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Authors: Dalton Trumbo

Johnny cogió su fusil (3 page)

Sus padres parecían divertirse juntos. En especial entonces. Solían flirtear delante de él antes de que nacieran las niñas. ¿Recuerdas esto? ¿Y aquello? Lloré. Tú hablabas así. Te peinabas así. Me levantaste y me recordaste cuán fuerte eras y me pusiste encima del viejo Frank porque era dócil y después cabalgamos sobre el río helado y el viejo Frank escogía su camino tan cuidadosamente como un perro.

¿Recuerdas el teléfono cuando me cortejabas? Recuerdo todo. Hasta el ganso que se me echaba encima silbando cuando yo te abrazaba. ¿Recuerdas el teléfono cuando éramos novios tontito? Recuerdo. ¿Recuerdas la línea del teléfono que recorría dieciocho millas por el valle de Colé Creek y sólo había cinco abonados? Lo recuerdo. Recuerdo la forma en que me miraste con tus ojos grandes y tu frente suave que no ha cambiado. ¿Te acuerdas cuán nueva era aquella línea telefónica? Uno se sentía solo allí. Ni un alma en tres o cuatro millas y en realidad nadie en el mundo sólo tú. Y yo esperando que sonara el teléfono. ¿Te acuerdas que sonaba dos veces para nosotros? Dos timbres y eras tú que llamabas de la tienda cuando estaba cerrada. Y los cinco aparatos a lo largo de la línea haciendo click—click Bill llama a Macia click—click. Y después tu voz qué divertido era oír tu voz por teléfono la primera vez. Siempre fue maravilloso.

—Hola Macia.

—Hola Bill ¿cómo estás?

—Muy bien. ¿Has terminado el trabajo?

—Sólo con los platos.

—Supongo que también esta noche todo el mundo nos está escuchando.

—Supongo.

—¿No saben que te quiero? Podrían conformarse con eso.

—Tal vez no.

—Macia ¿por qué no tocas algo en el piano?

—Está bien Bill. ¿Qué toco?

—Lo que quieras. A mí me gusta todo.

—Bien Bill. Espera que arregle el aparato.

Después la música del piano iba tintineando por los cables nuevos y maravillosos del teléfono a lo largo de Cole Creek hacia el oeste del otro lado de las montañas de Denver. Su madre antes de ser su madre antes de pensar particularmente en convertirse en su madre solía tocar el único piano que había en Cole Creek e interpretaba
Beautiful Blue Ohio
o quizá
My Pretty Red Wing.
Tocaba diáfanamente y su padre la escuchaba desde Shale City y pensaba ¿no es maravilloso sentarse aquí a ocho millas y acercar ese tubo negro al oído y escuchar a lo lejos la música de Macia mi hermosa Macia mi Macia?

—¿Los has oído Bill?

—Sí. Fue hermoso.

Entonces alguien tal vez a seis millas en la línea interrumpía la conversación sin pudor alguno.

—Macia acabo de coger el auricular y te he escuchado tocar. ¿Por qué no tocas
After the Ball is Over?
A Clem le gustaría escucharla si no tienes inconveniente.

Su madre volvía al piano y tocaba
After the Ball is Over
y Clem en alguna parte oía música quizá por primera vez en tres o cuatro meses. Las mujeres de los granjeros una vez terminado su trabajo también se sentaban con el auricular al oído y escuchaban y se ponían soñadoras pensando en cosas que sus maridos ni siquiera imaginaban. Todo el mundo en ese valle solitario de Cole Creek solicitaba a su madre que tocara su pieza favorita y su padre en Shale City escuchaba con gusto aunque a veces se impacientaba un poco diciéndose a sí mismo que la gente de Cole Creek debería comprender que esto es un noviazgo no un concierto.

