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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (46 page)

Después Homais inventaba anécdotas:

«Ayer, en la cuesta del Bois Guillaume, un caballo espantadizo…» Y seguía el relato de un accidente ocasionado por la presencia del ciego. La campaña resultó tan bien que encarcelaron al ciego. Pero lo soltaron. Volvió a empezar, y Homais también recomenzó. Era una lucha. Venció Homais, pues su enemigo fue condenado a una reclusión perpetua en un asilo.

Este éxito lo envalentonó, y desde entonces no hubo en el distrito un perro aplastado, un granero incendiado, una mujer golpeada, de lo que no diese inmediato conocimiento al público, siempre guiándose por el amor al progreso y el odio a los sacerdotes. Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los hermanos de San Juan de Dios, en detrimento de estos últimos, recordaba la noche de San Bartolomé a propósito de una asignación de cien francos hecha a la iglesia, y denunciaba abusos, tenía salidas de tono. Era su estilo. Homais minaba; se hacía peligroso.

Sin embargo, se ahogaba en los estrechos límites del periodismo, y pronto sintió necesidad del libro, de la obra literaria. Entonces compuso una estadística general del cantón de Yonville, seguida de observaciones climatológicas; y la estadística le llevó a la filosofía. Se preocupó de las grandes cuestiones: problema social, moralización de las clases pobres, piscicultura, caucho, ferrocarriles, etc. Llegó a avergonzarse de ser burgués. Se daba aires de artista, fumaba. Se compró dos estatuitas chic Pompadour para decorar su salón.

No salía de la farmacia; al contrario, se mantenía al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento de los chocolates. Fue el primero que trajo al Sena Inferior choca y revalencia. Se entusiasmó por las cadenas hidroeléctricas Pulvermacher
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; él mismo llevaba una, y por la noche, cuando se quitaba su chaleco de franela, la señora Homais quedaba totalmente deslumbrada ante la dorada espiral bajo la cual desaparecía su marido y sentía redoblar sus ardores por aquel hombre más amarrado que un escita y deslumbrante como un mago.

Tuvo bellas ideas a propósito de la tumba de Emma. Primeramente propuso una columna truncada con un ropaje, después una pirámide, después un templo de Vesta, una especie de rotonda…, o bien «un montón de ruinas». Y en todos los proyectos, Homais se aferraba a la idea del sauce llorón, al que consideraba como símbolo obligado de la tristeza.

Carlos y él hicieron juntos un viaje a Rouen para ver sepulturas en un taller de marmolista, acompañados de un artista pintor, un tal Vaufrylard, amigo de Bridoux, y que pasó todo el tiempo contando chistes. Por fin, después de examinar un centenar de dibujos, pedir presupuesto y de hacer un segundo viaje a Rouen, Carlos se decidió por un mausoleo que debía llevar sobre sus dos caras principales «un genio sosteniendo una antorcha apagada».

En cuanto a la inscripción, Homais no encontraba nada tan bonito como: Sta. Viator
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, y no pasaba de ahí; se devanaba los sesos, repetía continuamente: Sta. Viator… Por fin, descubrió: amabilem conjugem calcas!; que fue adoptada.

Una cosa extraña es que Bovary, sin dejar de pensar en Emma continuamente, la olvidaba; y se desesperaba al sentir que esta imagen se le escapaba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía para retenerla. Cada noche, sin embargo, soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se acercaba a ella, pero cuando iba a abrazarla, se le caía deshecha en podredumbre entre sus brazos.

Lo vieron durante una semana entrar por la tarde en la iglesia. El señor Bournisien le hizo incluso dos o tres visitas, después lo abandonó. Por otra parte, el cura volvía a la intolerancia, al fanatismo, decía Homais; anatematizaba el espíritu del siglo, y no se olvidaba, cada quince días, en el sermón, de contar la agonía de Voltaire, el cual murió devorando sus excrementos, como sabe todo el mundo.

A pesar de la estrechez en que vivía Bovary, estaba lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo se hizo inminente. Entonces recurrió a su madre, que consintió en dejarle hipotecar sus bienes, pero haciendo muchos reproches a Emma, y le pidió, en correspondencia a su sacrificio, un chal salvado de las devastaciones de Felicidad. Carlos se lo negó. Se enfadaron.

