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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (6 page)

—Por eso se llama lucha. Si no, se llamaría pérdida de tiempo.

La mantuvo sujeta durante un rato más y después se puso de pie.

—Vale, vamos a probar otra cosa.

Nina esperaba que la ayudase a levantarse. Cuando vio que no le extendía la mano, lo miró fijamente y se puso de pie.

—¿Pero qué te pasa? Estás molesto por algo. Desde hace tiempo, de hecho. Y no me refiero solo a ayer por la noche.

Él le mostró una sonrisa desprovista de todo tipo de humor.

—Oh, estoy impresionado. ¿Quieres decir que realmente te acuerdas de algo de ayer por la noche?

—Casi preferiría haberlo olvidado, vista la forma en que te comportaste. —Sabía que él estaba a punto de soltar algún comentario mordaz, así que lo interrumpió antes de que pudiese hacerlo—. Vamos, venga. Íbamos a probar otra cosa.

Chase gruñó y después introdujo la mano en su bolsa de deporte y sacó una pistola. No una de verdad, sino una de juguete de plástico naranja chillón.

—Perfecto. Si quieres que sea el malo, pues seré el malo. A ver si recuerdas algo de lo que te enseñé —dijo dando un paso hacia atrás, levantando la pistola y apuntando a Nina—. Quítame el arma.

Nina sacudió la cabeza.

—Por Dios…

—¿Qué? Querías que te enseñase autodefensa. Esto es un entrenamiento de autodefensa.

—Sí, pero eso fue cuando todavía pensaba que existía la posibilidad de que tuviésemos problemas, como que alguien quisiese vengarse por lo de la Atlántida. ¿Pero ahora? Si te soy sincera, lo único que quiero es un poco de trabajo cardiovascular.

—Y sufrirás ese trabajo cardiovascular si alguien te coloca una pistola en la cara. Vamos. —La empujó con la pistola—. Dame tu bolso.

—¿Qué? Eddie, ya…

Él apretó el gatillo. La pistola de juguete hizo clic.

—¡Bang! Estás muerta. Vuelve a intentarlo. Has matado a mi jefe y ahora yo te voy a matar a ti.

—Eddie…

—¡Bang! Muerta de nuevo. Es inútil.

Nina lo miró, cada vez más enfadada.

—¡Vuelve a intentarlo! Soy el hermano de Giovanni Qobras y tú eres la puta que hizo que lo mataran…

Nina lo embistió, retorciendo el cuerpo para alejarse de la pistola y agarrando el antebrazo de Chase con una mano al tiempo que con la otra trataba de arrancarle el arma…

¡Paf!

La habitación giró a su alrededor y se encontró tumbada de espaldas, expulsando el aire de sus pulmones con un silbido. La boca de la pistola colgaba sobre ella.

Hizo clic.

—Bang —dijo Chase, con una sonrisita.

Nina lo miró, enfadada. Después se puso de pie y se fue como una exhalación al dormitorio, dando un portazo tras ella.

Cuarenta minutos más tarde, el dolor de cabeza de Nina aún no había desaparecido, a pesar del café y de algunos analgésicos.

Pero esa no era la única razón por la que tenía prisa por salir a tomar el aire.

—Y el tío ese con el que te reúnes hoy… ¿qué es lo que quiere? —le preguntó Chase.

Seguía con su camiseta y su pantalón corto, repantigado en el sillón con los pies sobre la mesita de cristal y sin mostrar ninguna señal de que pretendiese acompañarla.

—Baja los pies —le dijo Nina. Él la ignoró—. Es algo clasificado, cosas de la AIP.

No lo era, pero no tenía ni tiempo ni ganas de entrar en detalles.

Chase puso los ojos en blanco.

—Oh, ¿en serio?

—¿Y tú qué vas a hacer? Aún no estás listo.

Él movió la mano despreocupadamente y señaló la ventana.

