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Authors: Andy McDermott

Tags: #Aventuras

La tumba de Hércules (3 page)

Komosa se dirigió a un ordenador en particular de la esquina del laboratorio: al terminal del propio Raynes.

—Y me gustaría que lo llenase para mí.

Raynes tragó saliva, se le había secado la boca.

—¿Con… con qué?

—Con ciertos archivos que se hallan en el servidor seguro de la AIP de Nueva York. Específicamente, con aquellos que conciernen a las obras perdidas de Platón que se encuentran en los archivos de la Hermandad de Selasforos.

Durante un momento, la confusión casi superó al miedo que se reflejaba en la cara de Raynes.

—Un momento, ¿ha hecho todo esto para poder acceder a nuestro servidor? ¿Por qué?

—De eso ya me preocupo yo. De lo único que se tiene que preocupar usted ahora mismo es de hacer lo que yo le digo.

—¿Y si me niego?

La mano de Komosa voló rauda. Sin apartar los ojos de Raynes, le disparó un dardo en el corazón a uno de los otros científicos de la AIP. El hombre trató de agarrarse el pecho inútilmente antes de desplomarse.

Raynes se estremeció y los ojos se le abrieron de par en par del miedo.

—¡De acuerdo, el servidor, de acuerdo! Yo… yo… lo que usted quiera.

—Gracias —asintió Komosa.

Uno de sus hombres condujo a Raynes hasta el ordenador.

—No lo haga, doctor —le advirtió Hamilton—. Sabe que no podemos dejar que nadie llegue a la Atlántida.

—¡La Atlántida! —dijo Komosa con una risita desdeñosa—. ¡No me importa la Atlántida!

—No le creo. Doctor Raynes, bajo ninguna circunstancia le puede dar acceso a este hombre a la información del servidor.

Komosa suspiró.

—Lo hará, doctor.

Cruzó la habitación hasta los prisioneros, cogió a Bremmerman del brazo y tiró para levantarla. Ella miró a Hamilton aterrada, sin saber muy bien lo que debía hacer.

—Déjela en paz —ladró Hamilton.

Komosa se colocó detrás de la teniente, cerniéndose sobre ella al tiempo que deslizaba uno de sus gruesos brazos por su cintura y le colocaba la mano en el cuello.

—Doctor Raynes —dijo alejándose de Hamilton y moviendo a Bremmerman con él mientras se giraba hacia el científico—. Estoy seguro de que ha visto a esta joven por la plataforma antes. Es muy guapa.

Bajó la cabeza y le acarició el pelo con la barbilla. A pesar de su miedo, ella le clavó un codo en el estómago.

Él casi ni pestañeó. La sonrisa de diamante se hizo más amplia.

—Y muy fogosa.

Recorrió el cuello con su pulgar en un movimiento ascendente, parándose unos centímetros por debajo de la barbilla… y presionó.

Algo en el interior de su garganta se hundió con un crujido enfermizo y pastoso. Los ojos de la joven casi se le salieron de las órbitas, abrió la boca en un intento desesperado de inspirar un aire que nunca llegaría a sus pulmones. Komosa la soltó. Ella intentó levantar las manos hasta la cara con dedos temblorosos. Una gota de sangre se le deslizó por la esquina de la boca mientras convulsionaba.

—Y está completamente muerta.

—¡Hijo de puta! —rugió Hamilton.

Trató de cargar contra Komosa, pero uno de los hombres vestidos con traje de neopreno lo golpeó con saña con la culata de su pistola. El capitán cayó al suelo. Bremmerman también… pero, al contrario que Hamilton, ella no se volvió a levantar.

Komosa se giró hacia Raynes.

—Mataré a uno de sus compañeros cada minuto hasta que me dé lo que quiero. Sus vidas están completamente en sus manos. ¿De verdad son sus archivos informáticos tan importantes como para permitir que sus amigos mueran para protegerlos?

Apuntó con su pistola a uno de los científicos de la AIP.

—Cincuenta y ocho segundos.

El sudor perló la cara de Raynes.

—Pe… pero aunque quisiera hacerlo, ¡ahora mismo no puedo! El sistema de seguridad…

—Ya sé lo del sistema de seguridad, doctor. Cuarenta y nueve segundos.

Desesperado, Raynes se sentó delante del ordenador y empezó a trabajar. Tenía la mano tan empapada del sudor producido por el pánico que le resbalaba en el ratón. Se abrió una ventana para introducir la contraseña. Introdujo una serie de caracteres y aporreó la tecla de «enter». La ventana se cerró y fue reemplazada por una alerta: «Se requiere validación de huella dactilar». Mirando con preocupación a Komosa, presionó con el pulgar el cuadradito negro colocado en la esquina superior derecha del teclado. Una luz roja parpadeó. La alerta desapareció y fue reemplazada por otra.

«Se requiere validación de voz».

—Le quedan aún diecisiete segundos —dijo Komosa, bajando la pistola—. Bien hecho.

—No puedo seguir avanzando. ¡No puedo! —rogó Raynes—. La ID de voz tiene un…

—Un analizador de estrés, lo sé.

