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Authors: Dalton Trumbo

Johnny cogió su fusil (9 page)

De manera que esa noche alrededor de las dos tres de la madrugada José cogió seis pasteles y se situó justamente dentro del área visual de Jody junto a la ventana de su despacho. Todos los tíos le rodearon haciendo como si trabajaran aunque en realidad observaban a José. Esperaban el momento en que Jody Simmons mirara por la ventana desde su escritorio. Cuando mirara Pinky haría una seña y entonces José arrojaría los pasteles. Daba la impresión de que Jody se demoraba más que nunca en mirar por la ventana. Pero por fin miró y Pinky Carson hizo la seña y José tiró los pasteles.

Jody salió de su despacho como un abejorro. Dijo qué diablos pasa contigo hijo de puta ¿por qué has tirado esos pasteles? Están deshechos y ahora los tendrás que pagar. El pobre José se quedó de pie como derritiéndose de tristeza. Volvió sus grandes ojos hacia Jody Simmons y dijo lo siento señor Simmons. He estropeado sus pasteles. Ha sido un accidente se lo aseguro y sólo a un pobre trabajador le podría haber sucedido y lo siento mucho. Pagaré con gusto y usted acepte mis excusas ¿sí?

Por un instante Jody Simmons miró duramente a José y luego una sonrisa le cruzó el rostro y dijo por supuesto José todos cometemos errores. Puedes pagar los pasteles. Dijo José tú eres un trabajador consciente y no importa que alguna vez cometas un error. Agregó desearía contar con más hombres como tú. Ahora olvídalo y vuelve a trabajar.

José se quedó allí con una especie de temblor que le recorría de arriba abajo y sacudiendo la cabeza como si no pudiese creer en tanta mala suerte. Después se volvió hacia los muchachos de la plantilla. Miró a Pinky Carson como lo hubiese hecho un perro traicionado por su amo. Por fin se dio media vuelta y echó a andar por el primer pasillo y comenzó a trabajar nuevamente.

Pinky Carson se le acercó apenas pudo. Mira José la idea no estaba mal pero no era suficiente. Para abandonar un buen puesto tienes que hacer algo importante. La solución de los pasteles se ha acabado por esta noche. Pero no pierdas esperanzas por que todas las noches se hacen pasteles y mañana puedes tirar uno de esos estantes llenos. Puedes coger uno de los que tienen ciento ocho pasteles. Piensa en ello. Lo colocas en el mismo lugar y después vuelcas el estante y se montará un follón impresionante. Qué follón tío entonces sí que Jody Simmons te echará. No lo dudes.

José miró a Pinky Carson y dijo todo eso es muy deshonesto pero mi organismo no resiste mucho más de modo que mañana lo haré cuando salga la tanda de pasteles. Luego volvió tambaleándose a su trabajo.

Al día siguiente la mayor parte de los muchachos no pudo dormir tan ansiosos estaban de ver cómo José arrojaba la estantería. Todos llegaron temprano a trabajar. Habitualmente Jody Simmons no llegaba hasta cerca de las diez. Pero todo el mundo esperaba que viniese temprano para poder observar con más tiempo el rostro de un hombre que iba a presenciar cómo se caían ciento ocho pasteles frente a su despacho. Pero cuando pasaron junto a la oficina de Jody y miraron Jody no estaba allí. Sobre su escritorio sólo había una gran caja rectangular que parecía una caja de flores. Todos miraron la caja y después subieron a cambiarse para el trabajo. En seguida apareció José. La primera parte de la noche se les hizo más larga que nunca.