—He pensado tomarme la mañana libre.

—¿Ah, sí? ¿Y te has molestado en comprobar si podías hacerlo?

—Bueno, dado que es bastante obvio que no me necesitas para nada, pensé «¿por qué no?».

Nina respiró lenta y profundamente, un intento infructuoso de suprimir su desesperación.

—La AIP es una organización profesional, Eddie. Se supone que debes pedir permiso.

Chase colocó las dos manos tras la cabeza y se estiró aún más.

—Vale, de acuerdo, jefa, ¿me das permiso para cogerme la mañana libre? Es que parece que tengo que ir a la tintorería porque ayer alguien me tiró vino tinto sobre la chaqueta.

—¡Dios! —le soltó Nina, perdiendo por fin la paciencia—. ¡Me da igual! ¡Cógete la mañana libre, o la semana! No me importa.

Agarró su bolso y salió, cerrando de un portazo.

Chase le pegó un puñetazo al cojín del sillón y se puso de pie, hirviendo de frustración.

—¡Me cago en la puta, joder! —rugió, mirando la estatua africana—. Y tú te puedes ir a la mierda también.

La estatua lo miró fijamente, con sus silenciosos ojos de madera.

Aún echando chispas, entró en el dormitorio y cogió la chaqueta. A pesar de la tela oscura, las manchas destacaban con claridad.

—Genial, hostia —le dijo—. Supongo que sí que voy a tener que ir a que te limpien.

Revisó los bolsillos, vaciándolos…

Sus dedos tocaron algo inesperado. Una hoja de papel, doblada con fuerza hasta formar un cuadradito. De la ira pasó a la curiosidad y la abrió.

Reconoció la escritura antes incluso de ver la firma. Sophia. Debía habérsela colado en el bolsillo al tirarle de la chaqueta en la fiesta.

Leyó la nota. Después sus ojos se agrandaron y la volvió a leer, tan solo para asegurarse de que decía lo que decía.

—No me jodas… —murmuró.

Se olvidó de la tintorería… al final tendría que ir a la AIP.

Pero no a ver a Nina. Esto la superaba claramente.

El despacho de Nina tenía un pequeño baño privado en el que trató de conseguir un aspecto tan elegante y profesional como le fue posible para el visitante. Se miró en el espejo y se tocó el colgante que le pendía del cuello. La pieza curva de metal era en realidad un pedacito de un utensilio de la Atlántida que había descubierto años atrás sin conocer su verdadera naturaleza; ella lo había considerado siempre como su amuleto de la suerte. Ojalá su suerte la ayudase hoy a conseguir lo que quería.

Satisfecha porque su peinado por fin tenía aspecto de valer quinientos dólares, comprobó que su chaqueta y su falda de Armani no tuviesen arrugas y que sus zapatos de tacón estuviesen limpios y después miró el reloj. Ya casi era la hora de su reunión.

Pero antes, debía practicar una cosa.

Nina salió del baño y se sentó ante el escritorio, girándose para admirar las vistas de Manhattan desde la ventana del edificio de las Naciones Unidas.

—Vale. Puedo hacerlo, puedo hacerlo bien. —Respiró profundamente—. Buenos días, señor Popadol… ¡Joder! Popo, Popadolapis… ¡mierda! —Se apretó la frente con la palma—. Señor Nicholas Popadopoulos —consiguió decir a la postre, pronunciando con cuidado cada sílaba—. Po-pa-do-pou-los. Popadopoulos. ¡Por fin! —Se rió involuntariamente—. Vale, ahora sí que estoy lista para usted, señor Nicholas Popadopoulos. Y me va a dar lo que quiero.