Sonidos sonidos sonidos por todas partes y ese timbre que se desvanecía y regresaba mientras él se sentía tan enfermo y sordo que quería morir. Rotaba en la oscuridad y a lo lejos el timbre del teléfono sonaba sin que nadie lo atendiera. Un piano tintineaba remotamente y él supo que su madre tocaba para su padre muerto antes de que su padre estuviera muerto y antes de pensar en él su hijo. El piano sonaba al compás del timbre y el timbre al compás del piano y detrás crecía un espeso silencio y un ansia de escuchar y la soledad.

Y ahora brilla la luna esta noche sobre la hermosa Ala Roja. Suspiran los pájaros, llora el viento nocturno…

2

Su madre cantaba en la cocina. El la oía cantar y el sonido de su voz era el sonido de su casa. Cantaba la misma canción una y otra vez. Nunca cantaba la letra sino la melodía con voz ausente como si pensara en otra cosa y cantar fuese sólo una forma de matar el tiempo. Siempre cantaba cuando estaba muy ocupada.

Era otoño. Los álamos se habían vuelto rojos y amarillos. En la cocina su madre trabajaba y cantaba junto a la vieja estufa de carbón. Batía mantequilla de manzanas en una gran cazuela. O envasaba melocotones. Los melocotones impregnaban la casa con un aroma delicioso y penetrante. Hacía jalea. La pulpa de los frutos colgaba en una bolsa de harina sobre la parte más fresca de la estufa. A través de la tela el zumo manaba espeso sobre un tazón en cuyos bordes se formaba una orla rosa-crema. En el centro el zumo era rojo y transparente.

Cocía el pan. Horneaba dos veces a la semana. En el intervalo entre hornada y hornada conservaba un pote de fermento en la nevera para no preocuparse por la levadura. El pan era pesado y moreno y a veces sobresalía dos o tres pulgadas sobre el borde de la cazuela. Cuando lo sacaba del horno untaba la corteza marrón con mantequilla y lo dejaba enfriar. Pero los bollos eran aún mejores que el pan. Los sacaba del horno poco antes de la cena. Estaban tan calientes que humeaban. Tú les ponías la mantequilla que se derretía dentro y luego mermelada o dulce de albaricoque con nueces y almíbar. Era todo lo que querías comer a la hora de la cena aunque por supuesto también era necesario comer otras cosas. En las tardes de verano cortabas una gran rebanada de pan y le ponías mantequilla fría. Luego espolvoreabas azúcar sobre la mantequilla. Resultaba más exquisito que un pastel. O bien cogías una gran rebanada de cebolla dulce y la colocabas entre las dos lonchas de pan con mantequilla y no había nada más delicioso en el mundo.

En otoño su madre trabajaba día tras día semana tras semana. Casi no salía de la cocina. Hacía conservas de melocotones cerezas fresas moras ciruelas. Preparaba mermeladas confituras conservas y salsas de pimientos. Y cantaba mientras trabajaba. Cantaba la misma canción en voz ausente sin palabras como si todo el tiempo pensara en otra cosa.

En Fifth y Main había un hombre que vendía hamburguesas. Era menudo encorvado y de rostro carnoso. Siempre se alegraba de poder hablar con quien se detuviese frente a su puesto. Como era el único que vendía hamburguesas en Shale City tenía el monopolio del negocio. La gente decía que era drogadicto y que alguna vez se volvería peligroso. Pero nunca ocurrió y hacía las mejores hamburguesas del mundo. Tenía un mechero de gas y a cien metros de su puesto se podía oler la maravillosa fragancia de las cebollas friéndose. Aparecía por las tardes alrededor de las cinco o de las seis y hacía hamburguesas hasta las diez o las once. Si querías un bocadillo tenías que esperar.