El gigante se acercó a la mesa y su mano libre buscó algo en su cinturón.

—Impide el acceso incluso a usuarios autorizados si estos parecen estar bajo coacción. Pero no se preocupe… en un momentito, estará completamente relajado.

Y tras decir eso, pinchó con una jeringuilla el brazo de Raynes y pulsó el émbolo.

Raynes miró la jeringuilla, horrorizado, y abrió la boca para gritar… antes de que un temblor recorriera todo su cuerpo. Se debilitó y sus huesos se convirtieron en gelatina. Lo que había empezado como un grito surgió como un suspiro largo y casi orgásmico.

Komosa se inclinó hacia él.

—A ver, doctor, sé que puede oírme y sé que sigue lúcido. Quedaban diecisiete segundos en el reloj. Ese es el tiempo que le queda para introducir el último código antes de que le dispare a su amigo. ¿Lo entiende?

Raynes asintió con todos los músculos de su cara flojos.

—Su tiempo empieza ya.

Komosa volvió a apuntar con la pistola al otro científico, cogiendo a Raynes por el cuello de la camisa y levantándolo para acercarlo al ordenador.

Raynes se aclaró la voz y después habló con voz suave y soñadora.

—En esta isla de la Atlántida había un imperio grandioso y maravilloso.

Un pequeño icono con un micrófono parpadeó y reconoció lo que había oído el ordenador.

No pasó nada. El hombre al que apuntaba Komosa gimoteó. Entonces…

La pantalla se iluminó y se abrió una ventana de directorios. Se había establecido el enlace de datos vía satélite. Unos pocos rehenes dejaron escapar suspiros de alivio.

—Gracias, doctor —dijo Komosa, enchufando la memoria en un puerto del ordenador—. A partir de aquí, seguiré yo.

Esa era la señal.

Los sonidos sordos y sibilantes de las pistolas de dardos llenaron el laboratorio. Aquellos que no fueron alcanzados por la primera descarga empezaron a gritar… pero fueron silenciados pocos segundos después de recargar las pistolas y disparar una segunda ronda. Separado del grupo principal, Hamilton se levantó de un salto, rugiendo de furia.

Komosa disparó. El dardo se le introdujo con fuerza en la cuenca del ojo derecho, liberando un amasijo sanguinolento. El capitán cayó al instante sobre la cubierta oscilante, muriendo antes de que las toxinas hiciesen su efecto.

Girándose hacia el ordenador, como si nada hubiese pasado, Komosa copió los archivos en la memoria externa antes de acceder a un directorio diferente. A pesar de la influencia del poderoso relajante muscular, Raynes mostró una mueca de sorpresa cuando vio el nombre del directorio.

Komosa captó su expresión. Sonrió.

—Sí, los archivos del personal de la AIP. No se preocupe, no vamos a matarlos.

La sonrisa se endureció mientras seleccionaba dos archivos en particular y los copiaba en la memoria.

—Todavía.

Una vez transferidos los archivos, Komosa retiró la memoria USB del ordenador y la volvió a guardar en la bolsa. Se enderezó y se giró hacia sus hombres.

—Dispersad los cuerpos por la sección de mando… Debe dar la impresión de que estaban cumpliendo con su turno cuando la plataforma zozobre. Yo iré al puente e inundaré el pontón de estribor… Una vez empiecen a trabajar las bombas, tendremos cinco minutos para regresar al submarino.

Asintieron y empezaron a moverse rápidamente, arrastrando al personal paralizado del barco con ellos.

Komosa se abrochó la cremallera del traje hasta el cuello y siguió a sus hombres hasta el exterior del laboratorio, pasando por encima de los civiles desplomados e indefensos.

Lo único que podía hacer Raynes era mirar fijamente la pantalla del ordenador mientras esperaba la muerte. Los nombres de los dos últimos archivos que Komosa había copiado seguían destacados. Los conocía a los dos: «Chase, Edward J. Wilde, Nina P.».

1

Nueva York

Tres meses más tarde

Las luces de Manhattan brillaban como constelaciones de estrellas alineadas con precisión bajo el cielo nocturno. Eddie Chase observó fijamente el espectacular panorama y suspiró. Habría preferido estar en otro lugar, en cualquier lugar, en la isla… en un restaurante, en un bar, incluso en una lavandería… en cualquier sitio menos allí.

Y no es que el lugar en sí fuese un problema. El Ocean Emperor era el orgullo y la alegría de su anfitrión, un yate de ciento siete metros de eslora en el que no se había escatimado en gastos. Chase ya había estado en yates de lujo anteriormente, pero este representaba un nuevo nivel de opulencia. Si hubiese estado solo con Nina y un grupo de amigos cercanos, habría aprovechado por completo la experiencia.

Pero hasta ese momento no conocía a ninguno de los más de cien invitados, aparte de a un puñado que formaban parte del personal directivo de la AIP. Y tampoco tenía nada en común con ellos. Diplomáticos, políticos, magnates de la industria, todos estableciendo contactos y haciendo tratos con cada apretón de manos. Chase, por otra parte, estaba allí únicamente como el «acompañante» de Nina. Este no era su mundo.