A eso de las diez de la noche apareció Jody Simmons. Todos observaban porque sentían curiosidad por saber qué era esa caja que había sobre su escritorio. Jody entró en su despacho y miró la caja como si fuese una bomba de tiempo. Era un hombre rudo y cualquier cosa desacostumbrada solía despertarle sospechas. Por último debió convencerse de que la caja no era peligrosa y comenzó a abrirla con mucho cuidado. Dos docenas de rosas cayeron sobre su escritorio. Jody empezó a manotear entre las rosas en busca de una tarjeta pero no había tarjeta alguna. Cuando Rudy entró en el despacho de Jody en busca de las planillas de la noche vio las flores y dijo veo que has recibido flores Jody. Jody contempló las flores y dijo que alguien se estaba haciendo el gracioso. Pero que no le importaba porque las rosas eran bellas y se las llevaría a su esposa. Envió a Rudy en busca de una lata con agua para ponerlas así se conservarían frescas. Toda la noche cada vez que los muchachos miraban hacia la pequeña ventana del despacho de Jody imaginaban su pequeña cabeza calva adornada por una corona de rosas.

A las dos empezó a salir el pastel. Pinky Carson subió a la sección de horneado para controlar el empaquetado de los pasteles. Esa noche había de manzana y vainilla y mora y melocotón. Pinky probaba uno de cada gusto y verificaba la consistencia de la corteza y el espesor del relleno. Esa noche la cuadrilla iba adelantada en el trabajo de modo que pudieron coger los pasteles cuando aún estaban calientes. Pink Carson decidió que los más adecuados para tirar eran los de mora. Así que cogió delicadamente una hornada de los más calientes y los colocó en el montacargas. Abajo estaba José.

José temblaba como una hoja. Todos se apostaron cerca de la ventana de Jody Simmons mientras fingían trabajar pero en realidad no hacían más que ademanes. Pinky empujó la hornada de pasteles con cuidado hacia la ventana de Jody Simmons. Después se agachó y comenzó a hacer señas a José. José se acercó como un perro apaleado. Se echó a andar hacia el tablón con los pasteles y apoyó su mano en él. Bastaba un pequeño empujón para arrojarlo al suelo. José se quedó apoyado con un aspecto muy triste. Todos esperaban que Jody Simmons mirara. Parecía demorarse horas. Finalmente miró y Pinky Carson dio la señal. José empujó apenas un poco y el tablón se vino abajo con un ruido infernal. Ciento ocho pasteles se desparramaron por el suelo de la sala de expedición.

Jody se quedó un minuto en su silla mirando fijamente. Como si no pudiese creer que esto le sucediese a él. Después fue como si alguien le hubiera aplicado una descarga eléctrica porque en lugar de empujar la silla hacia atrás antes de ponerse en pie saltó como si se hubiese apoyado en un brasero salió corriendo y aullando de su despacho. José se quedó mirándole. José era mucho más alto que Jody Simmons. Miró a Jody desde arriba y sus ojos eran lo más triste del mundo. Jody comenzó a gritarle piojoso hijo de puta anoche te di una oportunidad y ¿qué haces hoy? Arruinas ciento ocho pasteles de mora. ¿Sabes lo que esto significa hijo de puta? Significa que te echo que estás despedido. Fuera y que no te vuelva a ver por aquí cabrón.

José se quedó un segundo mirando a Jody Simmons como si le disculpara por todo lo que le estaba diciendo. Luego se volvió y echó a andar en dirección al vestuario. Todos se escurrieron tras él lo más rápido que pudieron. José hablaba casi consigo mismo. Esta es la primera vez que hago algo tan deshonesto decía José. Nunca pensé que fuese capaz de caer tan bajo. El señor Simmons tiene razón. Es un excelente caballero que me dio trabajo cuando lo necesitaba. Le he retribuido con ingratitud. Soy un miserable. No hay más que decir ¿no?

Oye José dijo Rudy tal vez tú sepas algo sobre esas flores que estaban sobre el escritorio de Jody. José asintió con un gesto. Sí dijo pero es lo que se llama un secreto. Compré esas flores esta tarde y se las envié al señor Simmons. Pues reverendo idiota dijo Rudy ¿cómo se enterará de que has sido tú si no has puesto una tarjeta con tu nombre?