A su madre le encantaban los bocadillos que hacía el hombre de las hamburguesas. Los sábados por la noche su padre solía trabajar hasta tarde en la tienda y él iba a la ciudad y le esperaba hasta que le entregaban el cheque con su paga. Alrededor de las diez menos cuarto cuando la tienda estaba a punto de cerrar su padre le daba treinta centavos para tres hamburguesas. El corría a toda prisa con su dinero hasta el puesto del vendedor de hamburguesas y ocupaba su lugar en la fila. Pedía tres hamburguesas con mucha cebolla y mostaza. Cuando se las entregaban su padre ya iba rumbo a casa. El hombre de las hamburguesas ponía los bocadillos en una bolsa y colocaba la bolsa dentro de su camisa junto a su cuerpo. Entonces él corría hasta su casa para que llegaran calientes. Corría en la fresca noche otoñal sintiendo el calor de las hamburguesas contra su estómago. Todos los sábados por la noche trataba de correr más de prisa que la vez anterior para que los bocadillos llegasen aún más calientes. Llegaba a su casa los sacaba del interior dé su camisa e inmediatamente su madre se comía uno. Para entonces su padre ya había llegado. Era la gran fiesta de los sábados por la noche. Como las niñas eran muy pequeñas dormían así que él sentía que su padre y su madre le pertenecían enteramente. En cierto modo era un adulto. Envidiaba al hombre de las hamburguesas que podía comer todos los bocadillos que quisiera.

En otoño venía la nieve. Habitualmente nevaba para el Día de Acción de Gracias pero a veces no llegaba hasta mediados de diciembre. La primera nevada era lo más bello de la tierra. Su padre solía despertarle muy temprano anunciando a gritos la nevada. Generalmente era una nieve húmeda que se adhería a todo lo que tocaba. Hasta la cerca de alambre tejido que rodeaba el fondo del gallinero soportaba un espesor de nieve de media pulgada. Para los pollos la primera nevada era siempre un enigma y un motivo de alarma. Andaban con cuidado y sacudían sus patas y los gallos protestaban todo el día. Los graneros lucían hermosos y los postes del alambrado tenían un birrete de cuatro pulgadas de alto. En los terrenos vacíos los pájaros dejaban en la nieve minúsculas huellas cruzadas de tanto en tanto por los rastros de un conejo. Su padre nunca dejó de despertarle temprano cuando caía nieve. Lo primero que hacía era correr a mirar por la ventana. Luego se ponía unas ropas abrigadas la chamarra las botas y los guantes forrados de piel de cordero cogía su impermeable flexible salía con los demás muchachos y no volvía hasta que sus pies estaban ateridos y su nariz helada. La nieve era maravillosa.

En primavera los campos se llenaban de prímulas. Se abrían por la mañana se cerraban cuando calentaba el sol y luego se volvían a abrir por la tarde. Todas las tardes los muchachos iban a coger prímulas. Volvían con grandes ramilletes de flores tan grandes como una mano y los ponían en cuencos llenos de agua. El primero de mayo hacían cestos y los adornaban de prímulas escondiendo dulces debajo de las flores. Cuando anochecía iban de casa en casa y dejaban un cesto. Llamaban a la puerta y huían desapareciendo en la noche.

Lincoln Beechy llegó al pueblo. Era el primer aeroplano que se veía en Shale City. Lo tenían en una tienda en medio de la pista de carreras cerca de los terrenos de la feria. Todos los días la gente desfilaba por la tienda para mirarlo. Parecía hecho íntegramente de alambre y tela. La gente no podía comprender que un hombre hiciera depender su vida de la resistencia de un alambre. Un solo alambre que fallara significaba el fin de Lincoln Beechy. En la parte delantera del avión frente a las hélices había un pequeño asiento cerrado con una barra de madera. Allí se sentaba el gran aviador.

En Shale City todo el mundo estaba contento con la llegada de Lincoln Beechy. Era algo maravilloso. Shale City se estaba convirtiendo en una verdadera metrópoli. Lincoln Beechy no se detenía en cualquier pueblecito de mala muerte. Sólo se detenía en sitios como Denver y Shale City y Salt Lake y continuaba su recorrido hasta San Francisco. Todo el pueblo salió a la calle el día que Lincoln Beechy se remontó en el aire. Lo hizo cinco veces. Nunca nadie había visto algo más increíble.