El hombre en cuestión llegó unos minutos más tarde. Nina había hablado con él por teléfono varias veces, pero esta era la primera vez que lo veía en persona. A pesar de ser quien le había puesto tantos impedimentos, no le impresionó tanto a simple vista. Popadopoulos era un sesentón encorvado, de pelo negro y fino colocado grasientamente sobre el cuero cabelludo, en un vano intento de esconder su calvicie. Tenía un bigotito fino y unas gafas redondas a través de las que observó con recelo a Nina mientras ella le daba la bienvenida a su despacho.

—Buenos días, señor Popadopoulos —le dijo, felicitándose mentalmente y reprimiendo una sonrisa—. Me alegro de conocerlo finalmente.

—Doctora Wilde, sí —respondió él.

Su acento era griego, cosa en absoluto sorprendente, pero con una entonación ligeramente italiana. La Hermandad de Selasforos tenía su base en Roma y, por lo que Nina sabía, Popadopoulos llevaba a cargo de los archivos secretos que la sociedad tenía allí desde hacía más de tres décadas.

—Realmente no entiendo por qué ha tenido que obligarme a venir a Nueva York, no, no. Ahora existen maravillosos inventos: el teléfono, el fax, el correo electrónico… ¿Ha oído por casualidad hablar de ellos?

—Tome asiento —le ofreció Nina, deseando ya estrangularlo.

Popadopoulos gruñó, pero se sentó. Ella acercó otra silla para sentarse enfrente de él.

—La razón por la que le pedí que viniese a Nueva York es que no he podido convencerle de que me ayudase ni por teléfono, ni por fax, ni por correo electrónico. Y como mis jefes de la AIP y sus superiores de la Hermandad se han puesto ya de acuerdo en que mi búsqueda de la tumba de Hércules es válida, y dado que la Hermandad ha aceptado ayudar a la AIP…

—Un acuerdo al que se llegó básicamente a punta de pistola —la interrumpió Popadopoulos—. ¡Ni que hubiéramos tenido elección!

—Fuese como fuese, se llegó a ese acuerdo. Y he querido tener la cortesía de mantener este encuentro cara a cara con usted para explicarle por qué necesito ver el texto del
Hermócrates
… Los originales, no copias o fotografías.

—¡No hay nada en ellos que no haya visto antes! —protestó Popadopoulos, moviendo las manos—. Han estado en nuestro poder desde hace más de dos mil años; ¡los han estudiado los historiadores de la propia Hermandad! Si hubiese en ellos cualquier pista que indicase la ubicación de la tumba de Hércules, ¿no cree que ya la habríamos encontrado?

—También tuvieron durante todo ese tiempo las obras perdidas de Platón sobre la Atlántida y no la encontraron. Y yo sí —observó Nina, con dureza.

Popadopoulos pareció acusar el golpe.

—Critias dice en varias ocasiones en el diálogo
Hermócrates
que le revelará a Sócrates y a los demás la localización y los secretos de la tumba, tal y como Solón se los comunicó a él, pero nunca lo hace.

—¡Porque el texto está inacabado!

—No estoy de acuerdo. En todos los demás aspectos,
Hermócrates
es un diálogo completo. Lo único que no está nítidamente cerrado al final es el asunto de la tumba de Hércules… ¡y habría sido un descuido tremendo por parte de Platón olvidarse de ese punto!

Nina ablandó su tono, recordando que estaba intentando convencer a Popadopoulos para que colaborase.

—Estoy segura de que hay algo más, que existe alguna pista que no es tan obvia en las transcripciones del texto o en las fotos de los documentos. Señor Popadopoulos, ambos somos historiadores: nuestro trabajo es preservar y documentar el pasado, es nuestra pasión en la vida. Es lo que nos motiva. Creo sinceramente que, si me permite ver los textos originales, podré encontrar alguna pista que nos revele la localización de la tumba de Hércules. Ambos sabemos por qué el descubrimiento de la Atlántida no puede revelarse al mundo, pero esto es algo, un genuino tesoro antiguo, que sí que se podrá desvelar.

Popadopoulos no dijo nada, pero al menos parecía estar considerando sus palabras. Ella lo presionó más.

