sonido del teléfono se asustaba más.

Nuevamente a la deriva. Estaba herido. Muy malherido. El campanilleo del timbre se iba disipando gradualmente. Estaba soñando. No estaba soñando. Estaba despierto aunque no podía ver. Estaba despierto aunque no podía oír nada salvo un teléfono que en realidad no sonaba. Estaba muy asustado.

Recordó cómo de pequeño después de leer
Los últimos días de Pompeya
se despertaba por la noche en medio de la oscuridad gritando espantado con el rostro hundido en la almohada y pensando que la cima de una de las montañas de su Colorado había volado y que las mantas eran lava y él estaba sepultado vivo y que se quedaría allí muriendo eternamente. Ahora sentía ese mismo sentimiento de ahogo la misma vergonzosa congoja en sus entrañas. En el paroxismo del terror juntó sus fuerzas e hizo el ademán de un hombre enterrado en la arena que araña el aire con sus manos.

Luego sintió náuseas y ahogo y se desvaneció a medias arrastrado por el dolor. Por su cuerpo parecía circular una corriente eléctrica que lo sacudía espasmódicamente y lo arrojaba contra la cama exhausto y absolutamente inmóvil. Se quedó así sintiendo cómo el sudor brotaba de su piel. Luego le sobrevino otra sensación. Sentía su piel caliente y húmeda y la humedad le permitió sentir los vendajes. Estaba envuelto en ellos de arriba abajo. Hasta la cabeza.

Entonces estaba realmente herido.

El corazón golpeó contra las costillas a causa del impacto. El cuerpo se le llenó de aguijones. Su corazón latía como si estallase en el pecho pero él no podía sentir el pulso en sus oídos.

¡Oh Dios! entonces estaba sordo. ¿De dónde sacaban toda esa basura acerca de los refugios a prueba de bombas si a un hombre allí dentro podían sacudirlo de modo tal que todo el complejo mecanismo de sus oídos podía estallar hasta dejarlo tan sordo como para no poder oír los latidos de su propio corazón? Le habían golpeado duro y ahora estaba sordo. No ligeramente sordo. No sordo a medias. Totalmente sordo.

Por un momento, mientras el dolor se iba desvaneciendo pensó todo esto me permitirá meditar. ¿Y los otros? ¿Qué fue de ellos? Tal vez no tuvieron tanta suerte. Había buenos muchachos en ese agujero. ¿Cómo será estar sordo y tener que hablar a gritos? Escribes en un papel. No. Al revés. Tú lees lo que te escriben en un papel. No es un motivo para ponerse a bailar pero podría haber sido peor.

Lo único es que cuando uno está sordo se siente solo. Olvidado de Dios.

De modo que nunca más volvería a oír. Pues bien había muchas cosas que no quería volver a oír. Nunca había querido escuchar el punzante repiqueteo de la ametralladora ni el agudo silbido de un obús del 75 cayendo a toda velocidad ni el trueno pausado que seguía a su estallido ni el gemido de un avión ahí arriba ni los aullidos de un tío que trata de explicarle a alguien que tiene una bala atravesada en el estómago y que por el agujero se le está saliendo el desayuno y por qué nadie se detiene y le da una mano sólo que nadie puede oírle porque todos están asustados. Al infierno.

Las cosas entraban y salían de foco. Era como mirar en uno de esos espejos de afeitar de aumento atraerlo hacia uno y volverlo a alejar. Estaba enfermo y probablemente loco estaba malherido y solitariamente sordo pero estaba vivo y seguía escuchando a lo lejos el sonido agudo del timbre del teléfono.

Se hundía y reflotaba y luego comenzaba a girar en lánguidos y perezosos círculos negros. Todo bullía en sonidos. Sin duda estaba loco. Fugazmente vio la gran zanja donde solía ir a nadar con los muchachos en Colorado antes de partir hacia Los Ángeles antes de entrar en la panadería. Oía el chapoteo del agua cuando Art hacía una de sus piruetas al zambullirse es idiota tirarse de tan alto pero ¿por qué nosotros no podíamos hacerlo? Contempló las ondulantes praderas de Grand Mesa a once mil pies de altura y vio hectáreas de aguileñas agitándose en la fresca y apacible brisa de agosto y oyó el murmullo lejano de los arroyos de las montañas. Vio a su padre arrastrando el trineo. Su madre iba dentro. Era una mañana de Navidad. Oyó la nieve fría bajo los patines del trineo regalo de Navidad y su madre reía como una niña y su padre sonreía con ese gesto tranquilo y surcado de arrugas.

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