La madre dio los primeros pasos para la reconciliación proponiéndole llevarse consigo a la niña, que le ayudaría en la casa. Carlos aceptó. Pero en el momento de partir no tuvo fuerzas para dejarla. Entonces fue la ruptura definitiva, completa.

A medida que sus amistades desaparecían, se estrechaban más los lazos de amor con su hija. Sin embargo, la niña le preocupaba, pues a veces tosía y tenía placas rojas en los pómulos.

Frente a él se mostraba, floreciente y risueña, la familia del farmacéutico, a la que todo sonreía en la vida. Napoleón ayudaba a su padre en el laboratorio, Atalía le bordaba un gorro griego, Irma recortaba redondeles de papel para tapar las confituras, y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Era el más feliz de los padres, el más afortunado de los hombres.

¡Error!, una ambición sorda le roía: Homais deseaba la cruz
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. No le faltaban títulos, se decía:

Primero, haberse destacado por una entrega sin límites cuando el cólera. Segundo, haber publicado y por mi cuenta diferentes obras de utilidad pública, tales como… (y recordaba su memoria titulada De la sidra, de su fabricación y de sus efectos además, observaciones sobre el pulgón lanígero, enviadas a la Academia; su volumen de estadística y hasta su tesis de farmacéutico); sin contar que soy miembro de varias sociedades científicas (lo era de una sola).

—¡Por fin —exclamaba haciendo una pirueta—, aunque sólo fuera por haberme distinguido en los incendios!

Entonces Homais se inclinó hacia el poder. Hizo secretamente al señor prefecto varios servicios en las elecciones. Finalmente, se vendió, se prostituyó. Incluso dirigió al soberano una petición en que le suplicaba que le hiciera justicia; le llamaba nuestro buen rey y lo comparaba a Enrique IV.

Y cada mañana el boticario se precipitaba sobre el periódico para descubrir en él su nombramiento, pero éste no aparecía. Por fin, no aguantando más, hizo dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños rodetes de hierba que partían de la cima para imitar la cinta. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y la ingratitud de los hombres.

Por respeto, o por una especie de sensualidad que le hacía proceder con lentitud en sus investigaciones, Carlos no había abierto todavía el compartimento secreto de un despacho de palisandro que Emma utilizaba habitualmente. Pero un día se sentó delante, giró la llave y pulsó el muelle. Todas las cartas de León estaban allí. ¡Ya no había duda esta vez! Devoró hasta la última, buscó por todos los rincones, en todos los muebles, por todos los cajones, detrás de las paredes, sollozando, gritando, perdido, loco. Descubrió una caja, la deshizo de una patada. El retrato de Rodolfo le saltó en plena cara, en medio de las cartas de amor revueltas.

La gente se extrañó de su desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie, incluso se negaba a visitar a sus enfermos. Entonces pensaron que se encerraba para beber.

Pero a veces algún curioso se subía por encima del seto de la huerta y veía con estupefacción a aquel hombre de barba larga, suciamente vestido, huraño y llorando fuertemente mientras paseaba solo.

Por la tarde, en verano, tomaba consigo a su hijita y la llevaba al cementerio. Regresaban de noche cerrada, cuando no quedaba en la plaza más luz que la de la buhardilla de Binet.

Sin embargo, la voluptuosidad de su dolor era incompleta porque no tenía alrededor de él a nadie con quien compartirla; y hacía visitas a la tía Lefrançois para poder hablar de ella. Pero la posadera le escuchaba a medias, pues, como él, estaba apenada, ya que el señor Lheureux acababa de abrir las «Favorites du Commerce», a Hivert, que gozaba de gran reputación como recadero, exigía un aumento de sueldo y amenazaba con pasarse a la competencia». Un día en que Carlos había ido a la feria de Argueil para vender su caballo, su último recurso, encontró a Rodolfo.

Al verse palidecieron. Rodolfo, que sólo había enviado su tarjeta, balbució primeramente algunas excusas, después se animó a incluso llegó al descaro (hacía mucho calor, era el mes de agosto) de invitarle a tomar una botella de cerveza en la taberna.