—Se tomarán todas las precauciones necesarias para garantizar la seguridad de los pergaminos. Los únicos miembros de la AIP que los veremos seremos yo y quien usted mismo autorice; usted tendrá el control completo del acceso a ellos y las disposiciones de seguridad quedarán totalmente a su criterio. La única cosa que le pido es que se me permita ver el texto aquí, en Nueva York, para que yo pueda consultar toda mi investigación y utilizar las instalaciones de la AIP. Los archivos de la Hermandad son una increíble fuente de saber… Por favor, déjeme darles buen uso. Por el bien de la historia.

Nina se recostó. Ella ya había recitado su parte; ahora todo estaba en manos de Popadopoulos. Él permaneció en silencio varios segundos. El nerviosismo de Nina iba en aumento con cada tictac del reloj. Si decía que no, habría que volver a la casilla de salida…

—Yo… consideraré su propuesta —dijo él, finalmente.

Nina entendió, por la resignación que mostraba en su voz, que le iba a permitir ver el texto; saber que la Hermandad ya había, en principio, accedido le hacía muy difícil negarse. Su «consideración» era una simple pantalla.

—Y también necesito hablar con la Hermandad, en Roma.

—Tómese el tiempo que necesite —le dijo Nina—. Por favor, utilice mi teléfono para hacer sus llamadas.

Le indicó su mesa.

—Le dejaré a solas… Cuando me necesite, marque el cero y alguien me avisará.

—Gracias, doctora Wilde.

Se pusieron en pie y se dieron la mano; después, Nina abandonó la habitación. En cuanto cerró la puerta, dio un puñetazo al aire y vocalizó un silencioso «¡Sí!».

Triunfante, se dirigió a la sala de estar de la AIP. El café no era una bebida para las celebraciones, pero después de la noche anterior, tampoco es que el champán ocupase el primer puesto en su lista…

Se paró en seco. Delante, en el pasillo, vio a un hombre que le daba la espalda saliendo de un despacho y dirigiéndose a los ascensores del fondo. Un hombre vestido de vaqueros y con una chaqueta de cuero negro desgastada.

Eddie Chase.

Nina abrió la boca para llamarlo y después la cerró de golpe, dudando qué decirle. Y, además, ¿qué estaba haciendo él aquí, después de toda la que había armado para tomarse la mañana libre?

Su confusión fue en aumento cuando se dio cuenta de la puerta de la que acababa de salir. Era el despacho de Hector Amoros. El director no era alguien con quien Chase tuviese trato regularmente… Entonces, ¿por qué había ido a verlo?

Las puertas del ascensor se cerraron tras Chase. Si la había visto en el pasillo, no dio señas de ello. Un escalofrío la recorrió, de repente.

¿Había dimitido? ¿Era por eso por lo que había ido a ver al hombre que dirigía la AIP, para entregarle su dimisión?

El escalofrío fue en aumento. Si era por culpa suya, entonces quizás la AIP no era lo único que pensaba dejar…

Nina estaba a punto de entrar en el despacho de Amoros para preguntarle qué había pasado exactamente cuando escuchó su nombre por el sistema de megafonía. Estaba claro que Popadopoulos había tomado una decisión rápida.

Vaciló un momento antes de girarse y volver a su despacho. Cada cosa a su tiempo. Primero librarse de Popadopoulos y después averiguar qué demonios había hecho Chase. Y esperar que no fuese demasiado tarde para evitar que cometiese alguna estupidez.

Y no es que hubiese tenido mucho éxito evitando sus estupideces últimamente, reflexionó con pesar…

El encorvado historiador estaba esperándola de pie cuando entró.

—Doctora Wilde —dijo, ligeramente a regañadientes—, en lo que concierne al texto del
Hermócrates
… la Hermandad ha accedido a que lo consulte. Aquí, en Nueva York.

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