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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (2 page)

Volvió a hundirse en las oscuras aguas y sacó una pistola de diseño extraño de su cinturón. Después retornó a la superficie y levantó el arma sobre el agua. Gotitas saladas salieron de los agujeros de drenaje. Otro hombre emergió a su lado, haciendo lo mismo.

Dos ruidos sordos, tan seguidos que casi podrían haber sido el mismo sonido, retumbaron en la habitación de cemento. Las pistolas eran de gas y el nitrógeno comprimido expulsó los dardos a través del muelle hasta incrustarlos en las espaldas de los dos miembros de la tripulación.

Los hombres dejaron escapar un grito de dolor ahogado y trataron de buscar el origen del daño… para inmediatamente después derrumbarse sobre el suelo, incapaces de moverse. Las pistolas de dardos se habían diseñado para disparar tranquilizantes, pero estas estaban cargadas con algo diferente.

Algo letal.

Los buceadores nadaron hasta la escalerilla para salir de la piscina. Aparecieron más, que los siguieron hasta el muelle. Siete hombres en total. Rápidamente, se despojaron del equipo de buceo y cruzaron el muelle, hacia el ascensor.

Los dos tripulantes estaban allí cerca, paralizados, indefensos. Solo se movían sus ojos, cargados de miedo y dolor. La parálisis de los músculos voluntarios había sido casi instantánea.

La parálisis de los músculos involuntarios, más específicamente la del corazón, la seguiría enseguida.

Uno de los intrusos se agachó para retirar los dardos y lanzarlos a la piscina. Se hundieron hasta desaparecer. Sus compañeros arrastraron a los tripulantes paralizados hasta el borde del agua y los arrojaron al mar, sin más ceremonias.

El equipo entró en el ascensor y cerró la puerta. Una cámara de seguridad los observaba, estérilmente, con su ojo muerto. Con un traqueteo, el ascensor comenzó a ascender.

Con cuidado, los ojos del gigante vestido de negro asomaron justo por encima de la cubierta superior, encharcada por la lluvia. La explanada de metal estaba dominada por la enorme cúpula del radar e iluminada desde el interior gracias a una colosal lámpara que brillaba a través del borrascoso diluvio. Todo lo demás que había en la cubierta estaba poco definido, perdido entre la tormenta.

Se bajó nuevamente las gafas. Su visión volvió a teñirse de tonos chillones. Hacia popa, más allá de la cúpula, se arremolinaba una neblina roja… gases de combustión del generador eléctrico de la plataforma y el calor expulsado por los grupos de unidades de aire acondicionado, del tamaño de contenedores, que refrigeraban los sistemas electrónicos del enorme radar.

Pero había otras formas brillantes. Dos marines más destellaron en su visión térmica como borrones distantes y amorfos, arrastrando los pies a través de la cortante lluvia, acercándose el uno al otro. Estaban siguiendo un camino establecido, reuniéndose para confirmar que todo estaba bien antes de volver a sus rutas de patrulla.

Nunca llegarían hasta ellas.

El intruso levantó un arma. No era una de las pistolas de dardos utilizadas por su equipo en el muelle de inmersión, se trataba de un rifle con mira telescópica.

Se subió otra vez las gafas y colocó la mira sobre su ojo derecho. Sin la ayuda termográfica, los marines eran poco más que siluetas grisáceas, impermeables agitándose, perfilados de amarillo por una luz cercana. Fijó los puntos de mira en su objetivo, apuntando al hombre más cercano, esperó a que se juntasen, a que se parasen…

Vio que la figura imprecisa se convulsionaba y después caía sobre la cubierta. El otro hombre reaccionó, sorprendido, arrodillándose para ayudarlo. Descubrió el dardo que sobresalía de su espalda. Levantó la mirada…

El asesino ya había recargado. Apenas necesitaba la mira y el rifle se comportó como una extensión de su cuerpo cuando volvió a disparar. No necesitó ver el impacto para saber que le había dado.

Corrió hacia el segundo marine caído e ignoró sus ojos desesperados, que se movían nerviosos, mientras comprobaba el blanco. El dardo lo había alcanzado de pleno en el pecho, un par de centímetros por debajo del corazón. El francotirador emitió un sonido de disgusto. Le había apuntado justo al corazón. Chapucero.

Pero solo su orgullo se vio afectado. El resultado era lo que importaba. Retiró el dardo de la carne del hombre y lo tiró por encima de la cubierta. Después hizo lo propio con su primera víctima. Los dardos serían barridos por el mar, se perderían. Y nadie le prestaría atención a esos minúsculos pinchacitos porque encontrarían una causa de la muerte mucho más obvia.

La radio de su cinturón emitió dos clics. Una señal. El segundo equipo se encontraba en posición.

Justo a tiempo.

La cubierta estaba despejada. Devolvió la señal, pulsando la tecla tres veces.