Sentado frente a él, masticaba su cigarro sin dejar de charlar, y Carlos se perdía en ensoñaciones ante aquella cara que ella había amado. Le parecía volver a ver algo de ella. Era una maravilla. Habría querido ser aquel hombre.

El otro continuaba hablando de cultivos, ganado, abonos, tapando con frases banales todos los intersticios por donde pudiera deslizarse alguna alusión. Carlos no le escuchaba; Rodolfo se daba cuenta, y seguía en la movilidad de su cara el paso de los recuerdos. Aquel rostro se iba enrojeciendo poco a poco, las aletas de la nariz latían de prisa, los labios temblaban; hubo incluso un instante en que Carlos, lleno de un furor sombrío, clavó sus ojos en Rodolfo quien, en una especie de espanto, se quedó callado. Pero pronto reapareció en su cara el mismo cansancio fúnebre.

—No le guardo rencor —dijo.

Rodolfo se había quedado mudo. Y Carlos, sujetando la cabeza con sus dos manos, replicó con una voz apagada y con el acento resignado de los dolores infinitos.

Incluso añadió una gran frase, la única que jamás había dicho:

—¡Es culpa de la fatalidad!

Rodolfo, que había sido el agente de aquella fatalidad, reconoció un buenazo en aquel hombre en tal situación, incluso cómico y un poco vil.

Al día siguiente, Carlos fue a sentarse en el banco, en el cenador. A través del emparrado se filtraban unos rayos de sol, las hojas de viña dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín perfumaba el aire, el cielo estaba azul, zumbaban las cantáridas alrededor de los lirios en flor, y Carlos se ahogaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que llenaban su corazón apenado.

A las siete, la pequeña Berta, que no lo había visto en toda la tarde, fue a buscarlo para cenar.

Tenía la cabeza vuelta hacia la pared, los ojos cerrados, la boca abierta, y sostenía en sus manos un largo mechón de cabellos negros.

—¡Papá, ven! —le dijo la niña.

Y creyendo que quería jugar, lo empujó suavemente. Cayó al suelo. Estaba muerto.

Treinta y seis horas después, a petición del boticario, acudió el señor Canivet. Lo abrió y no encontró nada.

Cuando se vendió todo, quedaron doce francos setenta y cinco céntimos que sirvieron para pagar el viaje de la señorita Bovary a casa de su abuela. La buena mujer murió el mismo año; como el tío Rouault estaba paralítico, fue una tía la que se encargó de la huérfana. Es pobre y la envía, para ganarse la vida, a una hilatura de algodón.

Desde la muerte de Bovary se han sucedido tres médicos en Yonville sin poder salir adelante, hasta tal punto el señor Homais les hizo la vida imposible. Hoy tiene una clientela enorme; la autoridad le considera y la opinión pública le protege. Acaban de concederle la cruz de honor.

GUSTAVE FLAUBERT (Ruan, Alta Normandía, 12 de diciembre de 1821 – Croisset, Baja Normandía, 8 de mayo de 1880) fue un escritor francés. Está considerado uno de los mejores novelistas occidentales y es conocido principalmente por su primera novela publicada, Madame Bovary, y por su escrupulosa devoción a su arte y su estilo, cuyo mejor ejemplo fue su interminable búsqueda de le mot juste ('la palabra exacta').

Notas

[1]
Tocado de origen polaco con que se cubrían los lanceros del Segundo Imperio.
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[2]
Palabras tomadas de la Eneida de Virgilio que el autor pone en boca de Neptuno, irritado contra los vientos desencadenados en el mar. En la boca del prefecto de estudios expresan la cólera y la amenaza a los alumnos. Obsérvese la importancia del latín en aquella época.
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[3]
El País de Caux se sitúa en la alta Normandía, en el valle bajo del Sena, limitando con la región de Picardía.
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[4]
Las ideas pedagógicas del Emilio de Rousseau siguen vigentes y el padre de Carlos Bovary las asume como programa para la educación de su hijo, al que incorpora sus propias ideas pintorescas.
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