José respondió que eso no estaba en discusión. Lo importante es que el señor Simmons haya recibido las flores. Las flores son hermosas. El señor Simmons es un caballero y sabrá apreciarlas. Que sepa o no de dónde provienen no tiene nada que ver. Yo sé que he expresado mi gratitud con algo hermoso. Sé que he intentado retribuirle por las cosas estupendas que ha hecho por mí. No es importante que lo sepa. Lo único importante es que recibiera las rosas ¿sí?

José se puso el abrigo y salió de la panadería. Nadie volvió a verlo. Al día siguiente no se presentó a cobrar. En cambio Jody Simmons recibió un giro postal de José por diecinueve dólares y ochenta y siete centavos que sumados a su salario servirían para pagar los pasteles…

Ahora le parecía que José estaba de pie frente a él avanzando y retrocediendo en una especie de niebla. El estaba hablando con José. Le decía ¿cómo estás José? ¿Cómo andan tus cosas? Háblame José y dime qué haces y qué pasó con aquella muchacha rica. Habla más fuerte José porque últimamente no oigo bien. Fuerte José. Y acércate más porque no me puedo mover demasiado. Más tarde sí pero ahora ya lo ves estoy en cama. ¿Cómo es eso José? ¿Cómo es eso?

¡José!

Espera un momento José. Perdóname. Verás. He creído que estábamos de nuevo juntos en la panadería. He creído que estábamos todos allí. Pero no es así. Debe haber sido un sueño. Resulta difícil saberlo. Sólo un minuto José y me despertaré. Eso eso. Así está mejor. Mucho mejor. No sé dónde estás José pero sí dónde estoy yo.

Sé dónde estoy.

7

No podía seguir así. Debía evitar que las cosas se desvanecieran y luego regresaran todas juntas. Tenía que terminar con los ahogos y los hundimientos y los ascensos. Tenía que reprimir el miedo que le daba ganas de gritar y aullar y reír y estrangularse hasta morir con un par de manos que se estaban pudriendo en algún depósito del hospital.

Tenía que controlarse para poder pensar. Hacía demasiado que estaba así. Sus muñones ya habían cicatrizado. Los vendajes habían desaparecido. Eso quería decir que había pasado el tiempo. Mucho tiempo. Tiempo suficiente como para que saliera de eso y pensara. Tenía que pensar en él. En Joe Bonham y en lo que haría. Tenía que pensarlo todo nuevamente.

Era como un hombre adulto que de pronto se volvía a introducir en el cuerpo de su madre. Yacía en silencio. Completamente indefenso. En alguna parte de su estómago había un tubo a través del cual le alimentaban. Era exactamente como un útero salvo que un bebé en el cuerpo de su madre puede esperar el momento en que nacerá a la vida.

El estaría en ese vientre para siempre. Eternamente. Debía recordarlo. No debía esperar o confiar en otra cosa. Esta era su vida de ahora en adelante día a día hora a hora minuto a minuto. Nunca más podría decir hola cómo estás te quiero. Nunca más podría escuchar música u oír el murmullo del viento entre los árboles o el rumor del agua. Nunca más respiraría el aroma de un filete friéndose en la cocina de su madre o la humedad de la primavera en el aire o la maravillosa fragancia de la salvia transportada por el viento a través de una gran llanura. Nunca más podría ver los rostros de las personas que le alegraban con sólo mirarlos como el de Kareen. Nunca más podría contemplar la luz del sol o las estrellas o el césped tierno que crece en las colinas de Colorado.

Nunca más podría andar con sus piernas sobre la tierra. Nunca más correría o saltaría o se estiraría cuando estuviera cansado. Nunca estaría cansado.