—Tomad la plataforma.

Los siete hombres ya les habían disparado al par de sorprendidos marines de la cabina que había en la parte superior de la pata, inmovilizándolos con dardos en cuanto se abrió el ascensor. Después habían esperado la señal de su líder. En cuanto llegó, se dividieron en tres grupos (uno de tres hombres y dos de dos) y se dirigieron a la superestructura.

El grupo de tres se encaminó enseguida hacia la popa de la plataforma y la sección del generador eléctrico. Aunque la SBX se parecía a las plataformas petrolíferas fijas, en realidad era un navío capaz de desplazarse por sí mismo. Transportaba a unos cuarenta tripulantes, sin contar a la sección de marines y al contingente de la AIP. Como la estación de radar estaba altamente automatizada, la mayor parte de la tripulación solía realizar las mismas tareas que los marineros de un buque de guerra: encargarse del funcionamiento y del mantenimiento del barco.

Lo que implicaba que la mayoría de los tripulantes se concentraba en un área concreta.

Con las pistolas de dardos levantadas, el trío avanzó a lo largo de los pasillos grises. Un hombre comprobaba cada intersección antes de indicarles a los otros dos que pasasen. Subieron un tramo empinado de escaleras hasta la cubierta B, atentos a cualquier sonido que indicase actividad a su alrededor.

Se abrió una puerta delante de ellos. Un suboficial de la Marina con barba que transportaba una caja de herramientas salió por ella y se quedó paralizado por la sorpresa al ver a los tres hombres…

Un dardo agujereó su garganta y le suministró instantáneamente su carga tóxica. El marine emitió un gemido ahogado y su asesino se apresuró a sujetarlos, a él y a su caja de herramientas, antes de que se derrumbasen ruidosamente sobre la cubierta.

Los otros dos hombres comprobaron el rótulo de la puerta, un almacén, y la abrieron de golpe, con las pistolas preparadas, comprobando que estaba vacío.

Solo les llevó unos segundos arrojar al marine paralizado al interior del almacén y cerrar la puerta. Los hombres continuaron subiendo más escalones para llegar hasta su objetivo.

Había una escotilla en uno de los mamparos a través de la que se podía escuchar el sordo zumbido de la maquinaria que había detrás. Signos de advertencia les indicaban a los intrusos lo que se iban a encontrar dentro: el conducto de ventilación principal de la sección de popa.

La superestructura de la SBX era básicamente una caja metálica sellada. Solo había tres ventanas en todo el buque, en el puente y en la proa, y ni tan siquiera esas se abrían. La única manera de introducir aire era bombeándolo a través de los respiraderos que había bajo las tomas de aire gigantes de la cubierta superior.

El equipo de asalto forzó la cerradura y dejó al descubierto un panel de acceso que permitía la entrada al conducto. Había un inmenso ventilador girando detrás de él. Los tres hombres se colocaron unas máscaras de oxígeno que les hacían parecer insectos antes de sacar un cilindro que transportaba uno de ellos a la espalda e introducirlo a través del panel de acceso. Con un giro de la válvula, el cilindro empezó a bombear cloruro de cianógeno en el conducto. Incoloro, inodoro… y mortal en pocos segundos.

Corretearon de vuelta a las escaleras y se deslizaron por los empinados pasamanos hasta la cubierta B. Ignoraron los sonidos estrangulados y agonizantes de los hombres y las mujeres moribundos de las habitaciones que iban dejando atrás.

Uno de los equipos de dos hombres avanzó furtivamente hasta los camarotes de la plataforma. La reducida tripulación de la SBX trabajaba de acuerdo con un sistema de dos turnos: doce horas de trabajo, doce de descanso. Ahora mismo, aquellos que estaban en el segundo turno estarían seguramente durmiendo.

Y eso incluía a la mitad de los marines.

El cuarto alargado que servía de barracón a los marines tenía dos puertas, una a cada extremo. Uno de los hombres esperó al lado de la primera puerta mientras su camarada llegaba a la otra entrada. Después sacó un cilindro más pequeño de cloruro de cianógeno de su arnés y abrió la puerta.

La mayoría de los doce marines del interior estaban dormidos, aunque un hombre levantó la vista hacia él. Un momento de duda, reemplazado por una respuesta entrenada al ver la máscara de oxígeno negra…

—¡Marines! —consiguió gritar antes de que un dardo disparado desde la puerta abierta al fondo de la habitación perforase su espalda. Otros hombres se enderezaron en sus literas, despiertos y sobresaltados por el grito de alarma.

A continuación, se desplomaron sobre las camas de nuevo cuando los dos cilindros rodaron por el suelo de la habitación, vomitando su muerte invisible.

El segundo equipo doble se dirigió a la parte delantera de la plataforma, a la sección de mando, en la cubierta A. Esta área estaba siempre vigilada por cuatro marines dispuestos en la entrada.