Antes del vuelo el señor Hargraves que era inspector de escuelas pronunció un discurso. Explicó que la invención del aeroplano era el mayor progreso llevado a cabo por el hombre en cien años. El aeroplano dijo el señor Hargraves reduciría la distancia entre las naciones y los pueblos. El aeroplano sería el gran instrumento para la comprensión recíproca de los pueblos para que la gente se comprendiera y amara mejor. El señor Hargraves dijo que el aeroplano anunciaba una nueva era de paz prosperidad y comprensión mutua. Todos serían amigos dijo el señor Hargraves cuando el aeroplano uniera a todo el mundo de modo que los pueblos de la tierra se comprendieran entre sí.

Después del discurso Lincoln Beechy hizo cinco
loopings
y abandonó el pueblo. Dos meses más tarde su aeroplano cayó en la bahía de San Francisco y Lincoln Beechy se hundió. Shale City lo sintió como si hubiese perdido a uno de sus habitantes. El Monitor de Shale City publicó un editorial. Dijo que aun cuando el gran Lincoln Beechy hubiese muerto el aeroplano el instrumento de paz el vínculo entre los pueblos seguiría adelante.

Cumplía años en diciembre. Para todos sus cumpleaños su madre preparaba una gran cena a la que venían sus amigos. Sus amigos también hacían cenas de cumpleaños de modo que al cabo del año había por lo menos seis grandes acontecimientos con motivo de los cuales se reunían los muchachos. Por lo general había pollo y siempre un pastel de cumpleaños y helado. Todos traían regalos. Nunca olvidaría aquella vez que Glenn Hogan le trajo un par de calcetines de seda marrón. Fue antes de usar los pantalones largos. Los calcetines parecían significar un paso hacia un futuro adulto. Eran muy bonitos. Después de la fiesta se los puso y los miró largo rato. Tres meses más tarde se puso los pantalones largos que hacían juego con ellos.

Todos los muchachos simpatizaban con su padre seguramente porque su padre simpatizaba con ellos. Después de comer su padre los llevaba siempre a algún espectáculo. Se ponían los abrigos y salían a la nieve trotando hasta el teatro Elysium. Era estupendo sentirse caliente por dentro después de la comida y con la cara fría por el aire bajo cero y un espectáculo ante los ojos. Aún hoy podía oír sus pasos chapoteando en la nieve. Podía ver a su padre a la cabeza del grupo hacia el Elysium. Recordaba que los espectáculos eran casi siempre buenos.

En otoño se hacía la Exposición del Condado. Había domas de potros y corridas de ciervos indios cabalgando a pelo y carreras de trote. Siempre había una tribu de indios encabezada por la gran
squaw
Chipeta. Una calle de Shale City llevaba su nombre. El pueblo de Ouray Colorado llevaba el nombre de su esposo el cacique Ouray. Los indios que venían con Chipeta no hacían gran cosa. Se sentaban en cuclillas y miraban fijo pero Chipeta era todo sonrisas y charla sobre los viejos tiempos.

Durante la exposición solía venir una feria y se podían ver mujeres partidas en dos y motociclistas desafiando la muerte subiendo y bajando por un muro circular. En los puestos de la feria había frutas en conserva que brillaban detrás de los frascos despliegues de bordados hileras de pasteles y pilas de pan y enormes calabazas y patatas fantásticas. En los corrales había novillos cuadrados como galpones y cerdos casi tan grandes como vacas y pollos de pura raza. La semana de la feria era la más importante del año. De algún modo era más importante que Navidad. Se compraban fustas adornadas con borlas en los extremos rozar con ellas las piernas de la muchacha que te gustaba era una muestra de simpatía. Toda la feria tenía un olor inolvidable. Un aroma siempre soñado. Mientras viviera lo sentiría en el fondo de su memoria.

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