Tampoco era el de Nina, pero ella estaba haciendo todo lo posible para fingir que sí, pensó él, frunciendo el ceño. Se bebió de un trago lo que le quedaba de vino tinto en la copa y se alejó de las vistas para girarse hacia la multitud. Nina estaba de pie al lado de Hector Amoros, exalmirante de la Marina estadounidense convertido en historiador, el director de la AIP, y dándole la mano a un hombre alto y distinguido, pero con aspecto petulante.
Político
, adivinó Chase con solo un vistazo.

Nina miró a través de las puertas abiertas, en su dirección.

—¡Eddie! —lo llamó, moviendo una mano para que se acercara.

Él se dio cuenta de que le habían rellenado el vaso de champán que tenía en su otra mano desde prácticamente el momento en que había subido a bordo.

—Eddie, ven aquí a conocer al senador.

—Sí, ya voy —respondió él, sin entusiasmo, pasando un dedo por el rígido e incómodo cuello de la camisa. Una explosión de ruido y viento barrió la cubierta cuando volvió a entrar en el barco. Otro helicóptero que llegaba trayendo a más invitados ultra VIP hasta la pista de aterrizaje del yate. Chase y Nina habían llegado al Ocean Emperor en barco, como la mayoría de los invitados. Incluso en el mundo de los superricos seguía habiendo jerarquías. Se imaginó que la única forma de superar una llegada por helicóptero sería aterrizar en un Harrier, un avión de despegue vertical.

Tuvo que admitir que Nina estaba impresionante esa noche. El envolvente vestido de color escarlata palabra de honor quedaba a un mundo de distancia de la ropa práctica y resistente que llevaba puesta cuando la conoció, hacía año y medio, o incluso de los trajes italianos que había empezado a usar más recientemente en su papel de directora de operaciones de la AIP. Se había teñido el pelo, normalmente pelirrojo, para darle un tono un poco más oscuro para la ocasión, y se lo había peinado de forma que hacía destacar su rostro, cuidadosamente maquillado.

Chase apretó los dientes ante la simple visión de su cabello. Había protestado todo el día hasta que Nina le hizo prometer que se callaría.

Pero aun así… ¿quinientos dólares por un maldito corte de pelo?

—Eddie —dijo Nina—, este es el senador Victor Dalton. Senador, este es Eddie Chase, trabaja para mí en la AIP. Y también es mi novio —añadió.

—Encantado de conocerle, senador —dijo Chase, perforando a Nina con una mirada sutilmente enfadada mientras le daba la mano a Dalton. Reconoció el nombre: Dalton estaba haciendo campaña para convertirse en el próximo presidente de Estados Unidos. Eso explicaba la presencia de los dos hombres impertérritos vestidos con traje oscuro que lo observaban de cerca: agentes del servicio secreto.

—Igualmente, señor Chase —respondió Dalton—. Inglés, ¿eh? No es de Londres, si no me equivoco con el acento.

—Lo has pilla… O sea, sí, exacto. Soy de Yorkshire.

Dalton asintió.

—Yorkshire, sí. Es un bonito rincón del mundo, por lo yo que sé.

—No está mal.

Chase dudaba de que el senador supiese dónde estaba Yorkshire, o de que eso le importase lo más mínimo.

—El senador Dalton pertenece al comité de financiación de la AIP —le dijo Amoros.

Chase sonrió.

—¿Es eso cierto? ¿Podría conseguirme un aumento de sueldo?

La boca de Nina, brillante por el gloss que llevaba, se convirtió en una línea fina, pero Dalton se rió.

—Veré lo que puedo hacer.

Miró más allá de Chase y subió las cejas al reconocer a quien se aproximaba.

—¡Parece que se acerca nuestro anfitrión! Monsieur Corvus, ¡me alegro de verle de nuevo!

Chase se giró y descubrió a un hombre de pelo negro vestido elegantemente, de esmoquin. Parecía rondar la cincuentena.

—Por favor —le dijo a Dalton mientras se daban la mano—, René. Este es un evento social, ¿verdad? ¡No hace falta que cumplamos con las agotadoras formalidades!

—¡Lo que usted diga… René! —se rió Dalton.

—¡Gracias… Victor! Y Nina —continuó Corvus mientras se giraba hacia ella, cogiéndola de la mano—, es un verdadero placer volver a verla.

Se inclinó y la besó en ambas mejillas. Nina se puso colorada. Chase fulminó al francés con la mirada, forzándose a adoptar una expresión neutral cuando este se giró hacia él.

—Y usted, usted debe ser…

—Eddie Chase —declaró Chase bruscamente, alargando la mano—. El novio de Nina.

—Por supuesto —dijo Corvus sonriéndole mientras se estrechaban las manos—. René Corvus. Bienvenido a bordo del Ocean Emperor.

—Gracias.

Chase repasó la habitación forrada con paneles de roble.

—No hay duda de que posee usted un buen barco. Supongo que ser un magneto naviero tiene sus ventajas.

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