El gas venenoso no era una buena opción en ese lugar; había un hombre que era necesario mantener con vida a toda costa y el gas era un asesino demasiado indiscriminado e impredecible. Las pistolas de dardos tampoco se podían utilizar porque se recargaban con lentitud y conllevaban el riesgo de que uno de los dardos se incrustase inútilmente en el equipo de un objetivo. En esta fase crucial de la operación, había que garantizar unas muertes instantáneas.

Así que los dos hombres, sencillamente, se acercaron caminando, doblaron la esquina y les dispararon a los marines en la cabeza con pistolas provistas de silenciador antes de que alguno tuviese oportunidad de responder.

Retirarían los cadáveres cuando los atacantes abandonasen la plataforma: un cuerpo con una herida de bala lo echaría todo a perder. Pero estaba todo previsto.

Uno de los hombres hizo un clic con su radio.

—En posición.

Un único clic sonó en la radio del gigante. Asintió para sí mismo y después, con prudencia, asomó la cabeza por el borde de la ventanita veteada por la lluvia.

Solo había una persona de guardia en el puente, una teniente joven. Como la SBX estaba anclada y el Centro de Información de Mando que había tras el puente actuaba como centro neurálgico del navío, no era necesario más personal. Vio a más gente a través de las puertas de cristal que daban al CIM, incluido el capitán de la plataforma.

Había llegado la hora.

La teniente Phoebe Bremmerman levantó la vista de su consola y miró a través de las ventanas del puente. Había escuchado un ruido, algo diferente a la lluvia que golpeaba el cristal.

Y había algo sobre el propio cristal, un objeto gris oscuro del tamaño de una moneda grande.

Se levantó y estaba a punto de llamar a su capitán en el CIM… cuando la ventana explotó.

Los fragmentos de cristal se esparcieron por el puente y el estruendo sordo de la tormenta del exterior aumentó de volumen hasta convertirse en un aullido. La teniente gritó cuando un pedazo de ventana rota le cortó la mejilla.

Un hombre negro enorme, vestido de neopreno, entró por la ventana y la apuntó con la pistola. Simultáneamente, más hombres de neopreno entraron en el CIM con sus armas en ristre. Uno de los operadores de radar se levantó de un salto y al momento volvió a caer sobre la silla. Un dardo le sobresalía del cuello.

El gigante agarró a Bremmerman y la arrastró al CIM. El sonido de la tormenta se mitigó cuando la puerta del puente se cerró de golpe.

—Capitán Hamilton —le dijo al capitán de la SBX, empujando a la mujer para que se uniera a los otros ocupantes de la habitación, un grupo rodeado por cuatro hombres armados—, lamento la intromisión. —Sonrió y el diamante brilló en su dentadura impecable. Su acento nigeriano era suave y sonoro—. Me llamo Joe Komosa y estoy aquí por una única razón. —Volvió a sonreír, pero esta vez su tono escondía una amenaza—. ¿Dónde está el doctor Bill Raynes?

Condujeron al resto de la tripulación de la plataforma al gran laboratorio de la cubierta B asignado al equipo de la AIP y los obligaron a arrodillarse en el centro de la habitación.

Ninguno de los marines había sobrevivido al asalto. El personal del navío también había sufrido importantes bajas; además del propio Hamilton, ahora solo quedaban diez vivos, incluidos los otros cinco del CIM. De los diez miembros del contingente de la AIP, faltaban tres.

A los atacantes se les habían unido otros tres hombres que habían traído a los demás supervivientes a punta de pistola. Fuesen quienes fuesen, pensó Hamilton, eran completamente despiadados; otro marinero había protestado cuando lo empujaron hacia el laboratorio, ni siquiera se había revuelto, solo gritado, y le habían disparado en el pecho a bocajarro; murió en la cubierta ante la mirada de Hamilton.

Y él no había podido hacer nada.

Komosa se quitó la capucha de su traje de neopreno y descubrió una reluciente cabeza afeitada con una hilera de pírsines, bolitas plateadas recorriendo cada sien hacia atrás. Después bajó la cremallera hasta dejar al descubierto su pecho desnudo, marcado por más líneas de pírsines brillantes. Se paró durante un momento para admirar su reflejo en una mampara de cristal, y se puso a caminar de un lado a otro lentamente, ante los prisioneros, sin decir una palabra, suscitando miradas nerviosas. Finalmente, se giró hacia Raynes con su deslumbrante sonrisa.

—Doctor Raynes —dijo—, como ya le comenté al capitán Hamilton, estoy aquí por una única razón. ¿Sabe usted qué es esto?

Sostuvo en alto un pequeño objeto blanco que había sacado de una bolsa impermeable.

Raynes lo miró detenidamente, vacilante, como si le estuviesen planteando una pregunta con trampa.

—¿Es… es una memoria externa?

—Efectivamente, es una memoria USB.

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