Si el sitio en que yacía ardiese él se limitaría a quedarse allí y dejar que ardiese. Ardería con él y no podría hacer movimiento alguno. Si sintiera que un insecto se arrastraba por ese muñón de cuerpo que le quedaba no podría mover un dedo para destruirlo. Si le picaba no podría hacer nada para aliviar la picazón o quizá a lo sumo restregarse un poco contra las mantas. Y esta vida no transcurriría así sólo hoy o mañana o hasta el fin de la semana que viene. Estaba en el vientre para siempre. No era un sueño. Era real.

Se preguntó cómo había podido salir con vida. Había tíos que se arañaban el pulgar y se morían. El alpinista se caía de un escalón se fracturaba el cráneo y moría el jueves. Tu mejor amigo iba al hospital para operarse del apéndice y cuatro o cinco días después estabas junto a su tumba. Un pequeño microbio como el de la gripe acababa con la vida de alrededor de diez millones de personas en un solo invierno. Entonces ¿cómo era posible que un tío perdiese los brazos y las piernas y los oídos y los ojos y la nariz y la boca y siguiera viviendo? ¿Cómo entenderlo?

Sin embargo había muchos que habían perdido sólo las piernas o los brazos y vivían. De modo que tal vez era razonable pensar que un hombre podía vivir aun sin piernas ni brazos. Si una de esas opciones era posible también podían serlo las dos juntas. Los médicos eran cada vez más diestros en especial ahora que llevaban tres o cuatro años en el ejército con mucha materia prima para experimentar. Si llegaban a tiempo antes de que te desangraras podían salvarte casi de cualquier herida. Era evidente que en su caso habían llegado a tiempo.

Si lo pensabas era bastante razonable. Muchos tenían los oídos arruinados por las ondas de choque. Era muy habitual. Muchos se habían quedado ciegos. De tanto en tanto podías leer en el periódico que alguien se había pegado un tiro en la sien y terminaba con vida pero ciego. Por lo tanto su ceguera también tenía sentido. Había muchos en los hospitales allá detrás de las líneas que respiraban por tubos y muchos sin mandíbula y muchos sin nariz. Todo tenía sentido. Sólo que en él se habían combinado todos esos casos. Sencillamente se trataba de una granada que le había volado el rostro y los médicos habían llegado a tiempo para evitar que se desangrara. Sólo un pequeño trozo de granada que por algún motivo no le afectó la yugular ni la médula.

Las cosas habían transcurrido con bastante calma hasta que le pasó esto. Eso quería decir que los médicos de retaguardia tuvieron más tiempo para jugar con él que cuando se desplegaba una ofensiva y los heridos venían en tropel. Debe haber sido así. Seguramente le habían recogido en seguida y le habían trasladado a un hospital de la base y todos se habían arremangado frotándose las manos y diciendo bien bien muchachos he aquí un caso interesante veamos qué podemos hacer. Después de todo allí habían despanzurrado a unos diez mil tíos para saber cómo se hacía. Se habían encontrado con un caso desafiante y tenían tiempo de sobra de modo que lo encogieron y lo devolvieron al útero.

Pero ¿por qué no se había desangrado hasta morir? Es de suponer que con los muñones de los dos brazos y las dos piernas manando sangre uno podía por lo menos morirse. Había algunas venas poderosas en las piernas y en los brazos. Había visto tíos que se desangraban hasta morir por la pérdida de un solo brazo. No parecía lógico que los médicos hubieran actuado tan rápidamente como para detener cuatro pérdidas de sangre al mismo tiempo antes de que un hombre muriera. Entonces pensó quizá sólo estaba herido y me los cortaron después para ahorrarse problemas o tal vez porque estaban infectados. Recordó haber oído hablar de gangrenas y de soldados con heridas llenas de gusanos. Ese era un buen síntoma. Si uno tenía una bala en el estómago y el agujero lleno de serpenteantes gusanos entonces estaba bien porque los gusanos se comían el pus y mantenían limpia la herida. Pero si tenías ese mismo agujero sin gusanos la herida seguía infectándose por un tiempo y después cogías gangrena.

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